Como aquellas músicas sumamentes elaboradas, aquellas novelas con referencias históricas tácitamente entendidas, aquellos libros complejos a los que para apreciar hace falta haber pasado por numerosos niveles de estudio, Nicole Garcia hace un film de compleja estética y dramatismo para contar la historia de “una sofisticada mujer, que tras contraer matrimonio con un hombre después de la II Guerra Mundial, se enamora de un enfermo a quien conoce en un centro de recuperación al que acude para tratar su mal en los riñones” (según reza la gacetilla).

 

Y sin embargo no es una película elitista. Sí una que tiene múltiples lecturas, a la que se puede llegar de diversas maneras; que cuantas más, mejor.

La mirada femenina (y por eso en cierto punto feminista) de Garcia prima durante todo el relato. Su voz cantante es el punto de vida de Gabrielle (Marion Cotillard). Ella es el punto discordante en su familia: le gustan los libros, es lectora empedernida, se enamora de un hombre casado. Sus incorrecciones son varias más. Al punto que su madre no ve para ella otra salida que un matrimonio arreglado.

Y le propone al capataz de su finca casarse con su hija (al que ya vio mirar con el deseo del que mira lo imposible); a cambio ella financiará un emprendimiento suyo en la costa de Francia. Él acepta: cree que el amor vencerá; cree más bien, como todos los hombres de su época, que ante una sociedad que considera a la mujer como súbdita del varón, a ella no le quedará más camino que quererlo (“con el tiempo lo vas a querer”, era una de las expresiones familiares favoritas en el mundo de los años 50).

Pero ella se niega. No tiene sexo ni la noche de bodas ni por muchas más. Tampoco “cumple” con otras tareas más que se consideran obligaciones femeninas. Él la espera y no desespera: quiere un hijo. Hasta que llega el momento su internación en una clínica en los Alpes suizo para que ella pueda curarse definitivamente de sus problemas en los riñones.

Allí conoce un hombre, excombatiente de la Segunda Guerra, ya adicto a la morfina producto de su consumo durante la contienda para soportar los dolores de sus heridas. Ella ve en él todas las virtudes de las que carece su marido. Especialmente las burguesas: el trato amable a las mujeres, las buenas charlas y lecturas; el mundanismo que la condición campesina de su esposo no le puede dar.

El film entra en su zona más inextricable (que no es inexplicable). La especulación sobre por qué después del regreso a casa Gabrielle cambiará totalmente de actitud crece al ritmo de la pena del espectador por ver que Gabrielle ya no es la rebelde que a esa altura aprendió a querer.

En ese ritmo de danza que propone Garcia, encuentra el tono apropiado para transmitir la complejidad de un tiempo que visto desde hoy resulta en muchos aspectos incomprensible. Pero no tanto por eso de que las mujeres no podían elegir con quién compartir su vida (que sin duda era importante). Si no por el sofisticado mecanismo que las sometía a tal opción, al punto incluso de generar en ellas creencias y actitudes que antes que favorecerlas, las perjudicaba más. En otros términos: ese mecanismo llegaba a ponerlas tan a la defensiva que no les permitía distinguir quién se acercaba para aprovecharse de su condición de quien lo hacía con mejores intenciones: aun cuando esas intenciones estuvieran lejos de acercarla a su deseo, y también estuvieran lejos de comprenderlo, eran mejores que las que las sometían abiertamente y podían hacerlas abrigar alguna esperanza.

El sabor final es agridulce. De esos que se pueden conservar un buen tiempo. Y recordar casi de inmediato al ver episodios similares.

Un momento de amor (Mal de Pierres. Francia-Bélgica-Canadá, 2016). Dirección: Nicole Garcia. Con: Marion Cotillard, Louis Garrel, Alex Brendemühl, Brigitte Roüan y Victoire Du Bois. Guión: Jacques Fieschi y Nicole Garcia, basado en la novela de Milena Agus. 120 minutos. Apta para mayores de 16 años.