Desde que la conocí, me pareció una cabrita que corre libre por el campo. A la que no hay que tratar de ponerle límites, ni intentar que se quede quieta. No hay caso. Marcela hace lo que tiene ganas. Y lo hace muy bien.

Recuerdo, por ejemplo, que hace muchos años, cuando compartíamos redacción en México, se iba sola en su auto a reportear a otros estados en sus días de descanso. Nadie le había encargado esas notas, no le pagaban horas extra, ni siquiera tenía garantía de publicación, pero igual se lanzaba. Porque para ella lo más importante eran las historias.

Me corrijo: las personas. Todas las personas tienen una historia para contar y ella sabe desentrañarlas con su atenta, paciente y empática escucha. Por eso es una de las mejores periodistas latinoamericanas. La vulnerabilidad humana, para ella, es un imán.

Marcela tiene una curiosidad perenne. Nunca deja de buscar libros, cursos, desafíos intelectuales. En nuestros años iniciáticos, mientras cubríamos la caravana zapatista o parrandeábamos en los bares de la ciudad de México, nos ilusionaba el plan de capacitarnos para aprender a escribir mejor, a investigar más, formarnos más como periodistas. Kapuściński tuvo la suerte de que fuera su alumna. Hoy, la maestra es ella.

En ese afán, Marcela y otras queridas colegas fundaron la red Periodistas de a Pie. Lo que no sabíamos era que la irresponsabilidad y corrupción de los políticos iba a sumir a nuestro país en un reguero de sangre con el pretexto de la fracasada y nefasta «guerra narco» y que los talleres que se iban a necesitar, de manera urgente, serían de sobrevivencia y seguridad para las y los periodistas y de cobertura de víctimas.

Desde el inicio, Marcela se plantó en la zona de combate. Armada con su grabadora, lápiz y cuadernos, ha documentado en todo el país y de manera excepcional las desapariciones masivas de trabajadores, campesinos, estudiantes; la persecución y asesinatos de defensores de Derechos Humanos y periodistas. Mientras la atención sensacionalista se centraba en los capos y en los cárteles, ella miró a las víctimas de las que casi nadie hablaba. Ha contado nuestra tragedia con amor y compromiso, sin morbo ni protagonismos vanos.

Marcela atravesó las fronteras periodísticas, desafió el peligro en un país en donde este oficio suele costar la vida y acosos de los gobiernos y mutó en una activista contra el silencio. Por supuesto, no salió indemne. En rebelión a los vetustos y asépticos manuales reporteriles, un día reconoció que es una periodista que llora. Y lloramos con ella. ¿Cómo no hacerlo después de mirar de frente el horror, la inhumanidad? Marcela acompaña el dolor, el sufrimiento y la lucha de los familiares que a diario buscan a sus seres queridos, a veces con sus propias manos, en las miles de fosas clandestinas dispersas en el cementerio en el que convirtieron a nuestro país. Las buscadoras quieren saber dónde están sus hijos, qué les hicieron y que castiguen a los culpables. De eso bastante saben en Argentina. Ya lo volverán a demostrar este domingo cuando las Madres y Abuelas se planten de nuevo al frente de la marcha en Plaza de Mayo para recordar que nunca más, es nunca más.

El trabajo de Marcela es un sostén para la construcción de memoria y la búsqueda de justicia en México. Para la esperanza. Por eso nos llena de orgullo cada vez que gana un premio en alguna parte del mundo. También nos hace felices (y nos tranquiliza) su resiliencia y sanación.

Pasan los años y esta chica de mirada pícara y risa contagiosa todavía quiere probar, saber, conocer, aprender, disfrutar, celebrar. Está en permanente movimiento. Crea nuevos medios. Se sumerge en la investigación y escritura de crónicas y libros indispensables que ya forman parte de la historia de los Derechos Humanos en América Latina.

Sin importar en donde se encuentre, Marcela teje redes, construye comunidad. Enlaza abrazos y afectos. Ya sea en su bella y colorida casa en México, que es a la vez un hostal que es a la vez una redacción por donde deambula Nayo, su perrito mágico; en su natal Chihuahua, a donde regresa cada tanto para visitar a su querida Sierra Tarahumara; en sus intermitentes recorridos europeos; o ahora, acá en Argentina, en donde siempre la esperan los asados, los brindis y el cariño del Club Salguero, del que ella es parte.

Aventurera nata, Marcela atraviesa fronteras y continentes para hacer gala de superpoderes como detener un barco en Italia o demostrar que es posible viajar sin maletas. Para recolectar anécdotas que nos hacen doler la panza de la risa. En el podio: la de aquella vez que tuvo que «confesar» que era una extraterrestre. La Turati nos hace bailar las canciones de Menudo y cantar las de Juan Gabriel. Nos abraza, nos consuela y nos comparte mezcal. Nos acompaña y nos da refugio. Qué suerte que la tenemos. «