La postal siempre es la misma. Un hombre de traje y corbata abraza a una mujer en Caminito, el callejón más famoso de Buenos Aires. Ella, con la pierna deslizada hacia atrás, se coloca ligeramente por debajo del varón, en el punto exacto para que los dos se miren con intensidad. La pareja, recortada sobre el fondo de la ciudad, ofrece una asimetría complementaria: la silueta perfecta para bailar el tango. En alguna milonga de Buenos Aires, esa imagen cobra vida. Él, en su papel de guía, va a conducir a la mujer, su sombra y espejo, por la pista mientras se escucha algún tango. Va a decidir el tipo de movimiento, la cercanía y el ritmo: qué pasos hacer, cuándo apurarlos y cuándo ralentizar la marcha. Ella sólo va a dejarse llevar. Entre los dos le dan cuerpo a una figura en movimiento, pero estática en sus atribuciones. Detrás de su andar se encuentra un boceto cristalizado de lo masculino y lo femenino: lo activo y lo pasivo, la silueta y su sombra, el ritmo y la espera. Hay ciertos códigos y pautas de comportamiento que exceden al tango, pero lo habitan en su forma más pura.

Después de un largo día de oficina, una mujer llega a una milonga porteña. Mira las mesas disponibles y demora un instante en elegir su lugar. Finalmente, se sienta al borde de la pista, sabe que ahí va a poder ser invitada con mayor facilidad. Se quita el saco y agacha la cabeza para buscar los tacos. El pelo lacio y largo le impide el movimiento. Lo acomoda con las manos. Del otro lado, un grupo de hombres la miran, empilchan bien, dicen cosas entre ellos, se codean los brazos y alientan a uno, tal vez el más tímido, a sacarla a bailar. No sin cierta torpeza, el varón cabecea. Ella apenas lo mira, pero con los años adquirió una intuición extrasensorial para captar la indicación. Enseguida accede: no quiere quedarse sin bailar “Yira Yira”. Los dos se dirigen al centro de la pista para abrazarse al mismo tiempo, como si de una coreografía se tratara, y empiezan a bailar. En este pedacito de una milonga tradicional porteña, ella y él conforman una pareja improvisada. A lo largo de la noche -y de las noches-, las personas que protagonizan esos pronombres van a cambiar, pero los papeles de una y otro, su ceremonia de encuentro, van a ser idénticos. 

En su libro Tango Queer Buenos Aires (Madreselva, 2018), la escritora y bailarina Mariana Docampo cuenta lo difícil que fue en los inicios, allá por el año 2005, fundar junto a sus alumnxs el espacio Tango Queer en Buenos Aires. Después de frecuentar milongas tradicionales con normas rigurosas, en las que sentía que debía representar un papel algo incómodo, un “cuerpo impostor” de mujer heterosexual, Docampo comenzó a inaugurar otro tipo de espacios: formas de encuentro abiertas a todas las identidades de género, en donde los roles no son invariables, no están anclados al sexo sino al deseo de quienes bailan. En sintonía con cambios históricos como las leyes de matrimonio igualitario e identidad de género en Argentina, y el activismo feminista; el tango queer, junto con la milonga gay la Marshall, empieza a desempolvar el ambiente conservador de la milonga porteña. En 2005, Mariana Docampo publicó un Manifiesto del movimiento. En el tango, dice la autora, hay un universo de erotismo que excede a la propia danza y tiene que ver con normas culturales de comportamiento. “En primer lugar, hombre-mujer. Luego, podríamos decir, activo-pasiva. Dos roles bien claros, definidos. Este binomio simplifica notablemente la compleja red erótica que existe entre los individuos. Y que si bien representa a una mayoría identificable en la sociedad, instituye una forma de sentir “admitida”, condiciona y censura formas de sentir diferentes. Se fija como modelo. Y afuera de este modelo quedan todxs aquellxs cuyo sentir es distinto. Así pues, en esta representación social, que podríamos pensar, a nivel simbólico, como una “fórmula del sentir erótico”, no están representadas las lesbianas, los gays, los bisexuales, los transgéneros. Ni tampoco las mujeres y hombres heterosexuales que pudieran concebir su erotismo de manera distinta. Sin embargo, nuestra sociedad está cambiando, y el tango, como fiel espejo de la misma cambia también. Su escena, su baile, su gente. Son estos cambios los que hacen posible el tango queer”.

Más de una década después de este manifiesto, se puede exclamar, en honor a Goyeneche: ¡cómo cambian las cosas los años! El desafío del movimiento Queer a las normas tradicionales inundó otros espacios. En la mayoría de las milongas, las mujeres dejaron de esperar a que las saquen a bailar, ellas eligen cuándo, cómo y con quién. Y ya no llama la atención que dos personas del mismo sexo bailen un tango, más bien pasó a ser lo usual, forma parte de la dinámica de estos espacios. “El tango queer revitalizó el tango argentino y lo salvó de ser un reducto conservador. Su acogida por parte del mundo tanguero general, y su actual influencia en las milongas no queer, es una demostración de que nuestra danza sigue viva y se flexibiliza en sintonía con las transformaciones sociales”, dice Docampo en su libro. En la actualidad, la escritora organiza junto con Augusto Balizano el Festival Internacional de Tango Queer en Buenos Aires, que en diciembre irá por su 13ava edición, y coordina la clásica Milonga Tango Queer (IG: tangoqueer).

Por su parte, Liliana Chenlo, bailarina y profesora de Tango Queer, destacó en diálogo con este diario que esta expresión artística amplía el mundo, porque “el poder de elección te deja en libertad frente a cómo bailar el tango acorde a tu deseo, a tu emoción y tus sentimientos. La palabra “Queer” significa sin etiquetas, libre de elección; se puede bailar de un rol, como de otro, no importa el sexo, eso no es definitorio. Lo que define tu elección es cómo vos sentís la música o en qué rol te sentís identificado. El Tango Queer te deja ser libre a la hora de bailar”.  Hoy en día, Chenlo organiza el Festival Queer “Love is Love”, cuya próxima fecha tendrá lugar en febrero del año que viene, y coordina el espacio Diva Milonga (IG: divamilonga).