Recordemos aquella escena televisiva de Javier Milei golpeando con un palo un Banco Central de cartón, símbolo de su propuesta de demoler el Estado. Ese espectáculo condensaba una respuesta radical y simplificada a los males del país, que interpelaba a sectores defraudados por la falta de protección estatal, castigados por la inflación y deseosos de revancha tras la pandemia. El discurso libertario convirtió esa bronca en utopía: privatización de lo público, exaltación de evasores, venta de órganos y portación de armas como fantasía de emancipación. Esta furia antiestatal se sostiene en tres elementos relacionados; el sentimiento de desprotección frente a un Estado ausente; el debilitamiento estructural por décadas de neoliberalismo; la demagogia que, aprovechando esa debilidad, propone más recortes y menos derechos.
Consecuencias de la demolición
Los resultados ya son visibles. El aumento de la pobreza en los jubilados, disminución histórica de los presupuestos en ciencia y tecnología, la crisis de la salud o la desfinanciación de la educación. La desregulación ya provocó tragedias como las muertes por fentanilo contaminado sin control estatal. Lejos de traer eficiencia, el vaciamiento representa abandono y riesgo para la vida.
El desmantelamiento también golpea el desarrollo: la parálisis de la obra pública y el desfinanciamiento de universidades y centros científicos ponen en jaque la soberanía tecnológica y productiva en sectores estratégicos como energía nuclear, biotecnología y aeronáutica. Mientras tanto, la evasión y el contrabando en puertos y aduanas generan pérdidas de hasta 10.000 millones de dólares anuales, muy superiores a los presupuestos recortados en ciencia, salud o educación.
Un balance necesario
El mito del “Estado sobredimensionado” también se desmorona: en mayo de 2025 la Administración Pública Nacional tenía 295.000 empleados, apenas 1,3 % de la población económicamente activa, muy por debajo de países como Noruega (30 %), Francia (22 %) o Brasil (12 %). Lejos de ser excesivo, el Estado argentino resulta débil frente a las necesidades sociales y económicas.
El desafío no consiste en negar los problemas que arrastra el Estado ni en aferrarse a procedimientos hoy anacrónicos, sino en construir una alternativa capaz de transformar y democratizar sus estructuras en lugar de demolerlas. Enfrentar el ajuste requiere proyectos que jerarquicen el empleo público y fortalezcan la formación y especialización de sus trabajadores; que incorporen lo más avanzado de la tecnología aplicada a la gestión y la planificación basada en evidencia; que articulen con las capacidades científicas y tecnológicas de las universidades y centros de investigación; y que consoliden un nuevo pacto social entre ciudadanía y Estado. Ello implica, además, garantizar mayor transparencia y control sobre sus funcionarios, de modo de recuperar la legitimidad y la eficacia de lo público frente a una sociedad que demanda resultados y confianza.
Conclusión
Es necesario reconocer que la ideología que propone el ajuste, la desregulación y el achicamiento del Estado se ha convertido en sentido común para amplios sectores de la sociedad. El peligro radica en que, frente a los problemas reales de funcionamiento y eficacia estatal, terminemos asumiendo su diagnóstico, es decir, discutiendo o incluso resistiendo algo de ajuste, pero dentro de su propia agenda. Esto implica no negar las falencias del Estado, sino abordarlas desde una perspectiva que apunte a su transformación radical, no a su desmantelamiento.
El neoliberalismo debilitó conscientemente las capacidades del Estado para liberar a las corporaciones de controles, y regulaciones. La alternativa es fortalecerlo con más democracia, gestión y participación popular: un Estado inteligente, transparente y planificador, capaz de regular, redistribuir y garantizar derechos. Por ejemplo, se podría implementar una Oficina Nacional de Planificación Estrategia, que articule universidades, centros de investigación y agencias públicas para diseñar escenarios futuros y reestructurar la administración pública con criterios de evidencia y planificación a largo plazo. Eso habilitaría a reconvertir perfiles laborales, demandar nuevas especialidades (por ejemplo, en gestión digital o transición energética) y vincular al Estado con el sistema científico-tecnológico nacional. Hay mucho por hacer también en lo referido a transparencia y gobierno abierto, o el empleo público como palanca para la transición socio-ecológica, jerarquizando nuevas especialidades y reorganizando áreas estatales para atender desafíos como la crisis climática, en lugar de ver a la dotación de personal como un “gasto” a recortar.
Un Congreso Nacional por la Transformación del Estado, con todos los actores involucrados, puede marcar el inicio de esa construcción: debatir qué Estado se necesita, desmontar el sentido común liberal y proponer uno que defienda la soberanía, impulse el desarrollo y amplíe la participación popular. Desde esta perspectiva, se busca sentar las bases de un nuevo tipo de Estado, en línea con la reflexión del pensador italiano Antonio Gramsci, que combine fortaleza técnica y legitimidad democrática, orientado a transformar de raíz la relación entre sociedad y Estado en beneficio de toda la población.