Uno de los tantos trasfondos de la victoria de Javier Milei fue un triunfo cultural que logró instalar la idea de que el kirchnerismo era la representación de la “solidaridad”, entendida como la posibilidad de que millones de personas puedan sobrevivir sin “aportar nada a la comunidad”, como diría Juan Perón. ¿Es real? Por supuesto que no. Cuando terminó el gobierno de Cristina los “planes de empleo”, lo que hoy es el Potenciar Trabajo, eran cerca de 300 mil, cuando finalizó el gobierno de Mauricio Macri se habían duplicado.
La idea de que hay un grupo numeroso de argentinos que viven sin trabajar y que por eso a los otros no les alcanza el sueldo penetró con especial fuerza en los sectores populares. Lo mismo ocurrió con los empleados públicos. Existe, por supuesto, el trabajador estatal que abusa de las licencias o alguno que directamente no se presenta en el trabajo. En ese pequeño mundo cotidiano, en ese metro cuadrado en el que cada persona vive, fue donde entró la idea del ajuste. El empleado público pensó que se iba sancionar al que abusa. El obrero de la construcción que recaería sobre su vecino que está sentado tomando mate mientras él va a deslomarse armando paredes.
La mayoría del pueblo argentino piensa que el pan hay que ganárselo con el sudor de la frente. Entrar en un debate sobre esta creencia-y en especial sobre a quién le conviene-sería muy extenso para esta modesta columna semanal. El punto es que la derecha terminó sintonizando mejor con esa escala de valores. Fue un fenómeno consecuencia de varios procesos simultáneos. Si se repasan los discursos de Néstor Kirchner y también los de Cristina, la cuestión del trabajo era central, sistemática. El trabajo trae incluido el valor de ganarse el pan con el sudor de la frente. En algún momento ese discurso fue girando hacia la idea de la inclusión como un valor en sí mismo. Aquí no se trata de hacer una desvalorización de esta idea, que es de las más nobles que puede tener el alma humana. Se trata de un análisis político que busca explicar algo que se preguntan muchos analistas fuera de la Argentina: cómo una sociedad votó un presidente que prometió sufrimiento y ahora está cumpliendo.
Al igual que en el poema famoso de Bertolt Brecht, los votantes de Milei creían que venían por los otros- el empleado que falta, el que se queda tomando mate- y ahora que van por todos es demasiado tarde.
Los voceros del régimen, como el periodista Jonatan Viale, repiten que si Milei tiene éxito el cambio cultural será un regreso de la “cultura del trabajo”. Es exactamente al revés. Milei está castigando al sector privado que genera empleo, que es la red de pequeñas y medianas empresas, muchas de ellas industriales, que tiene el país. No hace falta ser economista, con el sentido común y la capacidad de observación se adivina el recorrido y su final. Son empresas que producen para el mercado local, que hoy está empobrecido por el ajuste. A esto se le va a sumar el aumento de los costos de producción por el tarifazo y la competencia desleal por apertura de importaciones a países donde se trabaja por dos platos de arroz. Si se agregan las medidas para desmontar las regulaciones que fomentaban la competencia, como la Ley de Góndolas, el resultado es la demolición del sector privado argentino. Quedarán en pie los 20 multimillonarios locales y extranjeros que le escribieron el plan de gobierno al presidente.
A la destrucción del sector privado se suma la idea de retirar al Estado de los sectores estratégicos, con la venta del Banco Nación, YPF, Aerolíneas, Arsat, entre otras empresas. Ningún país periférico hace algo semejante. En el Chile que tanto admiran los conservadores argentinos, la derecha nunca propuesto vender Codelco, la empresa minera más importante del mundo que es 100% estatal. México tuvo 30 años de gobiernos neoliberales, con matices, entre los que lideraron el PRI y el PAN hasta la llegada de Andrés Manuel López Obrador. Jamás se planteó privatizar por completo la petrolera estatal Pemex. Argentina tiene el extraño privilegio de tener una extrema derecha antinacionalista, a diferencia de Donald Trump en Estados Unidos o Georgia Meloni en Italia, que al mismo tiempo propone un neoliberalismo fundamentalista que no se practica en ninguna parte.
Hay que retomar la batalla cultural por el valor del trabajo y del mérito. No se pude regalar esa bandera a quienes impulsan la destrucción de los sectores que generan empleo y el remate de las empresas estratégicas. Y hay que empezar por una idea base: sin patria, no hay mérito. «