La primera imagen que conocí de la vuelta de Mario Alberto Kempes a Bell Ville —su ciudad, mi ciudad— luego del Mundial 78, fue compartida por el usuario de Facebook Lucas Terenzani el 18 de agosto de 2010. No recuerdo cómo ni cuando llegué a ella pero tengo algunas sospechas. Puedo asegurar que ocurrió en esos años, 2010 o 2011, cuando la red social de Marc Zuckerberg estaba en plena expansión. Y también que fue de noche —tarde—, pues en esos años solía quedarme frente a la computadora hasta entrada la madrugada. No mucho más: con Terenzani —bellvillense como nosotros, de 46 años— no comparto la amistad virtual ni real.

En esa fotografía en blanco y negro, Kempes saluda arriba de la autobomba de los Bomberos Voluntarios en la noche del lunes 26 de junio de 1978. Cientos de personas rodean al camión. De fondo, los plátanos de la plaza céntrica 25 de Mayo, prolijamente podados, sirven de tribuna para los niños que quieren ver al goleador del Mundial. 

En diez años, la imagen fue compartida 36 veces y recibió 47 comentarios. “Bienvenido ‘MATADOR’. Caravana de recibimiento a Mario Alberto Kempes, luego de ser campeones del mundo (1978)”, escribió Terenzani.

En los comentarios, muchos recordaron esos días, la caravana, los goles a Holanda, los festejos, el frío, la lluvia, los militares. “En [el] 78 no había nada para festejar eh! Hagan memoria. Todo esto pasaba mientras torturaban y mataban a pibes. Yo era chiquito, pero me acuerdo”, comentó un usuario. “Sí, sí, se sabe, pero no vendría al caso, acá estamos disfrutando de esta foto y recordando anécdotas de la llegada del Mario a Bell Ville”, le respondieron.

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Kempes, la vuelta de Kempes, esos días de 1978, Kempes en Bell Ville, (sus vueltas), se convirtieron  —a lo largo de dos años, con mayor o menor intensidad— en una obsesión, en un rompecabezas con piezas dispersas.

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No fue fácil. 

Por momentos advertía que lo que tenía escrito era una especie de “no historia”. Líneas y párrafos mencionando una autobomba y por las calles que pasó, casi en el límite de escribir “fuerzas vivas”, ese término cívico-militar que en dictadura reemplaza a las autoridades de la democracia y que todavía es frecuente en esta aldea. 

La historia era similar a lo que le había pasado a otros compañeros de Kempes, como los santiagueños Luis Galván —cuando llegó a Fernández, su pueblo (“El día que Fernández se llamó Galván”, tituló El Gráfico)— y René Housemann —recibido en la ciudad de La Banda. Eran coberturas que morían ahí, en ese contexto. Todos los campeones o “protagonistas” del interior del país tuvieron su autobomba: Del Potro en Tandil, Buenos Aires; Rubén Wolkowyski en Castelli, Chaco; y Jorge Locomotora Castro en Caleta Olivia, Santa Cruz, entre otros.

En diciembre de 2016, cuando la ciudad bonaerense de Azul recibió a Federico Delbonis, el héroe que le dio a la Argentina su primera Copa Davis, el jefe del cuartel de bomberos local, precisó: “Elegimos la autobomba más linda, la más alta”.

La autobomba, ese lugar común cruzando la 9 de julio.

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Entonces, ¿por qué escribir sobre la vuelta de Mario Kempes a Bell Ville si me fui dando cuenta que lo que tenía era una “no historia”? 

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Notaba en los campeones de 1978 una transición hacia el fútbol de mercado. Sobrevivían aspectos del amateurismo, matices. “Mario Kempes también es el referente de la última generación de jugadores previa a la superprofesionalización del fútbol. Aquellos jugadores que practicaban el deporte por ‘amor al arte’, lejos de imaginarse que la televisión se transformaría, años más tarde, en dueña y señora del juego”, escribió el periodista mendocino Federico Chaine en El Matador (Homo Sapiens Ediciones, 1997).

Imaginar al mejor jugador del Mundial, con el botín y balón de oro, viajando por una ruta con sus padres, solos, menos de veinticuatro horas después de ser campeón y de hacer dos goles en la final del Mundial disputado en su país es hoy un absurdo. 

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También, a medida que avanzaba, advertí que necesitaba reencontrarme con personajes de mi niñez. Rufianes a los que escuché en sobremesas caóticas. Personas que parecían salidas de un cuento de Fontanarrosa. 

Volví a la primera patria que es la infancia, en la que el fútbol era una totalidad. 

