“Soy alcohólico, soy drogadicto, soy homosexual, soy un genio”. La frase, disparada con esa mezcla de arrogancia y vulnerabilidad que solo Truman Capote podía sostener, no era un alarde: era un diagnóstico médico. Capote no solo habitó el centro del sol de la cultura pop durante buena parte del siglo XX, sino que aprendió a mirar las manchas solares sin parpadear. En presente, cuando la editorial Anagrama reedita su volumen Retratos, recordamos por qué este “pequeño gran hombre” de la literatura sigue siendo un faro del periodismo literario.
Capote no escribía perfiles; realizaba exorcismos. En Retratos, el autor nacido en Nueva Orleans y crecido en Alabama se despliega como un maestro de las formas breves, un cronista brillante que entendió que la verdad de una estrella distante no está en su discurso, sino en sus tics, en su silencio o en la forma en que pide un trago. Con un estilo que oscila entre la ternura más delicada y una perfidia que corta como una navaja, Capote pasea su pluma por un parnaso de figuras que, a esta altura del partido, son puro mito.

El volumen es una montaña rusa. Abraza el legendario paseo neoyorquino Marilyn Monroe, un retrato que logra capturar la fragilidad luminosa y trágica de la actriz entre copas de champán; pero también el viaje a Japón para ver a Marlon Brando durante el rodaje de Sayonara, donde el actor queda expuesto con dosis parejas de sensibilidad y ego. Capote no teme a los claroscuros cuando recuerda a su eterno amigo Tennessee Williams, ni escatima pasión al acercarse a Elizabeth Taylor o a la “leyenda moderna” Jane Bowles.
Sin embargo, el corazón del libro late en la colaboración con otro gigante de la mirada: Richard Avedon. Los retratos fotográficos de Avedon sirven de mecha para que Capote dispare ráfagas de prosa certera. Entonces desfilan un John Huston pícaro y un Chaplin nunca listo para el exilio forzado que parece escapado de sus propias sombras. También una Coco Chanel que es pura armadura coqueta y a un Somerset Maugham que se despide de la vida.

El desfile es inagotable: desde el Louis Armstrong, ese Buda moreno visto con ojos de niño, hasta la fascinante Isak Dinesen, pasando por un Picasso tan desbordante de genio que, según Capote, podría despertar instintos asesinos en quien lo observa. Tampoco faltan los contrastes: el Bogart de las palabras fetiche frente al Duchamp iconoclasta, el reverso exacto de la moneda del arte.
Retratos no es solo un libro de perfiles; es un manual exquisito sobre cómo observar. La prosa de Capote recuerda que el periodismo es, ante todo, una cuestión de mirada. También, el arte de sacar el cuero como una de las bellas artes. A sangre fría.