El Padre Willy, 20 años en la Villa 31, hoy en el Barrio Nicol, Virrey del Pino. Llega a la Catedral, como otros miles, a despedir a Francisco.

Una mujer que lo conoce de cuando el sacerdote estaba en Retiro, lo abraza y le mira los zapatos: «Lindo ese barro, eh». Lo afirma como si le colgara una medalla.

Si la Iglesia no conecta, no sigue conectando más y más con el Pueblo, el partido que viene disputando desde hace 21 siglos estará perdido. La tiene difícil. Y ya no cuenta con el Messi de sotana, el que mejor entendió el juego, digno heredero del Maradona de Nazareth.

El polvo de Chiclayo y la tierra de la 1.11.14 son hijos de la madre miseria. Jorge Bergoglio y Robert Prevost están hermanados en ese camino. Ambos pulieron los brillos del seminario en el aprendizaje del dolor compartido. No miraron desde un altar, salvo en misa. El resto fue palabra a palabra, plegaria a plegaria. Y tarea política en el fortalecimiento de la comunidad organizada. Los dos emulando a otro colega en el Evangelio, Helder Cámara, cuando decía: “Si reparto comida me dicen santo, si pregunto por qué tienen hambre me dicen comunista”.

Hay un mundo que requiere fortalecer la agenda de los olvidados. Un mundo que ya no separa a católico de ateos sino a unos pocos pasajeros de primera de unos muchos polizones. A los que pudieron evitar el naufragio y en memoria de los que no, Francisco les habló en Lampedusa sobre «la cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles a los gritos de los demás». Apelando a esa globalización de la indiferencia, el hoy León XIV apuntaba a la cacería contra la inmigración de Donald Trump y Nayib Bukele y hacía suya la cita de otro obispo para preguntarles: «¿No ven el sufrimiento? ¿No les preocupa su conciencia? ¿Cómo pueden callarse?».

No ver. Despreocuparse. Callar. Los pecados capitales de la modernidad no tienen perdón de Dios. Es allí donde la Iglesia debe alzar la voz desde el trono de Pedro, desde cada hombre y mujer que militan la justicia social, esa que se expresa en boca de León XIII pero que es original de aquél “Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber” del alborotador que murió en la cruz, castigo a los sediciosos. La sedición del amor. Esa revolución incómoda, esa daga inoportuna, esa aventura imprescindible. Más hoy, cuando los profetas del odio reescriben sus diez mandamientos y todos dicen los mismo: siempre se puede odiar más y peor.

Hay tanto por hacer. Puertas adentro, expulsando a los demonios de carne y hueso, castigando y condenando con firmeza a los que atentan contra la inocencia y la integridad, separando a los propios que insistan con hacer pasar el camello por el ojo de la aguja. Que los hay, y a montones. Puertas afuera, denunciar la miseria planificada, señalar a los responsables de ese crimen, sostener a las víctimas. Celebrar la buena noticia del pan y los peces, multiplicar el trabajo por los demás. Y ahora que llegó a Netflix de la mano de El Eternauta, repetir como mantra que nadie se salva solo, con copyright, eso sí, al hincha de San Lorenzo más famoso que jamás haya nacido.

Francisco convirtió los altos y dorados muros del Vaticano en un gigante megáfono desde donde amplificar la voz de los que el sistema enmudece. Interpeló a los de arriba cuando se ha puesto de moda culpar de todo a los de abajo. Es misión de León XIV profundizar esa tarea. Cuenta con la herencia de aquel curita de la parroquia de San José de Flores: la necesidad de tener fe. Una fe sin exclusiones ni excluidos, una fe de mano tendida que no pida certificado de bautismo para hacer el bien, una fe que piense primero en quitarle a los más pobres la pesada piedra que cargan más que en buscar certezas sobre la piedra que cubría el sepulcro de Jesús resucitado.

No hay gloria, ni terrenal ni celestial, que se levante sobre la falta de humanidad. Primero lo primero. Primeros los últimos.