En la madrugada del 6 de abril los centauros del presidente ecuatoriano Daniel Noboa se soltaron de su matriz mitológica y entraron –a las patadas– a la embajada de México en Quito para secuestrar al exvicepresidente Jorge Glas. Horas antes, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador le había concedido asilo diplomático. Razonablemente, hasta los mentores de Noboa –gobernantes y organismos internacionales, EE UU y la secretaría de la OEA– condenaron el asalto. No tuvieron más remedio. Lo llamativo es que los auténticos defensores de la convivencia civilizada y pacífica entre las naciones sólo se hayan diferenciado de Joe Biden y Luis Almagro en que calificaron el episodio como único, “algo a lo que ni las dictaduras de Chile y Argentina se habían atrevido”.

Si para no repetir la historia reciente, los verdaderos adalides de la libertad sostienen la defensa irrestricta de la trilogía Memoria-Verdad-Justicia, acuñada y transmitida urbi et orbi por Madres, Abuelas y las organizaciones humanitarias argentinas, transmitir la idea de que el secuestro de Glas no tiene antecedentes equivale a quedarse con la fría anécdota, ignorar la historia reciente y, con ello, destruir uno de esos tres pilares. El de la memoria. Para dimensionar la bestialidad vivida en la madrugada de Quito no era necesaria la comparación con lo ocurrido en Chile o en Argentina en los años ’70. Y más cuando la afirmación parte de una falsedad.

No se debe ignorar que las bestias siempre han sido bestias. Aquí enfrente, en Montevideo, en el último cuarto del siglo XX, el 28 de junio de 1976, los centauros uruguayos violaron la embajada de Venezuela a plena luz del sol, en el barrio de Pocitos, y secuestraron a la maestra anarquista Elena Quinteros.

Como en Quito, los comandos entraron a la embajada como ellos saben hacerlo, a las patadas. Se llevaron a su presa de arrastro y ultrajaron a los diplomáticos venezolanos como el 6 de abril pasado, en Quito, ultrajaron a los mexicanos. Caracas rompió relaciones con los dictadores. Todo parecido, salvo que,  entonces, no hubo repudio internacional y la ejemplar actitud venezolana fue ignorada por los “grandes”. Y ahora ignorada hasta por los amigos, que destruyen así la pata básica del trípode.

En síntesis, Elena Quinteros fue detenida el 24 de junio y llevada a un centro de torturas. Cuatro días después, valiéndose de la torpeza de sus cancerberos, logró convencerlos de que tenía un contacto con un compañero al que estaba dispuesta a entregar. Se hizo llevar hasta cercanías de la embajada venezolana y cuando estaba allí corrió hasta meterse en la sede diplomática. Los centauros saltaron los muros y se la llevaron a la vista de todo el mundo. Por distintas versiones se supo que la mantuvieron en al menos dos centros clandestinos. Su rastro se perdió un día de noviembre de ese año. Nueve años después, con la reinstitucionalización uruguaya, Venezuela reanudó relaciones diplomáticas. Habían pasado tres presidentes: Carlos Andrés Pérez, Luis Herrera Campins y Jaime Lusinchi.

Como se ve, entre ambos episodios –Quito y Montevideo– hay similitudes insoslayables que sólo la ignorancia histórica puede obviar, lo que sería perdonable si no fuera porque los ignorantes insisten en opinar mientras con su inacción demuelen la pata básica de la tríada. Y hay grandes diferencias que hablan de la calidad democrática, sobre todo cuando se trata de evaluar las consecuencias de lo acontecido, no sólo para los países directamente involucrados, sino para todo el sistema institucional americano.

En México, sumido en una cruenta contienda electoral, las dos candidatas presidenciales con aspiraciones, la oficialista Claudia Sheinbaum y la opositora Xóchtl Gálvez, repudiaron con énfasis la violación de la sede diplomática y el secuestro de Glas. En Uruguay, los dos grandes líderes de aquel momento, el progresista Líber Seregni y el blanco Wilson Ferreira Aldunate, estaban proscriptos, el primero en prisión y el otro en el exilio. Pero había otros dos caudillos, el blanco Luis Lacalle Herrera, padre del actual mandatario Luis Lacalle Pou, y el colorado Julio María Sanguinetti que convivían cómodamente con la dictadura a la espera de unos comicios que los llevaran a la Presidencia. Ninguno de los dos, y hasta hoy, condenó el secuestro de Elena Quinteros. Con los años, cada uno a su turno, accedieron a la jefatura del Estado. Con Sanguinetti fue que Venezuela restableció las relaciones plenas.

En los días ahora pasados, de una u otra forma, la condena fue universal. Líderes políticos y politólogos, diplomáticos y expertos en derecho internacional, catedráticos y académicos, presidentes y ministros, caudillos y caudillitos, obispos y sacristanes, periodistas y escribas de oficio, todos recordaron la Convención de Viena, que otorga soberanía a las embajadas. Más preocupado por amenazar a Irán, advertir a China, rearmar a Israel, guerrear con Rusia y mandar a Zelenski a proseguir la aventura que ya se cobró la vida de miles de ucranianos, EE UU hizo como Almagro, el de la OEA. Lavarse las manos y llamar al diálogo. Dónde, cuándo, con qué mediador, con qué garantes. Dios dirá. Hasta los muy fieles de la Unión Europea fueron más allá y recordaron que los americanos siguen fieles a la tríada de la libertad.