Con aplausos de Donald Trump y la mayoría republicana, el Congreso de Utah, en Estados Unidos, aprobó una legislación que prohíbe el uso de casi 500 palabras y conceptos de la lengua sajona. Ahora que el presidente apura hasta el ridículo una egolátrica campaña de exaltación del yo, la Casa Blanca puso a su gente a trabajar para que el ejemplo del estado federado del oeste sea replicado en las restantes 49 entidades que componen la Unión.
La legislación es del año pasado, pero revivió en estos días, después de que la Universidad de Weber le entregara un cuadernillo con los vocablos malignos a la académica Darcie Little Badger –novelista, cuentista, filóloga–, que además de abandonar el aula magna de la casa hizo la denuncia pública que PEN América amplificó hasta desatar el escándalo.
PEN América –un foro académico con raíces en el conservadurismo– compiló primero unas 350 palabras “inaceptables” para el gobierno, que van desde “aborto” hasta “mujeres”, incluyendo “discapacidad”, “persona mayor”, “americano nativo” y, como era imaginable, Golfo de México, el histórico encierro geográfico de los piratas del Caribe al que desde apenas asumido, el 20 de enero, Trump ordenó incluir en las cartas geográficas bajo el rótulo de Golfo de América.
La lista completa, enriquecida ahora por unos 200 términos más, puede verse en https://pen.org/banned-words-list/. The New York Times, Político, Reuters, The Washington Post y decenas de otros medios de menor entidad engordan día tras día el patético índex de la Casa Blanca.

Los denunciantes explicaron que es imposible mantener la lista al día, puesto que también refleja las directrices de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, los ministerios de Agricultura, Energía y Guerra (ex Defensa), la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias, la Administración de Alimentos y Medicamentos, la NASA, el Instituto del Cáncer, la Agencia de Seguridad Nacional, la Fundación de Ciencias y la propia Casa Blanca.
“Algunas de estas medidas resultan trágicamente cómicas –señala la entidad– como la eliminación de una base de datos del Pentágono de fotos del B-29 Enola Gay, el avión que descargó la bomba nuclear que puso fin a la II Guerra Mundial. Y como el borrado del reconocimiento al servicio de las personas LGBTQ+, marines durante las guerras de agresión norteamericanas. El Ministerio de Justicia hizo lo suyo. Eliminó de su página web el informe sobre mujeres de pueblos originarios desaparecidas o asesinadas.
La Casa Blanca asegura que desde allí no se generó ningún listado de palabras o conceptos a prohibir, que se dejó las manos libres para que los ministerios y agencias federales hagan su interpretación para cumplir con las órdenes ejecutivas que sólo reconocen los sexos masculino y femenino o eliminan los programas de diversidad, equidad e inclusión. Sin embargo, los departamentos agregaron términos que nada tienen que ver con esas órdenes. Agencias como el Servicio de Investigación Agrícola, dice PEN América, que trabaja para hallar soluciones a los desafíos que enfrenta el sector agrícola, deben funcionar sin hablar de contaminación (de agua, aire, suelo, aguas subterráneas) y de las sustancias químicas artificiales usadas para hacer productos resistentes al agua, la grasa o el calor, como teflón, ropa impermeable y envases de comida rápida, reconocidos como nocivos para la salud.
Los lingüistas como Little Badger exclaman, casi al unísono, que “nos estamos quedando sin palabras”.
El inglés, de por sí, es un idioma que se maneja con pocos vocablos. Por más que personalidades indiscutibles, como Jorge Luis Borges, se deshicieran en elogios a la lengua sajona, lo cierto es que con muy poco cualquiera puede “arreglárselas”. Para una conversación cotidiana basta con conocer el significado de entre 800 y 1000 palabras. Si se le recortan las 500 despreciadas por la Casa Blanca, eso quiere decir que se está rebanando la mitad del idioma. Pero claro, eso es como para manejarse al estilo Tarzán. Agregan los lingüistas que con un archivo mental de entre 8000 y 10000 palabras se pueden mantener conversaciones cómodas. De todas maneras, las 500 palabras censuradas le retacean a la lengua el 10% de sus posibilidades.

