El dato: Argentina es el primer país del mundo en aprobar el trigo transgénico. La consecuencia: el consumo directo de alimentos asociados a venenos, en este caso, al glufosinato de amonio, un potente herbicida que se espera sea el reemplazante del glifosato ante una eventual prohibición. Como ya ocurrió con el acuerdo con China para instalar mega factorías de cerdos en el país, el rechazo a la decisión del gobierno por parte de los referentes y organizaciones ambientales fue unánime: “Dicen que quieren defender la mesa de los argentinos, pero con estas medidas lo único que promueven es que comamos un producto alterado genéticamente y que puede tener consecuencias en nuestra salud”, se quejan.

El viernes, la Secretaría de Alimentos, Bioeconomía y Desarrollo Regional del Ministerio de Agricultura de la Nación publicó en el Boletín Oficial la resolución 41/2020 que autorizó el potencial cultivo (se espera por el interés comercial de Brasil) de trigo HB4, desarrollado por la empresa biotecnológica Bioceres, en colaboración con la Universidad Nacional del Litoral y el CONICET y promocionado como “la primera variedad transgénica del mundo”, capaz de tolerar situaciones de sequía y salinidad.

Menos atención se le prestó a la particularidad de ser resistente al glufosinato de amonio, un herbicida al que la Organización Mundial de la Salud (OMS) califica como “moderadamente peligroso” y que se espera sea la alternativa al mal reputado glifosato, cuyas millonarias demandas por su efecto cancerígeno ponen en riesgo su continuidad en el mercado.

“Sobre los transgénicos dijeron que iban a aumentar la productividad, bajar el consumo de agrotóxicos o incluso que los alimentos iban a ser más nutritivos. No pasó nada de todo eso. Lo único que permitieron fue expandir la frontera agrícola gracias al combo tóxico que se usa en los cultivos intensivos, llegando a lugares insospechados. Justamente, ese avance transgénico está relacionado con el ecocidio que estamos padeciendo en nuestro país”, advierte Soledad Barruti, periodista y autora de los libros “Malcomidos” y “Mala Leche”.

Por su parte, el abogado ambientalista Enrique Viale opina que “Argentina es el país del mundo con más superficie ocupada de soja transgénica proporcionalmente a su territorio. También es el que más glifosato por persona aplica en el planeta y ahora seríamos el primero en aprobar y autorizar un trigo transgénico. Es una locura absoluta. Como decía Andrés Carrasco (el primer científico que denunció los efectos nocivos de los agrotóxicos en la salud humana) estamos ante un gran experimento a cielo abierto. Argentina es el laboratorio donde las transnacionales terminan experimentando con nuestros territorios”.

Un modelo concentrado

Las semillas genéticamente modificadas comenzaron a tener un marco regulatorio en el país en el año 1991 con la creación de la Comisión Nacional de Biotecnología Agropecuaria (CONABIA), dependiente de la Secretaría de Agricultura, Ganadería Pesca y Alimentación (SAGPyA) del Ministerio de Economía (Res. 124/91). Cinco años más tarde, en 1996, el entonces secretario de Agricultura del gobierno de Carlos Menem, Felipe Solá (el mismo que hoy como canciller anunció orgulloso el proyecto de las megagranjas para abastecer de carne porcina al mercado chino) autorizó de manera exprés y en base a estudios de Monsanto que ni siquiera habían sido traducidos al español, la primera soja RR (por Roundup Ready), tolerante al herbicida glifosato y producida, como era de esperar, por la multinacional, hoy en manos de la alemana Bayer.

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Solá inauguró así un modelo de producción que los sucesivos gobiernos profundizaron. Como ejemplo, basta recordar que durante la presidencia de Mauricio Macri se avalaron 25 desarrollos transgénicos, de los cuales 18 fueron aprobados sólo en los últimos dos años de gestión.

“Desde hace 25 años que los transgénicos no han resuelto los problemas para los que la industria los creó y mucho menos han logrado acabar con el hambre en el mundo. Lo que han hecho es expandir el uso de plaguicidas y aumentar los costos de producción. El paquete asociado a las semillas transgénica es cada vez más grande y caro, lo que determina un incremento en las escalas de producción que lleva a la concentración de las unidades productivas”, explica Javier Souza Casadinho, ingeniero agrónomo, docente de la Facultad de Agronomía y coordinador de la Red de Acción en Plaguicidas de América Latina (Rapal).

Para el especialista la otra gran crítica a la aprobación del trigo transgénico apunta a su incidencia en el cambio climático. “En vez de modificar las pautas, prácticas y estrategias que contaminan los suelos, el agua, produce intoxicaciones en los seres humanos y gases de efecto invernadero, hacen esta semilla tolerante a la sequía y entonces nos adaptamos acríticamente en vez de modificar esas condiciones que recrean el cambio climático y producen la sequía” y concluye: “El gobierno dice que quiere defender la mesa de los argentinos, la soberanía alimentaria, pero con estas medidas claramente no están defendiendo uno de los aspectos fundamentales de la vida que es la calidad de los alimentos que estamos ingiriendo y lo único que promueven es que comamos un producto alterado genéticamente y que puede tener consecuencias en nuestra salud”.