Ni libre comercio ni mercado libre. La compra por el Departamento de Defensa estadounidense, hace tres semanas, de 400 millones de dólares de acciones preferentes de MP Materials convierte al estado en el principal accionista de la única mina de tierras raras del país. En su carrera vertiginosa por limitar su dependencia de China en el acceso a materiales indispensables, a la vez, para sus cazabombarderos F-35 y para los iPhones de millones de contribuyentes, Donald Trump rompe un tabú que no se había transgredido ni siquiera bajo el gobierno de Franklin D. Roosevelt durante la Segunda Guerra Mundial y hace al Pentágono accionista de una compañía cuyos precios va a subsidiar y cuya producción se compromete a comprar en su totalidad.
Todo vale en la competencia estratégica con China, incluida la adopción de medidas propias del menú chino de política industrial. Se le atribuye al arquitecto de la reforma económica, Deng Xiaoping, haber afirmado que así como “el Medio Oriente tiene petróleo, China tiene tierras raras”. Como siempre sucede con aforismos atribuidos a figuras de ese país, hay quien dice que Deng pronunció esas palabras al visitar una mina en Baotou, Mongolia Interior, en 1987, mientras que otros sostienen que fue en 1992. En el tiempo largo chino, un lustro no es más que un suspiro, pero se trate de la fecha que se trate, más de tres décadas atrás China supo que tenía que explotar una ventaja cuya magnitud, en aquel entonces, sólo era posible de imaginar de manera muy especulativa.
En el caso de estos metales con propiedades ferromagnéticas, de uso muy común en bienes de consumo como los autos, la dependencia de EE UU respecto de China es brutal. De acuerdo con el Servicio Geológico de ese país, en 2023, el 72% de sus importaciones de esos materiales venía directamente desde China y un 22% de las recibidas como producto refinado desde otros países se originaban, al menos en parte, en materia prima china. No debe sorprender, entonces, que la provisión de tierras raras a EE UU haya sido el principal arma china a la hora de responder a la imposición de aranceles a sus exportaciones. Al anuncio del pasado 2 de abril, que Trump bautizó el “Día de la Liberación”, de que EE UU impondría un 34% de arancel a todas sus importaciones desde China le siguió, dos días después la respuesta: la suspensión de las exportaciones de imanes compuestos de seis minerales que sólo se extraen y refinan en China.
El aleteo de esa mariposa llevó, apenas un mes después, al cierre por una semana de la planta donde Ford produce su modelo Explorer, en Chicago. La larga cadena de valor que va desde Mongolia Interior hasta la región de los Grandes Lagos es una de las que Trump quiere acortar dramáticamente, a fuerza de intervención y subsidios estatales. Hacer grande de nuevo EE UU es asegurarse de que los eslabones de la cadena estén todos dentro de las fronteras nacionales. Trump radicaliza un “vivir con lo nuestro” que ya estaba presente en la política industrial que había acometido su predecesor Joe Biden. El nearshoring y la tendencia a reemplazar libre comercio por un “comercio amigo” atado a consideraciones de seguridad ya están presentes hace años. Sin embargo, los demócratas seguían atados a las soluciones de mercado y no estaban dispuestos a encarar nacionalizaciones que a Trump no le hacen temblar el pulso.
La toma de control de Materials MP no es el primer ejemplo de esto: Trump autorizó el mes pasado la compra de la siderúrgica US Steel por la japonesa Nippon Steel sólo después de que el estado se quedó con una acción de oro y obligó a los nuevos dueños a adoptar un estatuto para la compañía que enumera actividades que la empresa no puede llevar a cabo sin la aprobación de la Casa Blanca. Biden pasó todo 2024 bloqueando la homologación de la compra de la empresa. Trump, en cambio, vio una oportunidad para poner a la compañía bajo control estatal y la tomó.
Michael Harrington, fundador de los Socialistas Democráticos de EE UU (DSA), advertía que “cualquier idiota puede nacionalizar”, sin que eso garantice tener control social sobre la inversión. El intervencionismo y el empeño desglobalizador de Trump van en la dirección contraria: se asegura de que ese control siga siendo imposible. No deja hacer al mercado porque entiende que el estado representa mejor los intereses de los sectores dominantes. Esto, inextricablemente unido a la convicción de que sólo ese redoblado poder estatal, puede hacerle frente al ascenso de China. «