Cary-Hiroyuki Tagawa, uno de esos actores cuya sola presencia podía inclinar el tono de una escena, murió en Santa Bárbara a los 75 años por complicaciones derivadas de un derrame cerebral. La noticia reactiva la memoria de sus papeles más famosos y la de un intérprete que supo ocupar un lugar singular en el cine estadounidense: un espacio que rara vez se le ofrecía a los actores asiáticos en Hollywood y que él consiguió a fuerza de técnica, magnetismo y una gestualidad precisa.

Nacido en Tokio en 1950, hijo de una actriz japonesa y de un funcionario estadounidense nacido en Hawái, Tagawa creció entre bases militares y ciudades cambiantes. Aquella infancia itinerante moldeó un acento híbrido y una sensibilidad que más tarde lo volverían un intérprete versátil, capaz de moverse entre producciones estadounidenses, cine de autor europeo y proyectos televisivos con idéntica solvencia. Recién instalado en Los Ángeles comenzó a dar clases de artes marciales, disciplina que nunca abandonaría y que se integró de manera orgánica a su trabajo actoral.

Su irrupción en el cine fue casi milagrosa: El último emperador, de Bernardo Bertolucci, una superproducción histórica que terminaría arrasando en los Oscar. Tagawa recordaba esa experiencia como un salto al vacío: un joven actor de apoyo ingresando sin red a una maquinaria cinematográfica gigantesca y a las órdenes de uno de los directores más prestigiosos del mundo. Ese ingreso, lejos de encasillarlo, amplió sus horizontes. Desde entonces participó en películas tan distintas como Licence to Kill de la saga Bond, Rising Sun, Pearl Harbor, Planeta de los simios y Memorias de una geisha. En todas ellas logró imprimir algo propio: una presencia serena, contenida, que hacía más inquietante cualquier estallido emocional posterior.

Murió el actor japonés Cary-Hiroyuki Tagawa, un villano memorable y un puente entre oriente y Hollywood

Su legado masivo, sin embargo, quedó ligado a Shang Tsung, el villano de Mortal Kombat. Aquella interpretación, marcada por una mezcla de teatralidad, amenaza y humor, se volvió un ícono pop y definió lo que el público mundial entiende por “el antagonista perfecto” en el cruce entre videojuegos y cine. Tagawa vivió esa identificación con entusiasmo. Volvió al personaje en series, adaptaciones posteriores y videojuegos recientes, aprovechando ese rol para reformular lo que podía hacer desde el cuerpo, la voz y la tradición marcial.

Murió el actor japonés Cary-Hiroyuki Tagawa, un villano memorable y un puente entre oriente y Hollywood

Tagawa en Mortal Kombat

La importancia cultural de Tagawa va más allá de la villanía carismática. A diferencia de otros actores asiáticos que en los noventa se vieron obligados a reproducir estereotipos, él trabajó para complejizarlos. Con el tiempo desarrolló su propio método de entrenamiento físico y espiritual, al que llamó Chu Shin, que integraba técnicas marciales, respiración y actuación. Su relación con el cine era, en ese sentido, una extensión de esa búsqueda interior: un modo de entender el cuerpo como instrumento expresivo, incluso en papeles de pocos minutos.

En los últimos años había encontrado una segunda juventud profesional gracias a la popularidad retro del universo Mortal Kombat y a su participación en El hombre en el castillo, la serie basada en la novela de Philip K. Dick. Allí interpretó a un funcionario japonés en un Estados Unidos alternativo gobernado por el Eje. Su actuación fue una de las más celebradas de la serie, en parte porque esquivaba el trazo grueso y mostraba a un hombre atrapado en la maquinaria del poder, con una fragilidad que pocas veces había podido explorar en pantalla.

La muerte de Tagawa cierra la historia de un actor que atravesó las tensiones de Hollywood desde un lugar complejo: heredero de dos culturas, vocero involuntario de una representación asiático-estadounidense que recién en estos años comienza a ampliarse, artesano silencioso de roles que muchas veces hubieran quedado reducidos a caricatura si no fuera por su precisión. Queda su trabajo, que funciona como un archivo de lo que un actor puede hacer incluso cuando las reglas del juego parecen fijas. Y queda, sobre todo, la certeza de que su figura fue más grande que cualquiera de los villanos que interpretó.