Van 77 minutos y 13 segundos. En este momento, Enzo Fernández baja la pelota con el pie pero parece hacerlo con una mirada, acaso con la mente. Cristian Romero, Cuti, acaba de rechazar con la cabeza un lanzamiento a la nada de Hugo Lloris, el arquero francés. Enzo duerme la pelota bajo sus tapones, la pisa, se la pasa a Marcos Acuña, que se la pasa a Alexis Mac Allister. Todo parece perfecto. Alexis la aguanta, vuelve a tocar para Enzo, que abre a la derecha para Rodrigo De Paul y que a un toque se la da a Nahuel Molina. La Argentina gana 2-0 la final del Mundial de Qatar. En un rato, unos 15 minutos, puede ser campeona del mundo después de 36 años. En ese momento, quizá Lionel Messi caiga sobre el césped del estadio Lusail y quizá llore, quizá vayan a abrazarlo sus compañeros, quizá solo se ría, pero será campeón del mundo. Es todo lo que deseamos, lo que queremos que suceda. Por la Argentina y por él.

Molina busca el pase y lo vuelve a encontrar a Enzo. Van 77 minutos y 30 segundos. Enzo lo encuentra a De Paul sobre la derecha, tocan, entra Messi en escena. En el Lusail se escucha un ole, ole, ole, unas ganas bárbaras de empezar a celebrar lo que hasta acá es el partido de un equipo, la Selección argentina, dueña del juego, de la pelota, de los detalles tácticos, de la tribuna. De la fiesta que ya es y de la que se viene también. Hay lateral para la Argentina. Lo saca Molina a los 78 minutos exactos.

Una pausa acá, con la pelota yendo hacia Enzo, congelada en el aire. ¿Qué somos en este momento? Un pueblo feliz y quizá por primera vez en estado de tranquilidad. Revisemos lo que pasa en las casas en este momento, las caras que tenemos, los comentarios que nos hacemos, qué jugador Alexis, qué jugador Enzo, qué partido de De Paul, no podés dejar a nadie afuera. Entre De Paul y Molina anularon a Kylian Mbappé, el villano más temido de este Mundial. ¿Y la dupla de centrales? Otamendi cierra un Mundial descomunal, Cuti Romero fue de menor a mayor. ¿Qué más se dice en este momento? Se dice Messi, se disfruta con Messi, con el equipo, se canta en el estadio «vamo, vamo, Selección, hoy te vinimo a alentar, para ser campeón, hoy hay que ganar». Y la Selección cumple el mandato popular, gana y es un pavoneo por la final del mundo. ¿Esto va a ser así? ¿Contra Francia? ¿Con todo lo que pasó hasta acá, lo que costó, penales, tiempos suplementarios, una derrota en el primer partido? ¿Esto va a ser así?

El drone imaginario que entra a las casas desde las calles vacías a los 78 minutos, que va desde Qatar hasta la Argentina, que sobrevuela India y Bangladesh, la unidad tercermundista que logra Messi, toma imágenes de gente rozagante, gente dispuesta al goce, a una clase de alegría que hasta ahí resultaba desconocida para una generación, la que nació después de 1986 o un poco antes. Es la generación de esta Selección, todos nacidos después del Mundial de México, criados a videos de lo que fue el paraíso de Maradona. Messi, que es el mayor con 35 años, nació un año después, el 24 de junio de 1987. O sea, él mismo está llamado a ser el redentor, el que libere a los suyos de las frustraciones pasadas, atados a volver todo el tiempo sobre lo que no vivieron.

La idea tan repetida del Messías es bastante exacta para este humano, cruza todas las religiones. Es el salvador. Para el fútbol, una religión de millones, inclusive de ateos, es el hijo de D10S, llamado a rescatar a su pueblo. Maradona, el Diego, murió el 25 de noviembre de 2020, dos años antes de Qatar. Messi, que hasta entonces no había logrado títulos con la Selección mayor, levantó la Copa América de 2021 en el Maracaná, la Finalissima contra Italia en Wembley y ahora en el Lusail espera que esto sea el final para alzar lo que más quiso siempre, la Copa del Mundo.

Descongelemos la imagen, dejemos correr el tiempo. Enzo se la devuelve a Molina, que intenta jugar por la raya pero queda encerrado, lo presiona Rabiot, todo se ensucia, la pelota le rebota y hay un despeje que estira Mbappé y que Kolo Muani decide pelearle a Otamendi, que está más cerca de la pelota pero el francés es una gacela. Otra vez pausa. Estábamos tranquilos, transitábamos una final con paz y alegría, así que recordarnos en ese momento tiene algo de morbo: miren en cámara lenta cómo nos va a cambiar la cara, cómo todo este sosiego se va a convertir en nervios, cómo se nos empieza a esfumar en la mente lo que imaginábamos de este día. Acá estamos, sonriéndonos y haciéndonos la selfie para la posteridad, pero tenemos la ola que inicia al tsunami a nuestras espaldas.

