LUIS ÁNGEL FIRPO ERA UN ESPÉCIMEN ÚNICO. De casi dos metros de altura y cerca de cien kilos de peso, Firpo era un imponente ejemplar físico, pero fueron su arrojo sobre el ring y su audacia fuera del mismo los que le valieron su meteórica fama.

Hijo de inmigrantes italianos y españoles, peón y laburante desde la infancia, pronto supo que su desmesurado tamaño tendría un mejor uso en otros menesteres más redituables, y encontró el camino hacia ese destino cuando se calzó los guantes por primera vez recién a sus 23 años, cuando el boxeo todavía transitaba los arrabales de la ilegalidad.

Cinco años después, tras agotar el circuito local, inicia su campaña en Estados Unidos. El periodismo estadounidense de esa época, en el afán de categorizar su brutal fuerza física con el menor esfuerzo intelectual posible, volcó sobre él los pocos estereotipos que conocían sobre la Argentina en ese momento para bautizarlo como el “Toro Salvaje de las Pampas”.

A medida que lo conocieron, se impuso otro apodo más apropiado, no muy usado en público, pero un secreto a voces entre quienes lo frecuentaban. Brillante para los negocios, amarrete en una escala casi inimaginable y feroz en el manejo del dinero, Firpo se hizo fama de ser más temible y hábil en la mesa de negociaciones que en el mismísimo ring. La prensa de la época, uno de los rejuntes más gloriosos de escribas deportivos en la historia que incluía a nombres como Damon Runyon, Ring Lardner, Hype Igoe y Paul Gallico entre tantos otros, no tardaría en encontrarle un mote apropiado a esos afanes: la “Caja Registradora Salvaje de las Pampas”.

Fue un pionero en la idea de filmar sus peleas y luego hacer giras por cines y teatros del mundo mostrando la filmación y dando un breve y siempre exageradamente heroico relato de sus triunfos. Buscaba deliberadamente pagar lo menos posible por entrenadores y sparrings, prefiriendo hacer peleas lo más seguido posible como preparación para sus combates grandes y así entrenarse en vivo ante una audiencia, y cuando se decidía a entrenar también cobraba entrada para quien quisiera verlo. Su intento por cobrar el derecho a sus entrevistas fracasó, pero fueron pocos los fracasos que tuvo a la hora de recaudar, tanto durante su carrera como en sus años de retiro como empresario y estanciero.

En una anécdota que lo pinta de cuerpo entero, Firpo dejó en claro sus prioridades a la hora de estudiar el arte y el misterio del boxeo. Cuando un grupo de periodistas acudió a un entrenamiento suyo en una granja alejada, su entrenador los recibió y les dijo que los sparrings y demás ayudantes estaban trabajando ya en el gimnasio, mientras que Firpo estaba entregado a “la parte más fuerte de su entrenamiento”, sin disimular un guiño sarcástico.

Al recorrer el establecimiento, los periodistas finalmente encontraron a Firpo, de traje y corbata en su habitación, sacando cuentas de los impuestos que debía pagar por su próxima pelea en la parte trasera de un sobre usado, y profiriendo una estentórea y muy criolla puteada cada vez que se veía obligado a sumarle un cero más a la cifra final. El resto le parecía sencillo. Para Firpo, el boxeo era el arte de subirse al ring y encontrar el momento de embocarle un derechazo letal a su oponente.

Con el paso del tiempo, y por fortuna para él, esa sería la única mano que necesitaría para tallar su nombre en la historia.

JACK DEMPSEY ERA UN DIGNO HIJO DE SU ÉPOCA Y SU LUGAR. El salvaje oeste de la fiebre del oro y la violencia como moneda corriente fue la patria chica de su dura infancia. Su escuela fueron las peleas por apuestas a la salida del arduo trabajo en las minas, las fábricas y los talleres ferroviarios. Creció peleando con guantes mínimos o inexistentes, frotándose la cara con salmuera bajo la ilusión de que eso ayudaría a evitar los cortes y masticando pequeñas bolas de alquitrán para endurecer los músculos de su mandíbula, entre otras brutalidades sin sustento científico alguno. Sobre el ring, su única ciencia era la alquimia de poder transformar esa experiencia de vida en huracán de ferocidad desatada.

