«Mi padre, capitán del Ejército Argentino, abandonó a mi madre y a mis hermanos para ir a luchar en la Guerra Civil Española contra el fascismo.
Abandoné la escuela primaria y me crié en la calle cuando los chicos de la calle no existían.
Milité por la Revolución, usé un arma, disparé contra una persona y nunca me lo perdoné.
Fui perseguido por la Triple A y sufrí varias internaciones en un manicomio.
La poesía me mantuvo vivo y la literatura me salvó la vida.»

Esta síntesis biográfica figura en una de las solapas de la novela Sagrada Familia (Seix Barral) de Luis Frontera. A esto habría que agregar que el periodista y escritor que transitó por diversas redacciones, entre ellas la de El Mundo y Panorama, y que compartió horas de trabajo con Martínez, Bustos, Briante, Lamborghini, Rabanal y Schoo, fue concebido en una cárcel y nació en el Hospital Militar Central en 1944.
Al partir, su padre dejó nueve hijos que padecieron todo tipo de penurias económicas. Regresó a la Argentina de Perón con psicosis de guerra y, acusado de comunista, fue encarcelado por los militares. Allí, en prisión, fue concebido Luis. Paradójicamente, fue Evita la que sacó de la cárcel a su padre y le devolvió a la familia los derechos perdidos, accediendo al pedido de su madre que fue a verla junto a sus hijas. «Y gracias a ella –cuenta Frontera en la novela– en casa volvieron a comer. Porque ella habló con su marido y el Ejército tuvo que devolverles la pensión y los beneficios sociales que les correspondían y les habían suspendido.»  
Su vida fue, sin duda, dolorosamente excepcional. Pero no basta una vida excepcional para escribir una novela excepcional. Para eso es preciso saber transformar el dolor en palabra. Y esto es lo que logra Frontera en Sagrada Familia, hacer del dolor de la existencia una novela. Si toda vida es el relato que nos hacemos de ella, Frontera escribe el suyo haciendo del sufrimiento la materia misma de su escritura.
 
–¿De qué forma están repartidos biografía y ficción en Sagrada Familia?

–Yo anhelo que eso lo decida el lector. Eso es lo que más me gustaría. Pero si contesto a tu pregunta, tengo que decir que muchas cosas son ciertas, la mayoría. De hecho, en la novela hay mucha gente conocida como Sebastián Borro, Jorge Di Pascuale, Norma Kennedy, Vicky Walsh… También están las personas que actuaron en España y los compañeros de trabajo. Lo que traté de hacer es contar esas cosas tiernamente y también con toda la fuerza que puedo tener.
–¿Cómo fue remontar tu historia?

–Mi mujer, que me vio escribir, sabe que escribía llorando. Podría leerte un poema en el que cuento lo que vi cuando llegué al manicomio. En el hospital la conocía a Aída Carballo, le mostré algunos poemas y ella me regaló la prueba de artista del grabado que está en la tapa de este libro de poemas. «Te lo regalo –me dijo– y sé que no te voy a ver nunca más. Siempre que le regalo un trabajo mío a un escritor, no lo veo nunca más.» Ella estaba internada en el Moyano. (Luis lee con voz temblorosa de emoción un poema que se llama «Oratorio por Miguel Ángel», referido al poeta desaparecido por la dictadura Miguel Ángel Bustos).
–¿Cómo te decidiste a escribir esta novela?

–Creo que vengo escribiéndola desde chico, pero que equivoqué el camino. Iba todos los días a la Biblioteca Nacional de la calle México, desde las 2 de la tarde a las 10 de la noche, para estudiar la guerra de España. No quería escribir sobre mí, sobre mi apellido, Frontera, tan en el límite, en el hervidero, como decían los indios, donde está lo peor. Por eso estudiaba las batallas, pero me di cuenta de que tampoco era eso lo que yo quería. En realidad lo que quería era saber sobre lo que decía mi mamá: «Tu papá hace la guerra en España y nosotros la pagamos acá». Sobre lo que decían mis hermanas. Lo que decía mi hermano que una vez le pegó una trompada a mi papá.
–¿Por qué?

–Porque mi papá vino con psicosis de guerra. Vio tres sábanas colgadas y se preguntó por qué habría tres y no dos, y dedujo que a las tres iba a haber un bombardeo y se puso a sacudirlas. Mi hermano reaccionó y se golpearon. Siempre quise escribir este libro y también un ensayo sobre el alma de la Argentina, lo que en la novela llamo el Otro País. Pero al ensayo no sé si llego.
–Entre las personas ligadas al periodismo y a la literatura que mencionás está Miguel Briante. En la novela contás un hecho de agresión tuyo hacia él. ¿Qué pasó?

