“Placebo Domine in regione vivorum”. Es el coro en latín del Salmo 116 de la biblia Vulgata: “Agradaré al señor en la tierra de los vivos”. Antes de su acepción médica, se cantaban placebos en los oficios de difuntos durante la Edad Media. Varios siglos después, lejos de los rituales funerarios, se cantarán placebos rockeros en la noche plácida de un jueves de finales de verano sin truenos ni tormentas. Brilla el Luna Park.
Los Placebo vuelven a estos pagos después de una década de lejanía. En su quinta visita a las pampas, presentan Never Let me Go, su último disco parido en los años de la miserable pandemia. La banda del petiso Brian Molko y el lungo Stefan Olsdal prometen dosis desparejas de rock alternativo, post punk, glam y vaya uno a saber qué sonido alucinógeno más. Sobredosis de placebos para un presente que no tiene cura.
A unas cuadras del Luna Park, los cosacos de la ministra Bullrich gasean a los cineastas frente al Gaumont y los senadores ponen freno de mano al DNU del presidente ultraliberal de raro peinado nuevo. Postales de la Argentina libertaria. “No hay plata” y se nota. El estadio no muestra un lleno ejemplar. “Pesito por pesito estuve ahorrando, es un montón de plata para lo que gano por mes, pero estar hoy acá lo siento como una terapia contra toda la mierda que estamos pasando. Sé que es un ratito de felicidad, en el fondo Placebo me rescata, sí, me cura”, dice una piba dark antes de ser devorada por la boca que lleva al campo.
Hace un ratito prendieron el fuego sobre las tables las chicas de Las Ligas Menores. Ahora es el turno de los Big Special, teloneros hijos putativos de Molko. Los pibes de Birmingham tienen polenta. Un dúo punk-hip hop: bases rítmicas, baterista endemoniado y un poeta salvaje que dispara versos en éxtasis. Pánico y locura. Dejan en llamas al campo. ¿Quién te dice que vimos la semilla de un amor porteño duradero?
El cartel es clarito. La voz metálica del estadio refuerza el pedido: “no pases el recital filmando con tu teléfono”. El que avisa no traiciona. La hinchada respetó el pedido casi a rajatabla desde el minuto cero del show. Sin preámbulos, los Placebo sueltan amarras con “Forever Chemicals”, “Beautiful James” y “Scenes Of The Crime” y te dan una patada en el pecho que te lleva a principios de los agitados años 2000. Casi que soñás con el estallido que se viene. “Tenemos hambre, tenemos miedo”, dice el enano Molko para romper el hielo y se gana el primer alarido de la velada.
Al guitarrista belga y al bajista sueco les cuidan las espaldas, en un discreto segundo plano, Bill Lloyd en otra viola, el multiinstrumentista Nick Gavrilovic, Matt Lunn dándole sin respiro a los platillos y Angela Chan en teclados y violín. Equipo sólido. Una base maciza que sostiene hora y media de show para repasar casi 30 años de carrera.
Concierto parejito, limpio y sin demasiados sobresaltos. Sin héroes de la guitarra, con la tecnología ganando protagonismo, pero con la aguda voz magnética de Molko hechizando. ¿Querés clásicos de clásicos? Placebo no defrauda: “For What It’s Worth”, “Salve to The Wage”, “Infra Red” y la explosión con “The Bitter End”.
El grand finale es a toda orquesta, con una versión distorsionada, larga y muy bella de “Running Up The Hill” de Kate Bush. Correr cuesta arriba en el presente. Cantando placebos.