La reforma laboral que impulsa el gobierno nacional vuelve a poner en el centro un viejo debate argentino: si recortar derechos laborales genera más empleo o, por el contrario, profundiza la precarización. La experiencia histórica y los datos disponibles indican que el camino elegido no sólo es injusto, sino también ineficaz.

Desde el último cuarto del siglo XX se observa que la economía capitalista es insuficiente para incorporar a toda la mano de obra disponible en relaciones salariales formales. En la Argentina, en los últimos 51 años (1970–2021), los puestos de trabajo registrados en la industria manufacturera crecieron apenas 17%, pasando de 1,01 millones a 1,18 millones, mientras que la población económicamente activa aumentó un 138%. La consecuencia es conocida: crecimiento del trabajo por cuenta propia y del empleo no registrado, muy por encima de la expansión del empleo asalariado formal.

Trabajo y comunidad
Foto: Prensa UTEP

Lejos de enfrentar esta realidad estructural, la reforma laboral propuesta avanza en sentido contrario. Apunta a reducir derechos de quienes hoy conservan empleo formal pleno: indemnizaciones por despido más bajas y en cuotas, excluyendo aguinaldo, bonos y adicionales, e incluso financiadas con aportes del sistema previsional. En términos concretos, implica trabajar más y cobrar menos.

El argumento oficial sostiene que esta quita de derechos permitiría reducir la informalidad laboral y beneficiar a quienes hoy están fuera del empleo registrado. Se trata de una promesa inédita: que menos derechos para algunos generen más derechos para otros. La evidencia muestra lo contrario. Una pérdida de derechos para los trabajadores formales repercute negativamente en el conjunto de la clase trabajadora, incluida la economía popular, cuyos ingresos dependen en gran medida del consumo y la demanda de los sectores formales. Cuando se ajusta arriba, el impacto se siente abajo.

Trabajo y comunidad
Foto: Prensa UTEP

La experiencia internacional confirma esta dinámica. Diversos países ensayaron recortes en la protección laboral con la promesa de reactivar el empleo. No ocurrió. La Organización Internacional del Trabajo ha sido clara: quitar protección no genera más puestos de trabajo, sino trabajadores más desprotegidos.

Por esta razón, la unidad de la clase trabajadora resulta central. Como decía nuestro amigo el papa Francisco, “nadie se salva solo”. Pero esta unidad no debe ser únicamente defensiva: tiene que convertirse en la base de un proyecto nacional que vuelva a poner en el centro la producción y el trabajo.

En este marco, la economía popular ocupa un lugar clave y no puede ser tratada como un fenómeno marginal. Se estima que más de nueve millones de trabajadores y trabajadoras se inventan su propio trabajo para sobrevivir, en actividades que crecieron allí donde no llega el capital ni el Estado.

Dentro de este universo conviven realidades diversas. Por un lado, tareas comunitarias, de cuidado, sociales, ambientales y de infraestructura barrial, donde el proceso de valorización social ,y por lo tanto los ingresos, no depende del mercado, sino del tejido comunitario y del reconocimiento estatal. Allí se inscriben comedores y merenderos, tareas de cuidado, promotoras y promotores de salud y contra la violencia de género, trabajo socioeducativo, deportivo y cultural comunitario.

Por otro lado, se desarrollan actividades de producción y venta de bienes y servicios a baja escala, en mercados poco estructurados y de alcance local: oficios y servicios personales, comercio popular, producción de alimentos manufacturados, textil, reciclado, construcción barrial, agricultura familiar y transporte urbano de pequeña escala.

Pese a su magnitud, la economía popular aún no es reconocida social ni institucionalmente como un modo de producción. Esta falta de reconocimiento limita su desarrollo: dificulta el acceso al crédito, a herramientas, a tierras, a conocimientos técnicos y, en definitiva, a mejores ingresos y derechos laborales. Sin embargo, su peso es innegable. En al menos diez provincias, las personas inscriptas en el Registro Nacional de Trabajadores de la Economía Popular superan a los asalariados registrados del sector privado, y en varias jurisdicciones incluso superan al empleo público formal.

Frente a esta realidad, resulta imprescindible avanzar en un Estatuto Laboral para la Economía Popular que reconozca derechos y construya una nueva institucionalidad acorde a las transformaciones del mundo del trabajo. El primer paso debe ser la reactivación del Registro Nacional de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular en la órbita de la Secretaría de Trabajo. Registrar es reconocer. Así se hizo a comienzos del siglo XX, cuando Bialet Massé visibilizó la llamada “cuestión social” en un modelo que excluía a las mayorías populares. Hoy, en pleno siglo XXI, enfrentamos una nueva cuestión social: la de los trabajadores y trabajadoras de la economía popular.

Este estatuto debe incluir también el Salario Social Complementario, equivalente al 50% del Salario Mínimo Vital y Móvil, ajustado a las realidades productivas del sector, y políticas activas de fortalecimiento de las unidades productivas: acceso al crédito, facilidades de comercialización y provisión de herramientas. El objetivo final debe ser avanzar hacia convenios colectivos por rama de actividad.

Mientras se habla de reforma laboral en nombre de una supuesta libertad, se demoniza la justicia social y se promete combatir la informalidad recortando derechos. Desde los movimientos populares estamos convencidos de que la salida es otra: más organización popular, más justicia social, más trabajo y más comunidad.

Trabajo y comunidad
Foto: Prensa UTEP