Dios le indicó cuál era su misión en la Tierra y esa misión era despertar a sus conciudadanos. No fue en este siglo ni en este país ni mucho menos ocurrió a algún ciudadano devenido presidente. Era un hombre que aseguraba que había sido “donado” por el Dios, para cuidar de los demás, orientarlos en la búsqueda de la verdad como un padre o un hermano mayor. Y ese mandato divino no solo estaba signado por el Dios, sino por un espíritu con el que hablaba y le persuadía de determinadas cosas. Entre ellas, su participación en la política, ese fárrago del que nadie sale sin trazas en el cuero.

Sócrates, acaso el filósofo más importante e influyente de Occidente, fue sometido a fines del siglo V (antes de Cristo) a un juicio en Atenas, la polis que tanto amaba y respetaba, que culminó con su condena a muerte tomando la cicuta, historia bastante conocida. En su alegato de defensa, reproducido al detalle en la Apología de Platón, uno de sus más fieles discípulos, Sócrates dio cuenta de estos aspectos centrales de su relación con la sociedad y su atribución a la divinidad. Justo él que había sido enjuiciado por la acusación de no creer “en los dioses de la ciudad”, corromper a los jóvenes y fomentar otras divinidades que las “oficiales”. Sócrates decía que desde que era niño lo visitaba un dáimon, que suele traducirse como “demonio”, aunque no se corresponde con la categorización cristiana, más bien está asociado a la figura de espíritu, incluso con rango de “divinidad”. En realidad era su voz, una voz “divina y demoníaca” que lo disuadía de cometer acciones que estaba a punto de realizar. Ese espíritu divino le aconsejó durante su juventud no meterse en la política. No le dio una orden salvadora a lo Juana de Arco. No le dijo que era el indicado para gobernar a los suyos y que tenía una misión divina en ello. Al contrario. Le dijo que ni lo intentara. ¿Sócrates eludió con eso la política? De ninguna manera. No haber participado de cargos públicos, más que un breve período como consejero en la tribu de Antioquidas, no lo enajenó de la práctica política en su más pura expresión: el debate y la confrontación de ideas a cielo abierto acerca de la cosa pública. Se declaraba un defensor irrestricto de las leyes del pueblo, aun cuando eso le implicara arriesgarse a desobedecer una orden tiránica que las contrariara. Respetaba tanto a su ciudad y a su democracia que la defendió no solo en la palabra. No se escabulló cuando más de una vez tuvo que blandir una espada por su soberanía.

Si Sócrates decía escuchar esas voces fantasmales porque: 1) sufría un delirio esquizofrénico; 2) los espíritus consejeros existen (o existían entonces); o 3) era un argumento que le permitía fijar una posición indeclinable apelando a las creencias populares que regían en su época; no lo sabemos, aunque hay mucha teoría sobre esto. La tendencia a la racionalización nos lleva a inclinarnos por lo tercero. En cualquier caso, se trata de un mandato que es la antítesis de lo mesiánico. No hay una orden sagrada para salvar la especie, el pueblo elegido, o la gente de bien. Es un mandato que es un no mandato. Es la más clara expresión de la simpleza y honestidad intelectual de un Sócrates que se decía poseedor de una “sabiduría humana” que consistía en reconocer su total ignorancia en los temas trascendentes de la sociedad (el manoseado “solo sé que no sé nada”) a diferencia de lo que creían artesanos, poetas y políticos de la Atenas de entonces, y que se replican en quienes hoy persisten en declamar verdades indelebles en ágoras materiales y virtuales.

Justamente era ese el único mandato divino que reconocía el filósofo. Cuando, según contaba, el oráculo de Delfos le mandó el mensaje de que nadie era más sabio que él, no interpretó que era efectivamente el más sabio entre los atenienses, sino que debía partir desde la ignorancia hacia un camino de búsqueda de la sabiduría, que implicaba andar por la ciudad estimulando a pensar, a repensar y examinar sus propias convicciones, tanto a los demás como en sí mismo. Podría decirse que eso le costó la vida. Lo condenaron a muerte con argumentos falsos que pudo refutar en el juicio, pero no revertir. Acaso un prototipo de lawfare. Pero, 2500 años después de aquel proceso, ¿quién recuerda el nombre de sus acusadores? «