Los que se tomaban a la chacota los gestos ampulosos de Donald John Trump durante su turbulento primer mandato comprueban en su segunda etapa en la Casa Blanca que el hombre realmente quiere ser recordado como emperador Donald I y, si la vida le alcanza, pone todo su empeño para lograrlo. Cierto que el planeta no era un lecho de rosas cuando llegó a la presidencia, pero habrá de reconocerse que lo que no estaba descompuesto lo hizo trizas y en los 342 días que lleva en el Salón Oval dio vuelta la taba de manera decisiva. Aunque, claro, en el recuento final, habrá que ver cuánto de lo que hizo se debe a su impulso y cuánto a que se montó sobre una ola que no siempre manejó a su voluntad. Pero con eso también se construye una época.
Para comenzar, entonces, digamos que el 20 de enero de este 2025 a punto de concluir, DJT había avisado sobre qué ejes pensaba realizar la 47ª Presidencia de EE UU. En su discurso inaugural dijo, pomposamente, que “el declive de Estados Unidos ha terminado”, que ese sería el “Día de la Liberación” (sic) y después hizo un prolijo enunciado de los ejes sobre los que giraría para reconstruir la “nación manufacturera” que se fue diluyendo con la globalización. Un punto clave sería el gobierno de William McKinley (1897-1901), “que hizo a nuestro país muy rico a través de los aranceles y a través del talento». Y explicó: «Era un hombre de negocios y le dio a Teddy Roosevelt el dinero para muchas de las grandes cosas que hizo, incluyendo el canal de Panamá, que ha sido tontamente entregado luego”.
Nadie debería haberse sorprendido entonces de que el tema de los aranceles como arma de guerra hubiera teñido la primera parte de su gestión. Una guerra en la que finalmente no obtuvo los resultados que esperaba, aunque en el entretanto logró doblegar a una Europa que sumisamente aceptó un 15% de tasa arancelaria del que se supone que es su aliado de hierro. Con China, el enemigo fundamental, no tuvo el mismo éxito y tampoco con Brasil, a pesar de las bravuconadas contra Lula da Silva por la detención de su aliado, el ultraderechista Jair Bolsonaro. Cierto que se trata de negociaciones en las que a veces se debe ceder. Pero hay que ver cómo Donald I siempre se muestra triunfador, contra toda evidencia.
Otro ítem que, con sonrisa canchera, prometió ni bien jurara el cargo, es poner fin a la guerra en Ucrania, “una guerra que ni siquiera hubiera comenzado si yo hubiera sido presidente”, decía. Todavía en ese terreno no hubo fumata blanca, pero si fue ostensible el acercamiento con Vladimir Putin que culminó en una cumbre en la base militar de Anchorage, Alaska, el 15 de agosto. Fuera de las palabras de ocasión formuladas al finalizar el encuentro, no cuesta mucho sostener que allí se esbozó una suerte de Yalta 2.0 al que le faltó China, pero del que Europa decididamente se quedó con la ñata contra el vidrio y mascullando bronca.

Meses antes, Israel venía acentuando una ofensiva contra Líbano, Palestina e Irán -Hezbollah y Hamás en los términos planteados por el gobierno de Benjamin Netanyahu- pero sobre todo desarrollando un genocidio en Gaza que no había manera de ocultar. La situación estuvo por salirse de cauce cuando a mediados de junio hubo un fuerte intercambio de misiles que alarmaron en territorio israelí y EE UU lanzó una operación contra las plantas nucleares del país persa en Fordow, Natanz e Isfahan. Ese fue un quiebre para los acólitos de Donald I, que habían militado el MAGA (Hacer a EE UU Grande Otra Vez, en inglés), eran tan derechosos como él, pero entendieron que su nación se había entregado a la voluntad de Netanyahu. Fueron acusados de antisemitas, por supuesto, pero esa ruptura dará para mucha tela todavía. ¿Por qué Trump habría cambiado su estrategia para la región? Lo sugirió quien todavía era su “ministro de la motosierra”, el magnate Elon Musk: los archivos del empresario sexual Jeffrey Epstein, que son como una espada de Damocles sobre el presidente y sobre gran parte de las elites de occidente. Otra historia que por estos días está en desarrollo.
En septiembre, hubo otro dato para expresar la época. El inquilino de la Casa Blanca anunció el cambio de nombre para la Secretaría de Defensa. Pasaría a llamarse, Secretaria de Guerra, como lo había sido desde la fundación de Estados Unidos y hasta 1947. El funcionario a cargo de esa cartera, Pete Hegseth, les puso estándares más bien espartanos a 800 generales en una arenga en la base de Quantico, Virginia. Les dijo, suelto de cuerpo, que “quien quiere la paz debe prepararse para la guerra”, una frase del escritor latino Flavio Vegecio Renato.

