Después del irresponsable anuncio de Estados Unidos sobre la venta de armas a gran escala a la región china de Taiwán, desde Beijing se multiplicaron los repudios y advertencias a lo que fue considerada una intolerable violación del principio de una sola China y de los tres comunicados conjuntos entre ambos países, además de una peligrosa interferencia en los asuntos internos de la república popular, que socava su soberanía e integridad territorial.
“Ningún país o fuerza debe subestimar jamás la determinación, la voluntad y la capacidad del Gobierno y el pueblo chino. Cualquier empresa o individuo que participe en la venta de armas a Taiwán pagará el precio por sus actos indebidos”, destacaron desde el Ministerio de Relaciones Exteriores, al anunciar la aplicación de una serie de sanciones sin precedentes contra 20 empresas estadounidenses del sector de defensa y 10 de sus más altos ejecutivos.
Estas firmas y hombres de negocios – cuyos nombres fueron especialmente difundidos a través de la agencia oficial Xinhua – fueron acusadas de violar los artículos 3, 4, 5, 6, 9 y 15 de la Ley contra las Sanciones Extranjeras de la República Popular China, al haber participado en la provisión de armamento a Taiwán en los últimos años.
Las penas que les aplicaron fueron de cumplimiento inmediato (entraron en vigor el 26 de diciembre de 2025) e incluyeron el congelamiento de bienes muebles, inmuebles y otros activos; la prohibición de participar en transacciones, cooperaciones y otras actividades; y la negativa a otorgarles visas o la entrada al territorio chino, incluyendo las regiones administrativas especiales de Hong Kong y Macao.
“La cuestión de Taiwán está en el núcleo de los intereses fundamentales de China y es la primera línea roja que no debe cruzarse en las relaciones China-Estados Unidos. Cualquiera que intente hacerlo y realice provocaciones se enfrentará con la firme respuesta de China”, insistió un portavoz de la Cancillería.
Apenas se conoció la noticia de la nueva Ley de Autorización de Defensa Nacional de EE.UU.- que incluyó 1.000 millones de dólares para fortalecer su llamada cooperación militar con Taiwán- el vocero del Ministerio de Defensa de China, Zhang Xiaogang, advirtió que jugar la carta de Taiwán “tendrá para Estados Unidos un alto precio”.
Su colega de la cancillería, Guo Jiakun fue más allá y sostuvo que la actitud de Washington “colocará a la población de Taiwán en un barril de pólvora, empujará al estrecho de Taiwán hacia el peligro, e incrementará inevitablemente el riesgo de conflicto y confrontación entre China y Estados Unidos”.
La decisión de la administración Trump de blanquear su apoyo económico al rearme de la zona china de Taiwán fue una provocación inadmisible para Beijing. China se cansó de señalar las armas, para apuntar a quienes aprietan el gatillo y se benefician de ello. Las 20 empresas del sector militar y los 10 ejecutivos sancionados no representan objetivos simbólicos; son nodos críticos de una cadena de suministro que alimenta la inseguridad en el Estrecho de Taiwán.
El mensaje final del gobierno chino es doble. Para el exterior, es una lección de credibilidad estratégica: las líneas rojas, cuando se cruzan repetidamente, dejan de ser simples advertencias. Para el interior, es una reafirmación de soberanía y determinación. La reunificación pacífica no es un eslogan, es un objetivo hacia el que se avanza con firmeza y paciencia estratégica. Pero la paciencia no es sinónimo de tolerancia infinita ante actos que corroen los fundamentos mismos de la soberanía.
El Estrecho de Taiwán no es el Mar del Sur de China ni el Mar Oriental. Es una cuestión histórica y existencial; tratarla como un activo geopolítico intercambiable es un error de cálculo de proporciones enormes. Beijing no sólo ha levantado el tablero, sino que ha reescrito las reglas del juego. Lo que algunos en Washington podrían subestimar como medidas simbólicas es, en realidad, un mapa de ruta para futuras contramedidas, un mensaje dirigido al núcleo de su élite política y militar. El precipicio de la confrontación se profundiza con cada envío de armas; la senda del diálogo – anclada en el principio de una sola China – permanece abierta pero con un plazo cada vez más breve.
Este movimiento es el reflejo de una doctrina de seguridad nacional que ha madurado. China ha demostrado una paciencia histórica, pero esta opera dentro de un marco de principios no negociables. Lo que presenciamos es la transición de una diplomacia de advertencias a una de ejecución de consecuencias. Estas sanciones conforman un nuevo lenguaje de disuasión: la extensión de la soberanía a través de la capacidad técnica y administrativa para enfrentar a los actores más poderosos del sistema.
Precisamente, así se redefine el poder integral en el siglo XXI: ya no se mide solo en misiles y buques, sino en la habilidad de alterar cadenas de valor globales y en tomar decisiones que resonarán, con nombres y apellidos concretos, tanto en las juntas directivas de Wall Street como en los pasillos del Pentágono. La elección para Washington es clara. Esta vez, las consecuencias son tangibles, están codificadas en ley y tienen un precio económico preciso. El ultimátum, ahora, está respaldado con otras herramientas.