Brigitte Bardot dejó de actuar hace más de medio siglo, pero su figura nunca abandonó del todo la escena. Murió este domingo a los 91 años, pero sigue siendo un nombre suspendido entre el mito pop, la memoria del cine moderno y una incomodidad política que muchos prefieren esquivar. No es solo la estrella que deslumbró con Y Dios creó a la mujer: es una presencia persistente que obliga a pensar qué hacemos con los íconos cuando envejecen y dejan de decir lo que esperamos oír.
En los años cincuenta, Bardot encarnó algo más que una actriz exitosa. Fue una ruptura. Y Dios creó a la mujer no solo presentó a una joven descalza bailando mambo en Saint-Tropez: introdujo en el cine francés una idea nueva de deseo femenino, despojada de culpa y de pedagogía moral. Bardot no interpretaba la libertad: la irradiaba. Su cuerpo, filmado sin solemnidad, desplazó el eje del erotismo clásico y anticipó una modernidad que el cine europeo todavía estaba aprendiendo a nombrar.

A diferencia de otras estrellas de su tiempo, Bardot nunca cultivó la respetabilidad. No buscó prestigio ni legitimación cultural. Fue musa involuntaria de la Nouvelle Vague y, al mismo tiempo, ajena a su programa intelectual. Godard la filmó como un objeto y como un enigma; Vadim la convirtió en fenómeno; el público la volvió emblema. Bardot aceptó todo eso con una mezcla de intuición y fastidio, como si supiera que la fama era un accidente, no un proyecto.

Su retiro temprano del cine, a los 39 años, fue leído durante décadas como un gesto excéntrico. Hoy puede verse como una decisión radical: abandonar la maquinaria antes de ser devorada por ella. Desde entonces, su vida pública quedó absorbida por otra causa, igualmente totalizante: la defensa de los animales. La Fundación Brigitte Bardot no fue un pasatiempo filantrópico, sino una nueva forma de militancia, áspera, intransigente y muchas veces incómoda.

Bardot y la xenofobia
Ahí empieza la Bardot que divide aguas. Sus declaraciones xenófobas y posiciones políticas reaccionarias tensaron al máximo la relación entre mito y presente. Para muchos, esas derivas anulan el legado; para otros, lo vuelven más complejo. Bardot nunca pidió indulgencia ni corrigió el rumbo. En eso también fue coherente: no suavizó su voz para conservar afectos.

Pensar hoy a Brigitte Bardot implica aceptar esa contradicción sin neutralizarla. Fue una mujer que cambió la forma de mirar el deseo en el cine y una voz que, con los años, eligió decir cosas difíciles de escuchar.

Bardot no necesita homenajes ni absoluciones. Su lugar está en ese territorio incómodo donde el cine, la cultura popular y el paso del tiempo se cruzan sin garantías. Sigue ahí, como una pregunta abierta sobre qué hacemos con los mitos cuando dejan de ser jóvenes, dóciles o ejemplares. Y esa pregunta, todavía, vale la pena.