En su combate por el título mundial ante Jess Willard, un boxeador de mayor tamaño y pegada demoledora, quisieron hacerle pagar un seguro de vida a Dempsey antes de la pelea por temor a que su oponente lo mate sobre el ring. Dempsey respondió dándole a Willard una golpiza cruel y memorable en la que el hasta entonces monarca sufrió no menos de una docena de fracturas en diferentes tramos de su estructura ósea, incluyendo varias en su quijada, y la pérdida de la audición en un oído.

La era del primer jazz, de la “ley seca”, de la Primera Guerra Mundial y del comienzo de un siglo explosivo no podría haber pedido a un campeón más representativo de su tiempo.

EN LA NEGOCIACIÓN PREVIA AL COMBATE, Firpo arrancó con el pie derecho. Dempsey venía del fracaso económico más estrepitoso del boxeo hasta la fecha. Su combate ante Tommy Gibbons en un estadio hecho en madera especialmente traída en tren al pueblo de Shelby, en el estado de Montana, fue un desastre tras el cual el municipio en cuestión cayó en bancarrota. El evento sembró todo tipo de dudas sobre el poder de convocatoria de Dempsey, quien en ese turbulento año de 1923 continuaba siendo cuestionado por el modo en que evitó ser reclutado como conscripto para la Primera Gran Guerra, y fue también un anticlimático sucesor a la pelea más taquillera hasta ese momento, en la que Dempsey superó al francés Georges Carpentier. Aquel había sido el primer combate en generar un millón de dólares en ingresos al convocar a 80.000 personas así como el primero, también, que se transmitió por radio en toda la historia.

Firpo, extranjero y desconocido hasta unos meses antes, pareció emerger de la nada. Enfrentando al excampeón Willard en el enorme estadio de Boyle’s Thirty Acres donde Dempsey había vencido a Carpentier, Firpo aguantó el vendaval del “Gigante de Pottawatomie” durante siete rounds, hasta que uno de sus rectos de derecha aterrizó sobre la todavía frágil quijada de Willard enviándolo a la lona, y de ahí a la derrota y al retiro inmediato.

El derechazo de Firpo enmudeció a la mayoría de los cien mil asistentes en el estadio, en lo que fue la mayor cantidad de gente en presenciar un evento deportivo hasta ese momento, así como la pelea más taquillera de la historia sin un título en juego. La rivalidad estaba planteada fuera del ring. Sólo había que encontrar la manera de llevarla al cuadrilátero.

LAS BLANCAS LONAS DEL RING RECIBIERON PRIMERO A FIRPO, con su bata a cuadros cubriendo esa monumental humanidad coronada por un jopo frondoso y enhiesto.

Dempsey subió después sin su amuleto preferido, un sweater marrón que siempre lo acompañaba. En su lugar vistió un cardigan blanco que solo le cubría los hombros. Los casi diez centímetros (digamos que fueron nueve, para que el Dante sume otra analogía a su colección) que Firpo le sacaba a Dempsey eran más que visibles, pero aún más lo eran los casi doce kilogramos de ventaja del argentino por sobre el campeón.

Quedaba cada vez menos gente en el ring. Uno de los últimos en bajarse fue el veterano anunciador Joe Humphreys, quien pidiendo ilusamente silencio con gestos ampulosos a la multitud presente procedió a presentar a los boxeadores desde el centro del ring a grito pelado, porque según él, “los micrófonos son para los maricones”. El rugir de la multitud ahogó el sonar del primer campanazo, y lo que sucedió inmediatamente después hizo que el volumen de ese rugido se multiplicase en un crescendo frenético y agobiante.

Fiel a su estilo, y desestimando la noción de que el campeón tiene que esperar a que el rival ataque primero, Dempsey se lanzó con furia sobre Firpo para inculcarle un temprano respeto al poder de sus puños. La táctica no podría haber fallado más espectacularmente. Firpo lo recibió con un gesto que rara vez había usado hasta ese día: un paso al costado. Y tras él, un derechazo que le dobló las rodillas a Dempsey y lo divorció momentáneamente de su sentido del equilibrio. A pesar de que Dempsey no cayó del todo, sus rodillas tocan la lona en lo que en cualquier otro momento de la historia del boxeo hubiese sido declarado una caída, y se transformó en la primera injusticia de la noche al no ser decretada como tal por el réferi Jack Gallagher.

