«La infancia es probablemente la patria de las promesas» comienza diciendo la novela Se espantan los peces (Letras del Sur), de Matías de Rioja. Pero, inexorablemente, todos nos convertimos en desterrados de esa patria. La adultez nos aleja de esa etapa de la vida en que todo parece posible, previo paso por la adolescencia, momento en que hacemos bocetos idealizados de nuestra adultez. En la vida de Simón, el protagonista de la novela, al pasar a la vida adulta, algo se ha quebrado. Como psicólogo se dedica a ayudar a adolescentes con cáncer, a sobrellevar el dolor del padecimiento. Pero ante el propio dolor, no tiene palabras.

Las cosas le suceden como si fueran fenómenos naturales que no pueden evitarse. Es casi como si viviera una vida ajena o fuera un espectador pasivo de la propia. Existe en piloto automático. Bebe en exceso sin plantearse siquiera que eso constituye un problema y que esa sed insaciable tiene una causa. Su novia lo deja, su perro está deprimido. Quien ayuda a los demás a poner el sufrimiento en palabras ante su propia existencia no tiene más que silencios.

Simón es un exiliado de su propia vida y habita en los márgenes de un doble desarraigo: el de su pasado en Cipolletti y el de su presente en Buenos Aires. Desertor del ayer, ha roto los vínculos con sus seres queridos

Como toda novela, también ésta narra un viaje que no es directo a un punto determinado, sino que es más bien pendular ya que oscila entre el ayer y el hoy. Para entender el presente, Simón deberá sumergirse en el pasado.

Luego de haber transitado por la poesía (Mufasa no debió morir. Escritos por si acaso2014; Tal vez esperabas otra cosa, 2017;La pausa del mundo, 2021; Después del viento, 2022) el autor paga lo que consideraba una deuda pendiente consigo mismo, con el apasionado lector de narrativa que fue desde chico: escribir una novela.

Además de escritor, De Rioja es psicoanalista. Definitivamente, su vida gira en torno de la palabra.

–¿Cómo fue que pasaste de la poesía a la novela? ¿Qué fue lo que te disparó el cambio?

–Sentía la necesidad de escribir una novela. Venía trabajando con poesía y pequeños relatos desde hacía tiempo y me debía una novela. En particular Se espantan los peces surge a partir de un capítulo que está sobre el final y que se llama «Prender fuego los manuales». Soy psicólogo y a partir de ese capítulo tuve la necesidad de ficcionalizar el trabajo que venía haciendo. Desde hacía un tiempo largo venía sintiendo que el lugar del psicólogo no se conoce más allá de la clínica tradicional y que dentro de la literatura estaba puesto en un lugar de «supuesto saber».

–Estás hablando del lugar que ocupa el psiconálisis.

–Exactamente, el lugar del psiconálisis y del psicólogo que da respuestas casi oraculares, que siempre sabe cómo resolver el sufrimiento. 

–¿Pero el lugar del psicólogo que te da respuestas no es precisamente lo contrario del psicoanalista?

–Sí, ese es el psicólogo del show. Además, el profesional de la novela es psicólogo, no psicoanalista. Yo soy  psicoanalista. Me interesaba mostrar cómo alguien puede aliviar el dolor de los demás pero no puede con su propio sufrimiento.

Foto: Gentileza Editorial Paradis

–Ésa es, justamente, la paradoja sobre la que está edificada la novela.

–Sí. Hay una frase de Nietzsche muy famosa que iba a ser el acápite de la novela pero que finalmente no lo fue. «Hay quien puede liberar cadenas ajenas y convive todo el tiempo con las suyas». En base al capítulo que te comenté comencé a elaborar la novela. Ése era un poco el arco narrativo de Simón, el psicólogo. Me interesaba, además, mostrar un poco el trabajo en el ámbito público, ficcionalizarlo, hablar de la relación con los pacientes. Luego, la novela misma comenzó a llevarme hacia otras direcciones, a empezar a contar un poco la vida de Simón, a jugar entre el pasado y presente para explicar su presente. Pero, en principio iba a ser una novela sobre el trabajo de los psicólogos en los hospitales públicos en chicos con cáncer.

