Cuando ya no parecen quedar lugares inexplorados y el mundo, reducido por las posibilidades de recorrerlo en poco tiempo, perdió la dimensión desmesurada que tenía en el pasado, Federico Bianchini ha encontrado la forma de regresar a la tradición de los grandes relatos del siglo XIX. 

Por eso su último libro tiene un título “vintage”, Antártida. 25 días encerrado en el hielo, y de no haber sido publicado recientemente por Tusquets, bien podría considerárselo un candidato firme para integrar la colección Robin Hood, esos volúmenes amarillos que se alimentaron del espíritu aventurero de generaciones pasadas y que dejaron su impronta para siempre como uno de los mayores tesoros de la infancia y la adolescencia.

“Llegar a la Antártida es difícil, pero mucho más difícil es salir de allí”, se advierte en la contratapa. Y el libro no hace sino corroborar esta afirmación. El 2 de febrero de 2014, Federico emprendió el viaje hacia una de las trece bases argentinas ubicadas en el continente helado, pero debido a las condiciones climáticas, el regreso se pospuso una y otra vez hasta transformarse en una pesadilla de la espera. Volver no es un mero acto voluntario. Es esa naturaleza helada la que tiene que firmar el permiso y no siempre tiene la buena voluntad de hacerlo.

Federico es editor de la Revista Anfibia, colaborador de medios nacionales e internacionales y ha ganado importantes premios de crónica. Con el proyecto de este libro, por ejemplo, obtuvo en enero de 2016 la Beca Michael Jacobs de la Fundación García Márquez. Pero sus verdaderos méritos como cronista se pueden palpar mejor en sus textos que en sus distinciones. Mientras el verano porteño agobia, su escritura nos lleva lejos, a un lugar que quizá nunca conoceremos si no es a través de lo que él nos narra.

-La crónica de viaje conoció quizá su mayor auge en el siglo XIX. Sin embargo, vos lograste una crónica que tiene todavía la mirada del viajero, no la del turista. ¿Estás de acuerdo con esto?

-Sí. Una de las cosas que me hacían tener ganas de viajar a la Antártida es que es un lugar al que es casi imposible ir. Sólo el 0,03% de la población mundial puede llegar. Los liquenólogos son un buen ejemplo. Van, ven cuatro plantas y cada una de esas plantas constituye un paper porque nadie nunca las vio, por lo que con solo poder verlas y clasificarlas ya se tiene una noticia científica internacional. Me parecía además que también era un terreno inexplorado en cuanto al relato. Si bien hay relatos de Poe o Lovecraft en clave de ficción, ellos no habían viajado. Antes de viajar hice una búsqueda de textos sobre la Antártida y encontré el libro de un británico que se llama David Campbell, El desierto de cristal. El autor es biólogo por lo que describe con gran minuciosidad la fauna y la flora del lugar, pero no habla de los personajes. Son 400 páginas y en la 150 uno se pregunta si va a seguir describiendo flora y fauna porque no hay ningún tipo de tensión narrativa. Yo busqué que si bien estuviera reflejado ese continente de paisajes increíbles también hubiera historias de quienes viven ahí, que pudiera narrarse no solamente la pasión de los científicos, sino la épica de los militares que tienen historias impresionantes.

-Tu crónica remitió a Moby Dick, donde hay un capítulo referido al color blanco en el que muestra la cantidad de matices sutiles que puede haber en algo que se percibe como uniforme.

-Totalmente y ese fue uno de los problemas que se me planteó cuando volví y me puse a pensar cómo describir esos paisajes porque había algo muy impresionante que era lo monocromático. Salvo la ropa que teníamos nosotros, el resto se movía entre el blanco y el negro. El cielo era gris, el mar era negro oscuro con olas blancas. La nieve era blanca…Me junté entonces con la poeta Alicia Genovese y charlando con ella me di cuenta de que tenía que ir a un registro un poco más poético y alejarme del periodístico porque lo cierto es que yo no iba a poder describir con puntillosidad lo que había visto y si lo hacía, no iba a poder transmitírselo al lector. Decidí que era mejor generar ciertas pistas retóricas para que el lector se imaginara su propia Antártida, la Antártida mítica que todos tenemos en nuestras cabezas, y no tratar de convencerlo de qué era lo que yo había visto.