–Con Miguel éramos muy amigos, pero durante mi crisis me aconsejaron que saliera un poco, que fuera a trabajar. Yo estaba tomando medicación y tomé alcohol. Cuando llegué a la redacción, empecé a pensar en mi hijita a la que no podía ver, debido a las amenazas de la Triple A. A Miguel lo levanté en el aire mientras le preguntaba dónde estaba mi hija. Él me decía «Calmate, Luisito, no sé dónde está». Un juez determinó que no podía ver a mis hijos porque era ponerlos en peligro. Me quedé en la calle. En un momento me golpearon en la cabeza cuando iba caminando. Fui al Centro Gallego a hacerme atender y me dijeron que me fuera porque «con esta gente no se puede joder, van a entrar al hospital». En ese momento comencé a autoagredirme, a cortarme. Fue muy duro todo aquello.

...

–¿Cómo viviste la muerte de tu padre?

–Él no fue a España como voluntario de las brigadas internacionales, sino como integrante regular del ejército de la Tercera República. Esto fue a finales de 1936. En la novela muere antes que en la realidad. Murió como en la guerra de España, rodeado de militares, de curas y de mujeres vestidas de negro, porque a mis hermanas las vestían de negro mucho antes de que él muriese. Él, cuando volvió, estaba internado en el Hospital Rawson, un hospital civil, y lo sacaron de allí para llevarlo a un hospital militar donde él no quería ir.
–Durante su viaje a España se reunía en la cubierta con Raúl González Tuñón o Córdova Iturburu. Incluso en el mismo barco viajaba André Malraux.

–Sí. Sé también que una vez tuvo una charla con César Vallejo. Yo encontré algunas coincidencias entre ambos.
–¿Cuáles?

–Por ejemplo, el nombre de las abuelas de ambos era el mismo. Una abuela de Vallejo era chola, como él. Los llamaban «El Cholo Vallejo». Una de las abuelas de mi papá era india ranquel. Ambos se preguntaron por qué dos indios que fueron atropellados por España en la Conquista estaban allí defendiéndola, defendiendo a sus propios asesinos. Creo que eso desmiente que la cruz de América sea una espada al revés. Yo creo que el alma de América es el alma horizontal del indio que no aspira a conquistar nada y el alma vertical del conquistador. Se forma así una cruz metafísica, una cruz que está más allá de lo material.
–¿Cómo era la relación que tenías con tu padre?

–Para mi viejo fui un vago atorrante que no servía para nada. Me decía que era un inútil. Nunca lo tuteé y él a mí, tampoco. Una vez, en la adolescencia, me fui a Entre Ríos y me quedé en casa de unos parientes. Cuando volví, en Año Nuevo, dijo refiriéndose a mí: «Si este señor se queda, yo me voy». Pero un día, cuando era adolescente, le pregunté si podía leerle una poesía que escribí. Cuando terminé de leerla, me agarró el brazo y me dijo: «Usted es grande». Ahí empezó la amistad, pero de chico, lo odiaba. Luego lo amé y su muerte fue para mí una catástrofe.
–¿Le reprochás que se haya ha ido a luchar y dejara desprotegida a su familia?

–Ahora no. Muchas veces me pregunté si el Che Guevara pensaría en sus hijos. Seguramente pensaba y era para ellos que quería un mundo mejor.
–¿Cómo fue que le disparaste a una persona?

–Fue en una manifestación que trataba de impedir la candidatura de Perón. Alguien me dio un arma. Le estaban pegando a mi primo. Yo me puse frente al hombre que le pegaba y disparé. Nunca supe siquiera si lo herí porque me sacaron corriendo de inmediato. Es algo que nunca pude superar, algo de lo que vivo arrepentido.
–En la novela citás a Enrique Pichon- Rivière, ¿cómo fue la relación que tuviste con él?

–Hermosa. Me contó dos anécdotas increíbles. Una es la de un paciente que iba siempre a verlo y no quería entrar al consultorio. Un día puso un pie en el consultorio y vomitó. Pichon le dijo: «Hace rato que usted me quería traer esto». El paciente era un torturador. La otra se refiere a un muchacho que estaba internado en el Borda. Era colectivero, había atropellado a un chico y había quedado muy mal. Un día, Pichon lo hizo subir al colectivo y él se sentó al lado en una silla. Lo hizo avanzar por el centro y le dijo en algún momento que allí estaba el chico que había atropellado, que se fijara que la culpa había sido del chico, no de él. Fue efectivo lo que hizo. Además, formó un equipo de fútbol con locos del manicomio. En el fútbol al número 7, al wing derecho, le dicen el loco. El que se puso en el lugar del loco fue Pichon. Él jugaba de 7.
–Curiosamente, Pichon-Rivière fue uno de los introductores del electroshock en Argentina. Parece algo contrario a su propuesta.

–No lo sabía, pero lo entiendo. Cuando llevaban indios a Europa para exponerlos y les tiraban moneditas, los científicos decían que era algo digno de verse. Todo cambia, las cosas malas se vuelven buenas y viceversa. Pero estoy seguro de que hoy el discurso de Pichon sería otro.
–Supongo que no fue fácil escribir y publicar un libro que está tan atravesado por el dolor.

–Es que nada mío en sin dolor. «