–Se supone que un psicólogo ayuda a poner en palabras lo que no se puede decir. Sin embargo, lo que le sucede a Simón se sabe precisamente por lo que no dice. Sólo puede expresar lo que le pasa cuando todo explota, cuando Guadalupe lo abandona. ¿Eso se fue dando naturalmente o lo buscaste?

–Lo busqué. Me interesaba mostrar el juego de una persona que toma decisiones pero que nunca relaciona las decisiones que toma con lo que le va pasando. Eso se conoce como alexitimia, que es la dificultad para poner en palabras aquello que alguien siente, algo que le sucede. Hay como una ruptura entre la acción y el sentimiento. Es la imposibilidad de ligar emocionalmente las decisiones que se toman. Simón no entiende por qué se va a Buenos Aires, estudia psicología, se pone de novio, empieza a trabajar… Todo va pasando sin que pueda entender la relación que hay entre sus decisiones. Esto es lo que se llama «vidas operativas». Se trata de vidas en las que se toman decisiones sin llegar a entender por qué. Me gustaba la idea de esa ausencia de palabras que se traduce en acciones hasta que en algún momento la propia historia lo lleva a poder decir lo que hasta ese momento no había podido decir.

–¿El hacer es una forma de resguardar aquello que no puede ser dicho?

–Sí, porque el hacer viene del lado de la a-dicción, de lo que no se pude decir. Me interesó toda la sintomatología que despliega el no decir.

–Por ejemplo, no tiene conciencia de que toma en exceso.

–Claro. Eso es parte de lo mismo.

–Trabajaste esta novela en el taller de Luis Mey. ¿Cómo fue ese trabajo?

–De mucho amor y mucha pelea. En la clínica de novela que hice con él supuso, entre otras cosas, pulir algunos vicios que traía de la poesía.

–¿Cuáles?

Tuve que trabajar en la continuidad, la fácil lectura, del ensamblado. Todo eso es mérito de Luis porque hay algo de mi juego con el lenguaje que a veces me llevaba a ser demasiado reflexivo o querer que el personaje dijera más cosas. Poner acción más que reflexión fue un trabajo de escritura, de corrección y re-corrección hasta entender por dónde iba la cosa. A veces Luis me señalaba que me estaba excediendo. «No expliques, contá», me decía.

–¿Es como el teatro en el que no hay que contar, sino actuar?

–Es lo mismo. Hace poco fui a ver una obra de teatro y pensé exactamente eso, que es como escribir una novela. La poesía, más allá del cómo, sí permite decir más. La novela cuenta, la poesía dice. Escribir esta novela fue un trabajo de respiración. Fue como cambiar el aire. La poesía tiene la brevedad. Quizá en un día la cociné o la dejé leudar y la resolví en dos. Escribir una novela es una maratón, un proceso largo en el que hay reescritura, reescritura y reescritura. Mucho de lo que se escribe, además, quizá después se borre porque todo eso escrito tal vez  fue un andamio para llegar a un determinado capítulo. Quizá el capítulo que escribí desapareció por completo, pero eso me permitió desarrollar el arco narrativo del personaje. Si no hubiese pasado por allí, no habría llegado a donde llegué.

–¿Te fue difícil renunciar a cosas que quizá te gustaban  mucho?

–Sí. Eso fue una lucha codo a codo con Luis que me decía «esto para el escritor está bien, pero al lector no le interesa». Es difícil entender esa diferencia hasta que te preguntás por qué tenés que andar explicándole ciertas cosas al lector. Que Simón haga, que actúe. Pero una vez que empecé, me solté y todo comenzó a ir bastante más rápido. El trabajo de pulir, de lustrar una novela quizá es mucho más difícil que escribirla, porque es duro renunciar a ciertos pasajes de los que uno se enamora y siente que son una verdad revelada. También la diferencia entre autor y narrador es una cosa que hay que trabajar mucho.

–¿Entonces fue un salto cualitativo muy grande pasar de la poesía a la novela?