Un grito de angustia se mezcló con el rugido de aliento de fondo ante el estupor del momento. Pero ese grito pronto se convertiría en un aullido de júbilo cuando Dempsey, ya de pie y recuperado luego de mantener amarrado a Firpo durante unos segundos, replicó con un derechazo al cuerpo y envió a Firpo a la lona por primera vez, en una pelea en la que el argentino pasaría casi igual cantidad de tiempo en ellas de bruces que de pie. Los conteos de protección eran breves, sin la obligación actual de llegar hasta ocho. A la cuenta de tres, Dempsey ya estaba sobre Firpo renovando su castigo y enviándolo al piso nuevamente.

Dos caídas más se suceden rápidamente. Es Firpo ahora quien amarra a Dempsey para tratar de afianzarse y reiniciar su ataque, pero Dempsey se libera para seguir derribando al argentino una y otra vez. Una cuarta caída pone a Firpo de espaldas en la lona para el conteo más largo hasta ese momento. Revolcándose dolorido y con los brazos extendidos, Firpo parece liquidado. La pelea no lleva mucho más de un minuto, y el deseo de Rickard de que el combate se extienda lo suficiente como para que la multitud se entretenga parece estar en peligro de no cumplirse.

Malherido, Firpo se reconcilia con la verticalidad y vuelve a ponerse de pie justo ante la cuenta de nueve, mientras Dempsey revolotea a centímetros de distancia, listo para hacer leña del árbol caído. La quinta caída es casi un accidente, con Firpo tocando la lona con sus guantes y recuperado de inmediato. Es con ese envión de su salto hacia la posición erecta que Firpo conecta un par de manos potentes ante un Dempsey enceguecido por la posibilidad de terminar la faena de manera aplastante. El campeón no tarda en recuperar la iniciativa y vuelve a derribar a Firpo dos veces más con soberbios mazazos al mentón.

Con siete caídas en menos de dos minutos, este combate hubiese terminado dos veces en cualquier otra era de este deporte. Pero aquí estamos surfeando la ardiente sopa de hidrógeno caldeado inmediatamente posterior al big bang del boxeo. Territorio inexplorado, con reglas en pleno desarrollo, a falta de mayores referentes. Una de esas reglas estaba a punto de ser puesta a prueba de manera categórica. Y aún hoy, con los planetas del universo boxístico ya formados y en predecible y prolija órbita, los ecos de aquella caída siguen reverberando en las olas gravitatorias de aquel tremendo e histórico momento.

LA CAÍDA DE DEMPSEY terminó sobre la máquina de escribir del periodista Jack Lawrence. El estupor general dejó sin palabras a todas las demás máquinas de escribir, y ahogó un grito de pavor en la multitud.

El gran Jack Dempsey, campeón mundial indiscutido de peso completo, había salido volando por entre las cuerdas tras una serie de monstruosos derechazos de Firpo, que se fueron acumulando uno sobre otro con la potencia de un ariete abriendo un hueco en una muralla. El golpe que depositó a Dempsey del otro lado de las sogas cumplió así, al menos parcialmente, con la profecía de su ejecutor de derribar al campeón aún con una sola mano sana, ayudado apenas por un par de zurdas tímidas y sin mayor efecto.

Junto a Perry Grogan, telegrafista de Western Union asignado a la transmisión del evento, Lawrence empujó a Dempsey nuevamente hacia la falda del ring. En el esfuerzo, el juez Kid McFarland se ligó un golpe accidental en el ojo que, en otro combate, le hubiese impedido hacer su trabajo.

El momento en que Dempsey salió despedido entre las cuerdas dio comienzo a un histórico debate en el que los cronómetros, la velocidad de la filmación en aquellos días, los conflictivos testimonios de los presentes y los mitos populares se entrelazaron para dar vida a una novela que trascendió, al igual que la humanidad de Dempsey en ese instante, los límites del ring en aquella noche neoyorquina y en el futuro. Un argumento indica que los pies de Dempsey nunca dejaron de estar en contacto con la lona del ring, a pesar de que ese contacto fue en el lado externo del ensogado.

Otro argumento es que las sogas estaban flojas, algo común en la época, y que eso facilitó la salida de Dempsey hacia el ringside. Hay quienes argumentan aún hoy, sin sustento comprobable alguno, que la versión final de la filmación difundida posteriormente fue editada para que los más de catorce segundos que pasó Dempsey fuera del ring se redujeran a nueve.

