La reforma laboral impulsada por el gobierno de Javier Milei se presenta como un camino hacia la “libertad” y la creación de empleo, pero en los hechos propone una reconfiguración profunda del mundo del trabajo en favor de los sectores empresarios. Bajo el argumento de eliminar supuestas “rigideces”, el proyecto avanza sobre pilares históricos del Derecho Laboral argentino: facilita los despidos, erosiona la estabilidad, reduce indemnizaciones y habilita formas de contratación que retrotraen las relaciones laborales a esquemas propios del siglo XIX, trasladando el riesgo económico desde las empresas hacia los trabajadores.
Lejos de abordar la informalidad estructural o de promover empleo registrado y de calidad, la iniciativa apunta a abaratar el costo del trabajo y a debilitar las herramientas de defensa de quienes dependen de su salario para subsistir. El resultado previsible no es más empleo, sino mayor desigualdad y vulnerabilidad. En actividades atravesadas por fuertes presiones políticas y económicas, como el periodismo, este enfoque resulta particularmente peligroso: un trabajador sin protección legal queda más expuesto a condicionamientos, represalias y mecanismos de silenciamiento indirecto que afectan su independencia profesional.
A pesar de los intentos oficiales por presentar el proyecto como una modernización necesaria, la reforma de Milei no impulsa la innovación ni mejora la productividad. Por el contrario, consolida un modelo regresivo de precarización que debilita la negociación colectiva, anula el rol de los sindicatos, fragmenta a los trabajadores y reduce al trabajo a una mera variable de ajuste, desconociendo su función social y ciudadana.
En ese marco, la inclusión de la derogación del Estatuto del Periodista dentro del proyecto de reforma laboral no es un hecho aislado, sino coherente con un clima político que desde la asunción presidencial se expresa en la deslegitimación sistemática del periodismo. Las descalificaciones, injurias y acusaciones generalizadas contra la prensa no solo buscan desacreditar su rol público, sino que preparan el terreno para avanzar sobre sus condiciones materiales de existencia. Sin estabilidad ni resguardos específicos, la libertad de expresión corre el riesgo de transformarse en una consigna vacía.
Tampoco promoverá empleo genuino y bien remunerado en sectores ya castigados por salarios bajos, multitarea e inestabilidad -como el periodismo- sino fomentará el disciplinamiento. Cuando el miedo a perder el trabajo se instala como norma, la autonomía profesional se reduce y la libertad se vuelve meramente retórica.
Entre los argumentos utilizados para justificar este avance sobre los derechos laborales reaparece el mito de la supuesta “industria del juicio”, una construcción discursiva que busca responsabilizar a los trabajadores de la crisis del empleo y desviar la atención de los incumplimientos empresariales.
En toda democracia, los derechos de los trabajadores constituyen una condición básica de ciudadanía. El trabajo no es solo un medio de subsistencia: es una forma de participación social y de proyección de futuro. La precarización no es neutral; disciplina, fragmenta y limita la participación. Socava la igualdad ante la ley y consolida relaciones de poder asimétricas que vacían de contenido a la democracia formal.
Desde nuestro sector, reafirmamos que la libertad de prensa no existe en el vacío. Se construye a partir de condiciones materiales concretas. Sin salarios dignos, sin estabilidad ni protección profesional, no hay pluralidad de voces ni calidad periodística. No se trata de un reclamo corporativo, sino del resguardo de garantías mínimas para que el derecho a la información siga siendo un derecho. Frente a un proyecto que avanza sobre derechos conquistados, defender el trabajo y la libertad de expresión es una responsabilidad democrática irrenunciable.