Los argentinos tenemos el extraño récord de contar con tres directores de la Biblioteca Nacional que quedaron ciegos mientras ejercían su conducción: José Mármol, Paul Groussac y Jorge Luis Borges.

François-Paul Groussac (1848-1929) era un hombre de físico enjuto, irritable, mordaz y con fama de mal carácter. Llegó a la Argentina sin conocer el idioma y se convirtió en un eximio escritor y exégeta de nuestra historia.

Regresó a Francia para ser operado de cataratas. Su amigo Jorge Lavalle Cabo lo asistió personalmente en este trance. He aquí su testimonio: «La pérdida del ojo izquierdo, a consecuencia de la extracción del cristalino, indujo a Groussac, en 1925, a trasladarse a París para hacerse tratar el otro ojo por algún reputado oftalmólogo. Su gran amigo, el presidente Clemenceau,  médico de profesión, estrechamente vinculado al renombrado Doctor Poulard, los puso de inmediato en contacto.

»La operación fue decidida para unos días después, y se la practicó con éxito. La semana siguiente a la intervención era penosa, pues el operado debía permanecer con los ojos cerrados, con un vendaje impenetrable para la luz. No obstante el explicable pesimismo con que Groussac encaraba la situación, y los arranques propios de su temperamento nervioso, ese primer tiempo transcurrió regularmente, siendo todas las molestias y contrariedades vencidas por la solicitud de las dos hijas que le acompañaban.

»Yo le visitaba a diario, mañana y tarde. En la rive gauche, en uno de los pisos superiores del Hotel Lutecia, desde donde se domina gran parte de la urbe, que él anhelaba ver, me empeñaba yo en tranquilizar sus impaciencias, ingeniándome por enlazar temas, dar motivos a sus recuerdos, siempre frescos, ponerle en marcha, hacerle entrar en calor y dejar que hablara y hablara, con su gracia tan espontánea como amena…

»Una mañana, el Doctor Poulard le sacó el vendaje y comprobó que el órgano visual funcionaba a la perfección.Groussac, emocionado, vio el rostro gozoso de sus hijas… Cuando volví por la tarde el hombre había rejuvenecido y, exultante, se prometía orgías de luz para los días inmediatos. Esa noche, un agudo y prolongado dolor en el globo ocular le enervó sobremanera… Se hizo necesario practicar un examen prolijo. El resultado fue desastroso: había sobrevenido un glaucoma y el ojo estaba perdido. ¡Groussac quedaba completamente ciego!  

»Con energía y decisión exigía que se le hablara claramente. El Doctor Poulard había tenido frecuentes ocasiones de apreciar la amistad que le entregaba a Groussac y descargó sobre mí el doloroso deber de comunicarle toda la verdad. Debí aceptar la ingrata misión. El golpe fue cruel. Groussac se encerró en un silencio de todo su ser… La desesperación había hecho su obra. Pidió que nos dejaran solos, y cuando se hubo cerciorado de que nadie nos interrumpía, me habló con toda la fuerza de su desesperación: “Invoco nuestra amistad, Jorge, y le pido con toda el alma, como un deber de humanidad, que me dé un revólver. ¡Yo no viviré así!”.

»…Repuesto, dije: “Es un trance terrible para usted, mi amigo, y comprendo su desesperación, pero ¿cree usted –agregué con energía y afecto– que ése sería un final digno de toda una existencia vivida con dignidad como la suya?”.

»[…] Quien ha hecho una obra intelectual de valía tiene deberes para consigo mismo y para los demás […] Sobre todo para la juventud, cuya inteligencia ha aspirado a formar; y se rebajaría a sus ojos si detrás de esta obra no hay un hombre a la altura de todos los deberes y todas las circunstancias.

»Mis reflexiones le iban penetrando; pero a mí me inquietaba la posibilidad de que aprovechara algún descuido de los que lo rodeábamos para realizar su determinación, sobre todo desde que las ventanas quedaban con frecuencia abiertas.

»Usted –le dije– no es creyente y tiene entonces el deber de demostrar que su espíritu es una fuerza equivalente a la fe del que cree.Largo silencio. Alivio. […] Al día siguiente, cuando estuvimos solos, me dijo únicamente: “Me ha ido muy adentro lo que usted me ha dicho ayer, amigo. Usted tiene razón, y así será.”»

Paul Groussac volvió a la Argentina y continuó con su obra, asistido por sus hijas y colaboradores. Murió cuatro años más tarde, el 27 de junio de 1929. Un año antes se extrajeron de sus libros las páginas de más fácil acceso al público, condensando en un solo volumen las facetas de su extraordinaria producción intelectual.