-En cuanto al frío, es difícil imaginar el frío antártico.

-Sí, de hecho, me sorprendió que, al ser una constante, se disfruta. No es como aquí en que vas a comer a un restaurante y cuando salís, si llovió, a lo mejor la temperatura bajó 10 grados. Allí sabés que la temperatura va estar siempre en -25ºy vas preparado para eso. Entonces el frío es un componente siempre presente que no se sufre. Hay dos formas de vestirse: para ir a caminar, que sabés que por el esfuerzo de caminar en la nieve vas a transpirar, entonces te ponés varias capas. La otra forma de vestirse es para estar quieto. Te tenés que poner una campera de plumón, pero si llegás a hacer 100 metros con eso, te cocinás. Si estás preparado para caminar bastante pero te quedás quieto, empezás a tener mucho frío. De hecho a mí me pasó cuando el cocinero me llevó al frigorífico que tenía 30 grados bajo cero y yo temblaba como una hoja. Afuera la temperatura era de 15 grados bajo cero, pero resultaba mucho más agradable.

-Supongo que el viaje de regreso siempre postergado introduce un elemento de angustia. Uno debe preguntarse, ¿y si no puedo volver?

-Exactamente. Yo lo pensaba en un plano narrativo. Si estás leyendo, por ejemplo, a Alejandro Dumas, vos sabés lo que va a pasar porque hay acciones sucesivas que te van orientando hacia un determinado desenlace. En cambio, la realidad allí no era una descripción como las de Saer o de Proust, era como el libro del biólogo que hablaba de la fauna y la flora y uno no sabe cuándo va a terminar. Nos decían “mañana no salimos, salimos en dos días” y en dos días nos decían “salimos en dos días más”. Uno se preguntaba qué credibilidad podía tener lo que te decían. Esa frustración era muy angustiante. Si nos decían que no íbamos a irnos en esa semana porque el Hércules tenía otra misión, eso se aceptaba. Pero la frustración reiterada era complicada.

-¿Y el tema de la comunicación con el afuera cómo era?

-Había Internet y teníamos whatsapp. Durante el invierno la base tiene 17 militares y un civil, pero cuando yo fui éramos 75 u 80 personas, por lo que Internet estaba colapsada. De todos modos esa comunicación es un arma de doble filo. Por ejemplo, había un biólogo que tenía una novia 15 años menor que él y que bailaba en el caño. Ella subía a Facebook una fotos muy exuberantes bailando en el caño y tenía muchos admiradores que le escribían cosas. Este biólogo se volvía loco. Decía: “¿Y éste quién es, por qué le está poniendo esto?” Intentábamos calmarlo, llevarlo a comer, pero decía que no, que tenía que hacer Skype, que tenía que hablar con ella. El hecho de estar tan lejos pero tener acceso a Facebook, por ejemplo, hacía que se generaran estas cosas. Cuando me entrené en 2010, los militares nos decían que cuando estuviéramos en la Antártida si no teníamos nada que hacer, ordenáramos nuestro escritorio y que, al día siguiente lo desordenáramos porque lo importante es no pensar. De lo contrario uno puede entrar en la desesperación. En ese momento, la frase “no pensar” me parecía atroz, pero creo que lo importante es no pensar en cosas que uno no puede controlar, en cosas que a uno lo perturban pero por las que no puede hacer nada. A las familias de los que pasan el año allí les aconsejan que les minimicen los problemas. En cierto sentido la Antártida es como una burbuja y las cosas que entran quedan rebotando y rebotando. El psicólogo que hacía las entrevistas para ir allí decía que era como entrar a un armario y tirar la llave. Uno está encerrado y no puede salir. En la situación que narro del jefe de base que tiene un ACV y que los helicópteros no pudieron ir a buscarlo durante cuatro días, en los momentos trágicos, el encierro se pone muy en evidencia. «