–Sí, pero yo siempre fui un lector de novelas, desde que comencé a leerlo a Stephen King cuando era chiquito. Luego a Hermann Hesse, Dostoievski, Kafka, Cortázar, Clarice Lispector… A la poesía llego tarde con Roberto Juarroz que me encantó, pero no era un lector de poesía. Yo quería escribir lo que me gustaba leer de pibe. Quería escribir una novela, más allá de que con la poesía me abrí un montón de puertas y si estoy en Buenos Aires en parte se lo debo a la poesía.  Soy de Neuquén y me crie en Cipolletti. Osvaldo Soriano, que nació en Mar del Plata, de adolescente vivió tres años en Cipolletti. En esos años fue amigo de mi papá, jugaba al fútbol con él y dormía en la casa de mi abuela. Por eso también tengo mucha lectura de Soriano. Yo quería que ése fuera el lugar donde transcurriera la historia de los personajes. Quería que estuviera en la novela porque también me interesaba jugar un poco con el desarraigo, con la idea del tipo que se va y no vuelve.

–¿Creés que tu escritura tiene algo de la escritura de Soriano?

–No, creer eso sería muy pedante de mi parte. Ésa fue una lectura que hizo la editora de mi novela, Paola Adler, respecto, sobre todo, del libro de Soriano Los años felices. Quizá en las aventuras de los adolescentes que cuento en la novela haya una nota muy precaria un tanto sorianesca  pero no creo que haya un tono sorianesco en toda la novela. Cuando uno recuerda la adolescencia, sobre todo recuerda eso, los amigos, los primeros amores. Son las primeras experiencias y dejan una huella mnémica muy importante. La amistad es algo muy fuerte, tiene un gran peso específico en un momento en que uno se está construyendo como sujeto. Pero yo me he hecho amigos también acá, en Buenos Aires, donde vivo desde hace ocho años. Lo que yo quería mostrar en Se espantan los peces era algo que había quedado roto. Simón no puede enlazar esas relaciones de adolescencia con su presente de adulto. Es una persona que está rota. El tema es qué se rompió, cuándo se rompió, por qué y de qué modo. La comparación con Soriano, me da mucha vergüenza. Pero, claro, la última verdad es la del lector.

Foto: Emiliano Rajneri

–Excepto en Triste, solitario y final, Soriano trabajaba con algunos de los elementos con los que también trabajás vos.

–Eso me lo señaló la editora, yo no me había dado cuenta. Pensaba que era más cortazariano. En mi adolescencia tenía el cuadrito de Cortázar, quería ir a París, me encantaban la Maga y el jazz más que Soriano. Pero bueno, uno escribe lo que puede, lo que le sale, no lo que quiere. 

El escritor y el narrador

–Toda escritura tiene algo de autobiográfico aunque no cuente nada personal, ya que uno escribe con todo lo que es. A la vez, toda escritura es ficcional. En el caso de Se espantan los peces hay una coincidencia entre el autor y el narrador, como la profesión  y el lugar de procedencia. ¿Esos  puntos en común facilitaron o inhibieron la escritura?

–Me pasaron las dos cosas, la facilitaron  y la inhibieron a la vez (risas). Pero en un cierto momento dejó de importarme. Al principio sí me cuestioné si tal cosa o tal otra no serían muy autobiográficas. Luego, acepté que la verdad tiene estructura de ficción, como dice Lacan. Me pregunté qué es la verdad, quién sabe que esto es verdad, quién sabe que esto es de Matías y que esto otro es de Simón. Dónde termina uno y empieza el otro. Finalmente, me dije que no me importaba, que lo que yo quería era narrar esta historia que es como cualquier historia. Nadie sabe si personajes como Ulises o Raskolnicov, tienen que ver con la vida de Joyce y de Dostoievski. Lo más importante me pareció contar una buena historia, con un arco narrativo sólido. Entendí que  la verdad es que el lector no me conoce. Quien me conoce es la gente de mi entorno. Y lo que a mí me importa es que conozcan a Simón, no a Matías.