La regla de diez segundos para ponerse de pie estaba suplementada también por una regla que otorgaba veinte segundos para regresar al ring, en caso de una caída hacia el exterior. Dempsey no estuvo más de quince segundos fuera del ring, pero esa misma regla indicaba que el regreso debía realizarse sin asistencia externa alguna, lo cual no fue así en este caso. El debate es fútil, pero la certeza es una sola: durante al menos nueve segundos, un argentino, el primero en calzarse los guantes para desafiar a un campeón mundial, se plantó solo sobre el ring, y fueron solamente unos breves momentos y la falta de reglas claras lo que lo separaron de la gloria eterna.

No sería la última vez en la historia que ese coqueteo con la inmortalidad quedaría inconcluso para un deportista argentino.

EL REGRESO DE DEMPSEY AL CUADRILÁTERO puso fin al primer asalto más salvaje de la historia. Para cuando sonó la campana dando inicio al segundo round, un par de cosas más ya habían volado fuera del ring.

Las críticas a Dempsey por evitar ir a la guerra fue una de ellas. Pasarían muchos años antes de que sus coterráneos lo perdonaran por esa supuesta muestra de cobardía, pero la mayoría de ellos se lamentaron por no haberlo tenido a Dempsey en sus trincheras durante ese conflicto luego de verlo arremeter ante Firpo. En el rincón de Firpo, voló por los aires el prolijo libro de fotografías enviado por su amigo Félix Bunge desde Buenos Aires, en el que ilustraba a través del uso de dos actores los diferentes golpes y tácticas que Firpo debía usar ante Dempsey. Las apuestas ya estaban cerradas, pero el favoritismo de tres a uno para Dempsey también voló por los aires, aun cuando la apuesta unánime era que la pelea jamás llegaría al final pactado a 15 asaltos.

Con las reglas actuales, Dempsey hubiese triunfado en menos de un minuto. Suspendiendo el uso de la regla de tres caídas, Dempsey hubiese quizás sufrido un descuento de un punto por ser ayudado a subir al ring, y luego hubiese ganado el combate. Las sales que se usaron para resucitar a Dempsey durante el único minuto de descanso del combate también serían ilegales con el tiempo.

Los escenarios posibles fueron muchos, y la combinación de reglas soslayadas, creadas u olvidadas para ese combate sigue siendo motivo de polémica, un siglo después. Lo que nadie cuestiona es el arrojo de ambos contendientes, quienes entendieron como nadie todo lo que estaba en juego en esa noche bajo las estrellas neoyorquinas, y dejaron una actuación histórica que sigue dando que hablar.

Con la espalda cortada por las teclas de la máquina de escribir sobre la que aterrizó, con el cerebro sacudido por los golpes, y con su destino en juego, Dempsey puso en orden su cabeza y logró reordenar su ataque para derribar a Firpo un par de veces más, logrando defender su título mundial de la manera más contundente y sin dejar dudas. Tras la última caída, y en un momento que emana cantidades similares de caballerosidad y de culpa, Dempsey se acerca a Firpo a ayudarlo a levantarse de la lona luego de que se decretara el nocaut. Ausente en el cuadro del momento estuvo el réferi, Jack Gallagher, quien luego admitiría su favoritismo hacia Dempsey afirmando que “si por mí fuese, el título de peso pesado jamás saldría de los Estados Unidos”. Sus dichos le valieron la repulsa general de propios y ajenos, y ese rechazo sumado al sentimiento de culpa por las tropelías de esa noche le pesaría como un tormento insostenible para impulsarlo al suicidio unos años después.

Firpo regresaría luego a la Argentina cubierto de gloria aun en la derrota, transformándose en millonario hacendado, no sin antes inaugurar formalmente el boxeo profesional en su país al recibir la licencia número uno en la historia de ese deporte. “Si hubiesen peleado en una balsa en medio del río, Luis Ángel Firpo hubiese derrotado a Jack Dempsey para transformarse en el campeón mundial de peso pesado”, observó años después el genial periodista Bert Randolph Sugar. Las pocas o muchas reglas, y las diferencias en su observación en aquel momento, conspiraron para que Firpo regrese a Argentina con el manto del “vencedor moral” como único premio. Serían muchos los que lo sucederían en ocupar ese indeseado espacio a lo largo de los años.