A los 78 minutos y diez segundos Kolo Muani ya lo pasó a Otamendi y va hacia el área. Otamendi le pone el brazo izquierdo en el hombro derecho. Mbappé pasa por adentro, ya está preparado para recibir el pase. Pero Kolo Muani cae. Intuimos lo que va a pasar, ya nuestro cuerpo lo sabe. El polaco Szymon Marciniak marca penal. Mbappé lo va a hacer, a pesar de que Emiliano Martínez, Dibu, se tire hacia el mismo lugar y llegue a tocarla con su mano derecha. La pelota entra al arco justo a los 79 minutos y veinticuatro segundos, aunque el registro oficial diga que fue a los 80 minutos. El redondeo, de todos modos, pone la hora de entrada a un nuevo territorio, el de la fragilidad. Pasó con Arabia Saudita: cuando entró el primero, cinco minutos después llegó el segundo. Pasó con Países Bajos: cuando entró el primero, el segundo llegó con una diferencia de 18 minutos. Contra Australia se logró frenar ese derrumbe aunque tuvo que aparecer la gigantografía de Dibu Martínez. El partido con Croacia no mereció el sufrimiento.

Pero ahora entramos en la zona de turbulencias, la resistencia al primer golpe, que no duró nada. Son algo más de 40 segundos desde el saque del medio hasta que Messi le roba una pelota a Rabiot. Es el inicio del desastre porque lo que sigue al robo es otro robo. Kingsley Coman se la saca de prepo a Messi, algo que produce dos hechos en uno. Evita que el genio entre en acción y arma el ataque de Francia. Coman se la da a Rabiot y lo que pasa también muestra que Mbappé lo soluciona todo. Porque no es muy bueno lo que arma Rabiot, se la entrega por arriba, obliga a Mbappé a bajarla con la cabeza para Marcus Thuram, que se la vuelve a dar alto, por encima de Romero. Solo que con eso a Mbappé le alcanza, pone el cuerpo de costado, se deja caer y mueve sus piernas como en una tijera. Le pega con la derecha, a la izquierda de Dibu. Es un latigazo de su pie atlético. Van 80 minutos y 59 segundos.

La portada del libro de Edul y Wall.

¿Qué rompió la Argentina para que estas cosas pasen? ¿Qué tipo de maleficio pesa sobre Messi y sobre esta camiseta? ¿O es que existe algún pacto oscuro y oculto para que la felicidad sea precedida por la angustia? Hay una primera reacción en el Lusail, que es el silencio. El estadio se enmudece, y solo quedan los gritos de la minoría francesa. A eso le sigue otra reacción de la mayoría argentina: la de darse fuerza y ánimo. Un comentario se escucha entre los pupitres de prensa, alguien menciona la final de México 86. Esa vez, la Argentina la ganaba 2-0 hasta los 74 minutos con los goles de José Luis Brown y Jorge Valdano. Pero el partido tenía preparado un primer obstáculo, el gol de Karl-Heinz Rummenigge primero y después el de Rudi Völler.

El tiempo naturalizó el empate en esa final de 1986 porque ya sabemos cómo terminó, con el gol de Jorge Burruchaga. Pero la Argentina se levantó en esos nueve minutos que quedaban. Apareció ahí un pase de magia de Maradona, rodeado de las camisetas verdes de Alemania, poniendo la pelota a un toque para la corrida de Burruchaga. Ese instante fue uno de los que más se repitieron entre las imágenes de nuestra vida futbolera, la de los que lo vivimos aunque sea en la infancia y la de los que no lo vivieron. Ahora se reavivaba como esperanza, no como pasado.

La otra final que ganó la Argentina, en 1978, tampoco fue sencilla. La victoria que se había logrado frente a Holanda con el primer gol de Mario Kempes, se desbarató en la misma zona temporal que la selección sufriría en 1986 y 2022, algo que ya puede llamarse una tradición. Esa vez fue gol de cabeza de Dick Nanninga, que tiene una historia detrás, la que cuenta Roberto Saporiti, que formaba parte del cuerpo técnico de César Menotti y que la noche anterior le había asegurado al entrenador que Nanninga, que medía 1,90, no jugaría. Saporiti recuerda que Menotti tenía pensado llevar al banco a Daniel Killer. Eran tiempos donde había que elegir a los suplentes. Saporiti lo convenció de que sentara a Miguel Oviedo, un futbolista de Talleres más versátil en la defensa. Cuando Nanninga se levantó para calentar, Menotti supo que su colaborador se había equivocado. Y se lo recordó: «¿Para qué te habré hecho caso?». Todo hubiera sido peor si Rob Rensenbrink hacía el segundo. Era el final de los 90 minutos. Pero ahí estuvo el palo. Y en el tiempo suplementario estuvieron los goles de Kempes y Daniel Bertoni.

El 18 de diciembre de 2022, Mbappé corre hacia una esquina para que sus compañeros vayan a él, para que lo celebren, es también su batalla personal, la de ser el mejor del mundo. Había retado a los suyos en el vestuario durante el entretiempo, les había dicho que era un partido único, que era una final, que salieran al campo de juego y se dejaran de pavadas. Se encargó él de salvarlos cuando llegaron los 80 minutos de partido, ese tiempo fatal para el fútbol argentino. Pero mientras Mbappé corre, un movimiento se produce en la Argentina. Resulta imperceptible y es cuando Messi ve cómo entra la pelota. Sus rodillas se doblan, están a punto de tocar el piso y es como si algo se activara en él. Entonces las rodillas se enderezan, él se endereza, queda erguido y preparado para sacar del medio. Una sonrisa leve aparece en su cara, una sonrisa casi incómoda, puede que sea de nervios.

Messi no cae de rodillas, eso no va a pasar.

En esa decisión, que es una actitud, quizás esté el código secreto de esta historia.

Empieza el tiempo suplementario. «