Mientras en la gran potencia la mutilación del idioma es la consigna, los hablantes del castellano tienen un cuerpo rector, la RAE, que se maneja con una más amplia concepción del idioma. Justo en estos días, recogió un paquete de 330 palabras necesarias –como “falopa”, “streaming”, “hashtag” y “turismofobia”– que agregó a su diccionario. En contrapartida, el mismo día, Trump tomó el prestigioso Centro Cultural Kennedy (CCK, vaya casualidad), se auto nominó presidente, le cambió el nombre (desde el jueves se llama The Donald J. Trump and The John F. Kennedy Memorial Center for the Performing Arts) y otorgó los primeros galardones: a Sylvester Stallone y los roqueros de Kiss, “los más grandes de su generación, unos artistas jamás vistos antes”.
Mientras daba el portazo y entre palabras inaudibles pero imaginables abandonaba el aula, Little Badger les recordó a las autoridades de la Universidad –como si eso cambiara las cosas– que las prohibiciones no rigen para los ponentes externos, y les preguntó cómo se supone que teniendo prohibido el uso de ciertas palabras e ideas –opresión, privilegio racial, sesgo– puede hablarse de la realidad. “¿Cómo podemos tener diálogos inteligentes si no podemos usar las palabras, la unidad de significado más básica?” se preguntaron desde Sy Syms, una fundación privada defensora de la educación pública. “Vivimos donde el gobierno decidió que una amplia gama de palabras, e incluso propuestas de investigación científica, fueron eliminadas”. Sabemos, dijo la entidad, que los científicos se autocensuran con la esperanza de mejorar sus posibilidades de acceder a subvenciones gubernamentales.

No tienen límite: vetan la tipografía Calibri ¡por woke!
Donald Trump está decidido a que, de cualquier manera, su reinado sea recordado como la última escala de una república federal constitucional en la que un presidente, justamente él, pondrá el sello de clausura a dos siglos y medio de historia que comenzaron con el fin de la Revolución de las Trece Colonias, marcaron la independencia y, con ella, la creación de la nación conocida como Estados Unidos de América. Destruyendo la cultura, cazando y deportando inmigrantes, asesinando a pescadores del Caribe, declarándoles la guerra a los pueblos del mundo o construyendo un estrambótico salón de baile en el corazón de la Casa Blanca, Trump va escribiendo su mísera biografía.
Ahora, también prohíbe las palabras, graves, agudas o esdrújulas, las que sean. Pronto, por qué no, será al turno de los números.
Dicen que antes de llegar a esa instancia, porque no es tan sencillo borrar las convenciones que durante milenios enriquecieron las matemáticas, o echar abajo teoremas y enunciados que a Tales, Euclides y Pitágoras les achicharraron las pestañas, Trump dio instrucciones a los ministerios y agencias, indicándoles que deben ponerle su marca a cada una de las acciones de gobierno. El primero en dar el presente fue Marco Rubio, el hijo de “gusanos” cubanos residentes en Miami que oficia como secretario de Estado, es decir, canciller, jefe de la diplomacia de la gran potencia, el que dicta las instrucciones, el cuándo y el dónde apretar la tecla de la muerte. El 9 de diciembre dictó la última, trascendente orden, y dijo: “En todas sus comunicaciones oficiales los diplomáticos deben abandonar el uso de la tipografía Calibri y regresar a la fuente Times New Roman”.
El regreso a la fuente “marca la última batalla en la guerra de la administración contra la ‘concienciación’ (la conciencia ciudadana) y de esa manera abolir otro programa derrochador de la DEIA, volviendo a la Times New Roman como la tipografía estándar”, informó el hijo de los cubanos en un cable enviado a los diplomáticos el miércoles 10 y transcripto por la agencia Reuters sin que nadie hasta ahora la haya desmentido. En el lenguaje oficial la sigla DEIA debe leerse como Diversidad, Equidad, Inclusión y Accesibilidad (Diversity, Equity, Inclusion and Accessibility), el compendio de “una serie de políticas diseñadas para crear entornos justos y equitativos” pero que ahora, bajo la administración Trump, son objeto de debate político.
En 2023 Antony Blinken, entonces canciller del presidente Joe Biden, ordenó, en un gesto loable, utilizar la Calibri. Dijo que las personas con discapacidad visual podrían leer los textos oficiales con facilidad ya que “esta tipografía carece de adornos decorativos”. Los estudios lo confirmaron. El cuerpo diplomático había usado Times entre 2004 y 2023. Antes, la tipografía obligatoria era Courier New, “la esencia de la modernidad de principios de los años ’60”.
El estándar de formato que Rubio puso en práctica se alinea con la orden de Trump “Una voz para las relaciones exteriores”, lo que subraya la responsabilidad del canciller de presentar una voz unificada y profesional en todas las comunicaciones”, dijo un vocero. “Se busca –agregó– erradicar las políticas woke y DEIA del gobierno federal”.