En este cierre del año, Donald I vuelve al plan que había presentado ese 20 de enero y sobre la que ahora viene a cuento extenderse. Habló entonces de recuperar el canal de Panamá, tema sobre el que avanzó con la ayuda del fondo Black Rock, que compró los puertos de Balboa y Cristóbal a la empresa china que los manejaba. Dijo también que se tomaría Groenlandia -un territorio en manos de Dinamarca que encierra la llave geopolítica para el acceso al Ártico y cierra la plataforma del continente americano o hemisferio occidental, como lo llaman allá en el norte. Ahora designó al gobernador de Luisiana, Jeff Landry, como enviado para negociar la compra, como en 1806 se había hecho con esa región al mismísimo Napoleón. O sino la apropiación, qué tanto.
Eso es lo que está haciendo en el Caribe con petroleros que salen de Venezuela, en una ofensiva para “recuperar el petróleo venezolano, que es nuestro”, según amenaza. Operación propia de los antiguos piratas -así se construyó el imperio inglés- que desafía también a Colombia y Brasil y cualquiera que ose desafiar al nuevo amo de esta parte del mundo. Que, por otro lado, fue ganando fichas en este tablero de ajedrez mediante provocaciones, pero también en las elecciones de Ecuador, Bolivia, Argentina, Chile y Honduras.
El 5 de diciembre Trump presentó la Estrategia de Seguridad Nacional-2025 en la que establece el Corolario Trump a la Doctrina Monroe. En 1904, el sucesor de McKinley -que, a todo esto, fue asesinado antes de terminar su mandato- había instaurado el Corolario Roosevelt, que contemplaba la política del Gran Garrote para dominar en la región y surgió, vaya “casualidad”, tras el bloqueo a Venezuela por potencias europeas que pretendían cobrarse la deuda por las malas.
Una más: el libro de Flavio Vegecio Renato, Epitoma rei militari (Compendio de los asuntos militares), fue escrito hacia el año 390, 86 años antes de que el germano Odoacro depuso a Rómulo Augústulo, el último emperador romano. «

Ese viejo y olvidado Estado Profundo
Desde su primera escala en la Casa Blanca, Donald Trump chocó con lo que llamó el Estado Profundo. Esto es, esas organizaciones burocráticas -incluye a los servicios de vigilancia y espionaje, el FBI, la DEA y el Pentágono- que según esa óptica, son los que diseñan realmente la política estadounidense. ¿Cómo lo hacen? En el mejor de los casos, aconsejando (guiando, presionando) al presidente de turno sobre pasos a seguir. En el peor, desde la amenaza, la extorsión o eventualmente el asesinato, todo sirve para lograr los mismos objetivos.
Como DJT resultaba tan disruptivo contra la globalización, tuvo una pelea cuerpo a cuerpo con lo que en inglés se le dice Deep State. Ejemplos de aquellos años: la acusación de injerencia rusa en las elecciones que lo llevaron a ganar la elección de 2016, que obligó a la renuncia de Asesor de Seguridad Nacional, el general Michael Flynn, a pocos días de haber asumido.
Para esta segunda administración, Trump se codeó con algunos que entendían de qué venía la cosa en esos asuntos, como el secretario de Salud, Robert Kennedy Junior, quien de denunciar que su padre y su tío, el presidente John Fitzgerald habían sido víctimas de una confabulación organizada desde esos oscuros rincones del aparato estatal. La mujer que designó al frente de la Dirección de Inteligencia Nacional, la oficina que regentea 16 agencias de espionaje, Tulsi Gabbard, también es una crítica del funcionamiento del esas entidades.
La designación de Marco Rubio al cargo de secretario de Estado era una señal nítida de que Trump tiene prioridades, y reforzar el control de Latinoamérica es de orden anterior a pelear contra el Estado Profundo. Porque el republicano de origen cubano tiene vinculaciones ancestrales con esas verdaderas cloacas del sistema político. Pero quizás esa sea su ventaja, ya que conoce de adentro esos entresijos, como recordó hace poco el presidente colombiano, Gustavo Petro, al afirmar que si querían buscar narcotraficantes debieran empezar en Miami, no lejos de la mansión de Mar-a-Lago, donde colombianos exiliados y hasta algunos familiares de Rubio aparecerían vinculados a ese negocio del que se acusa al gobierno de Nicolás Maduro.