En los últimos meses, el debate sobre una reforma migratoria ha cobrado fuerza en la agenda pública. El escenario se ha vuelto especialmente sensible tras las declaraciones del presidente Javier Milei y las acciones de varias provincias que comenzaron a cobrar por servicios de salud y educación a migrantes no residentes.
La posibilidad de una reforma a la Ley de Migraciones (N° 25.871) genera tensiones políticas e institucionales. El Gobierno evalúa dos caminos: por un lado, presentar un proyecto de ley ante el Congreso, una vía más lenta y sujeta a modificaciones de una oposición que podría neutralizar su contenido original; por el otro, avanzar mediante un decreto, opción preferida por los sectores más radicalizados y con discursos abiertamente antiinmigrantes que presionan al ejecutivo para actuar con inmediatez.
Sin embargo, la experiencia reciente obliga a la Casa Rosada a ser cautelosa. En 2017, el entonces presidente Mauricio Macri modificó la Ley de Migraciones mediante el controvertido Decreto 70/2017. Aquella reforma, que endurecía los criterios para expulsar extranjeros, tuvo un alto costo político y jurídico: aumentó exponencialmente la litigiosidad, y abrió numerosos juicios contra el Estado por la inconstitucionalidad del decreto. Tras varios reclamos de organizaciones de migrantes, el gobierno de Alberto Fernández terminó derogándolo en 2021 mediante el Decreto 138, argumentando que la norma vulneraba el debido proceso, el derecho a la defensa y la protección internacional de los derechos humanos.
Además, la justicia ya había declarado la inconstitucionalidad del DNU de Macri en el amparo colectivo “Centro de Estudios Legales y Sociales y otros c/ EN-DNM”, señalando su carácter regresivo e incompatible con el marco jurídico argentino e internacional.
Ahora, el gobierno libertario ensaya una nueva estrategia. La intención sería impulsar una reforma a la Ley 25.871 que supere los obstáculos legales del pasado, pero que mantenga el espíritu de restringir el acceso a derechos básicos para personas migrantes y refugiadas. El proyecto en preparación es regresivo, abiertamente contrario a la tradición latinoamericanista del «sueño de la Patria Grande» y busca desmontar aspectos claves del kirchnerismo en materia de inclusión migratoria.
El corazón de la iniciativa estaría en legalizar el arancelamiento del sistema público de salud y educación para migrantes sin residencia permanente, medida que ya comenzaron a aplicar provincias como Salta, Mendoza, Santa Cruz y Jujuy. No obstante, esta reforma chocaría con los principios constitucionales y las leyes vigentes que garantizan el acceso universal e irrestricto a estos servicios, independientemente de la nacionalidad o situación migratoria.
Paradójicamente, el único argumento “constitucional” que podría invocar el gobierno sería el artículo 25 de la Constitución Nacional, que señala: “El Gobierno federal fomentará la inmigración europea”. Una cláusula arcaica que, fuera de contexto, serviría como justificación ideológica para limitar el ingreso de migrantes no europeos.
Actualmente, las personas migrantes provenientes de fuera del Mercosur ya enfrentan mayores trabas administrativas para obtener la residencia legal. A pesar de que existe un viejo reclamo por igualar las condiciones de acceso a la residencia entre ciudadanos del Mercosur y los de otras regiones.
Vale recordar que la actual Ley de Migraciones ya contempla mecanismos de expulsión, rechaza solicitudes de residencia de personas con antecedentes penales (ningun migrante se puede radicar teniendo antecedentes penales), permite expulsar en frontera a «falsos turistas» y penaliza delitos como la trata de personas o el tráfico de influencias. En otras palabras, el marco normativo ya contiene herramientas suficientes, incluso polémicas, para regular el ingreso y permanencia de extranjeros, por lo cual la necesidad de una reforma a la Ley de Migraciones tiene otras motivaciones, no necesariamente causada por una crisis migratoria.
Entonces, ¿por qué modificarla? La respuesta parece más política que legal: apuntar contra la migración permite desviar la atención del estancamiento económico. La narrativa antiinmigrante, de probado rédito electoral en Europa y Estados Unidos, se transforma en una fórmula utilitaria: convertir a los migrantes en culpables de las frustraciones individuales y colectivas de la recesión económica.
Arancelar la salud y la educación no es solo una medida económica; es un gesto ideológico. Es también un capital político que el gobierno busca acumular de cara a las futuras elecciones provinciales y nacionales. Mientras la economía no despega, los casi dos millones de personas migrantes que viven, trabajan y aportan en el país son, una vez más, una variable de ajuste sin costo político.