El tornado que sacudió la provincia de Buenos Aires y la Capital Federal la semana pasada apareció de modo repentino. Así aparecen los tornados. No se los puede predecir. Algo en el ambiente quizás haga imaginar que se avecina una gran tormenta, pero nada más. El fenómeno natural levantó los techos de las casas, derribó árboles a su paso, avanzó haciendo temblar los vidrios de las ventanas, trajo muerte y destrucción.
Al presidente Javier Milei le gusta terminar sus discursos diciendo que las batallas se ganan por «las fuerzas que vienen del cielo». En esa lógica mística, peligrosa en un gobernante, el tornado puede ser visto como un presagio de lo que sería el puntapié inicial del gobierno de Milei: un decreto de necesidad y urgencia que sólo puede ser impulsado por un dictador.
En ningún país democrático mínimamente civilizado se puede legislar como pretende hacerlo Milei. La democracia no es un juego de todo o nada, como planteó Patricia Bullrich en su campaña. La división de poderes y el pluralismo del parlamento ponen límites a la acción del Ejecutivo, al menos si se respeta el rol del Congreso.
Milei está actuando como si hubiera ganado por el 60% de los votos en primera vuelta y no es así. Un ejemplo de la aparición de una hegemonía política que permite dar vuelta un país como una media, aceptando el juego de las mayorías parlamentarias, es el derechista Nayib Bukele en El Salvador. En el 2019 hizo una gran elección. Sacó el 53% en primera vuelta y derrotó a las dos fuerzas «tradicionales», el FMLN y ARENA. Bukele, a diferencia de Milei, tenía experiencia política. Había sido alcalde de San Salvador, la capital, una función que en un país unitario es la más importante antes de la presidencia. Bukele impulsó su política contra la violencia criminal. Violó todos los tratados de derechos humanos que existen. Tuvo éxito en reducir la violencia y, en el 2021, su partido sacó el 66% en las elecciones de medio término. Se quedó con el control absoluto del Congreso. Entonces comenzó una hegemonía que le permite impulsar cambios de la profundidad –no del sentido– de los que Milei pretende en la Argentina. Cuando una fuerza política controla dos tercios del Parlamento no hay nada que hacer. Están dadas las condiciones para «es todo o es nada». Así funcionó el chavismo en Venezuela durante buena parte de los 16 años que el comandante Hugo Chávez gobernó.
El tándem Milei-Macri no tiene dos tercios del Congreso, con suerte llegan a un tercio. No cuentan siquiera con quórum propio. Entonces pretenden impulsar la restauración conservadora por la fuerza. Apuestan a un DNU que es inconstitucional de principio a fin, a que el Poder Judicial lo termine aceptando por la presión del establishment económico y que el Congreso, presionado por los medios de comunicación, haga lo mismo.
En democracia es casi imposible pensar en términos de todo o nada. Las victorias y las derrotas siempre son parciales y momentáneas. El arte de gobernar también es entender las relaciones de fuerza, un aspecto que quedó castigado después del exceso de posibilismo del gobierno de Alberto Fernández. Las relaciones de fuerza son claves porque allí radica la posibilidad de estabilizar una decisión. Y por lo tanto no son sólo numéricas, también son culturales.
Los sectores dominantes que están detrás del decreto de Milei nunca tuvieron la capacidad de imaginar un país. Jamás pudieron diseñar las condiciones para seguir haciéndose ricos y al mismo tiempo tener estabilidad política y social. El peronismo es quien ha sido capaz de imaginar una Argentina mínimamente viable. Es por eso, y no por otra cosa, que siempre termina volviendo. Diría Juan Perón: no es que seamos demasiado buenos, es que los otros son peores.
La crisis que se avecina en algunos aspectos será peor que la del 2001. Haber votado a un outsider sin la menor idea de lo que implica gobernar el Estado tendrá consecuencias dolorosas. En este tránsito traumático sólo queda hacer lo posible por atenuar ese sufrimiento y comenzar a pensar en la refundación que deberá venir después: la Segunda República Democrática.