Estamos (entramos) en un país en estado de demolición permanente. Todo lo conquistado, lo inajenable, lo irrenunciable, se derrumba. No es que se caiga por su propio peso. Se cae porque hay un régimen que pretende instaurarse sobre las ruinas (futuras) de todo lo que (hoy) existe.

El gobierno se ha declarado en estado de rebeldía; y lo que tal vez sea incluso más grave: en estado de indiferencia frente a las obligaciones que tiene que asumir como Estado. Ha caído sobre el derecho que teníamos, y que todavía tenemos, a un Estado que garantice la educación gratuita, la investigación científica y humanística, la comunicación federal de noticias, el derecho a manifestarse en las calles y la promoción de las artes. Y si acaso podemos ignorar con qué nueva ocurrencia el presidente nos despertará mañana; lo que no hay modo de no saber es a qué herramientas podemos echar mano para frenarla.

Podríamos empezar por Alberdi: “Después de aprender a leer y escribir en la escuela pública, que fundó Belgrano con sus sueldos personales, pasé a Buenos Aires como uno de los seis escolares que cada provincia envió al Colegio de Ciencias Morales”, dice en sus memorias; para terminar con un contundente reconocimiento: “Yo nunca he olvidado que soy el hijo de la Universidad de Buenos Aires”. Es una prueba palmaria del beneficio que le produce a una nación el sostenimiento de las becas y de la educación pública.

Probemos también con Sarmiento. Aunque contemporáneo absoluto de Carlos Marx, nunca pretendió combatir el capital, pero tuvo siempre claro el papel fundamental del Estado como responsable irrenunciable del sostenimiento de la educación, que debía ser esencialmente pública. Porque “el poder, la riqueza y la fuerza de una nación dependen de la capacidad industrial, moral e intelectual de los individuos que la componen; y la educación pública no debe tener otro fin que el aumentar estas fuerzas de producción, de acción y de dirección, aumentando cada vez más el número de individuos que las posean”.

Como jefe del Departamento General de Escuelas, Sarmiento creó una escuela mixta (toda una novedad) que puso bajo la dirección de Juana Manso: poeta, publicista, dramaturga, música, traductora, conferencista. Ardiente defensora de la educación común y gestora activa del sistema de bibliotecas públicas, a menudo las conferencias que brindaba para un auditorio femenino eran centro de virulentos ataques: “¿Debo exponerme a que me echen vitriolo en los ojos o me dilapiden a cascotazos, porque les digo que hagan escuelas para educar los niños y fundo bibliotecas?”, se preguntaba.

Llegaron a arrojarle asafétida sobre el único vestido que tenía para salir a la calle –tan pobre era–. Asafétida: esa resina gomosa amarillenta y nauseabunda que se usaba en la medicina como antiespasmódico, y en la sociedad como ultraje. Los cascotes (siempre que hay demolición, quedan piedras), la asafétida (siempre que hay demolición, vuelan gases), los agravios (siempre que hay demolición, llueven injurias) son la materialización de la ofensa, de la intolerancia, de la saña.

Pero Manso hizo de su “labor intelectual, la alquimia” que le proporcionara los medios para llevar adelante los proyectos. Y como toda alquimia implica fuego, quizás no resulte impertinente recordar una sextina del Martín Fierro: “Mas Dios ha de permitir / Que esto llegue a mejorar— / Pero se ha de recordar / Para hacer bien el trabajo, / Que el fuego pa calentar / Debe ir siempre por abajo.—”.

Por abajo, por la base, por las bases. Desde la universidad pública nos toca, como a Juana Manso, seguir haciendo de nuestra labor intelectual, estética, creadora y crítica, la alquimia que nos dé los medios que necesitamos con urgencia para preservar los cimientos, las bases verdaderamente sólidas del pacto social argentino que saquen pronto al país de este lamentable, inexplicable, injusto, insoportable, inconstitucional estado de demolición permanente.