Mi primera noción del mundo fue por los mundiales. Cada país con su bandera, sus idiomas, sus tradiciones. Y las preguntas sin respuestas: ¿por qué la bandera de Holanda no es naranja como su camiseta? 

El fútbol precedía a la idea de Nación.

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El impacto del Mundial en las generaciones que luego oficiaron de nuestros padres hizo que desde niño tuviera la noción –vaga, imprecisa, rudimentaria– de que en Argentina, en Bell Ville, algo ocurrió durante el invierno de 1978. 

Mi papá —fallecido en 2005— me contaba haber visto el mejor partido del Mundial, Alemania-Holanda, 2 a 2, en Córdoba. De niño, esa curiosidad, el hecho único de ver el mundial en tu país, siempre me intrigó. Pienso en Juan, mi amigo, colándose en el Maracaná para ver Argentina-Bosnia en el Mundial de Brasil; o en las fotos que me mandaba mi hermano desde Rusia en 2018. En la Plaza Roja, mezclado con hinchas uruguayos, polacos e iraníes. En museos. En Volvogrado debajo de esa mujer de 87 metros que es la Estatua a la Madre Patria. Impresionante, sí. Pero un Mundial en tu país, es otra cosa. Y eso ocurrió en 1978.

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Hace unos años encontré una caja con recuerdos de mi abuelo materno Juan Filippi, fallecido en 1997.  Postales, cartas, fotos, acumuladas durante 87 años se apilaban en una caja de zapatos. Unas treinta fotografías en blanco y negro lo retratan joven, futbolista, de camisa y pantalón corto en las décadas del veinte y el treinta, jugando para Santa Cecilia de Chilibroste, el pueblo de 400 habitantes —distante 80 kilómetros de Bell Ville— en el que había nacido; y en Defensores de Juventud de Justiniano Posse, otra localidad vecina. 

Pero la imagen que más llamó mi atención lo muestra a él de anteojos al lado de Mario Kempes junto a otro hombre que no reconocía. La foto de 12,5 x 8,5 centímetros tiene impresa la fecha sobre el marco blanco de los costados: JUL 78

Julio de 1978, días después del Mundial. 

Susan Sontag en su ensayo Sobre la fotografía (Alfaguara, 2006), escribió: “Una fotografía es a la vez una pseudopresencia y un signo de ausencia. Como el fuego del hogar, las fotografías —sobre todo las de personas, de paisajes distantes y ciudades remotas, de un pasado desaparecido— incitan a la ensoñación”.

La foto de mi abuelo fue un disparador para escribir esta historia. Me parece fantástica. Imperfecta, espontánea. El pelo blanco, los anteojos, su ropa sencilla, sobria. La mano derecha sobre el hombro del Matador. 79 años contra 23.

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A cada uno de los entrevistados —bellvillenses todos— les pregunté si fueron a ver algún partido del Mundial. Así, entre los más extraños, están Irán-Perú, disputado en Córdoba, que Hernán Garelli vio en compañía de un tío; y otro en Rosario entre “dos países raros” al que asistió Enrique Malbrán, amigo de mi papá, con entradas regaladas por el Banco Nación. (Observando el fixture, supongo que puede haber sido Túnez 3-México 1, jugado el viernes 12 de junio por el Grupo 2). 

Luis Enrique Moncada (h) estuvo en el Gigante de Arroyito en el partido que clasificó a Argentina a la final: El polémico 6-0 a Perú.

—Realmente no puedo describir lo que fue ese partido. Estaba detrás del arco, donde en el segundo tiempo hicimos cuatro goles. En ese segundo periodo la sucesión de goles impedía razonar algo del juego que veíamos, todo era alegría y abrazos que se confundían, lágrimas que se derramaban —me dijo Moncada en su casa en agosto de 2019, días antes de viajar a Dinamarca para visitar a sus hijos y nietos. 

Ese partido frente a Perú también lo observó desde la popular Hugo Kempes, hermano del goleador del Mundial. “A la cancha fui con mi tío a ver los tres partidos que jugaron en Rosario por la segunda fase”, recuerda. Los otros dos partidos en Rosario fueron ante Polonia (2-0) y Brasil (0-0).

Y el partido más extraordinario, sin dudas, fue el que le tocó a Leonardo Casulli y a Raúl Pitta: la final, jugada el domingo 25 de junio de 1978. Ambos conservaron su entrada al partido número 38 del Mundial.

“Estuve presente en la final. Fueron bárbaros los momentos que vivimos, Mario haciendo los goles y el Gallego Pitta mostrando el documento, diciendo que éramos de Bell Ville”, recuerda Roberto Falco, a través de Facebook.

A Raúl Pitta le consulté si era cierta aquella historia:

—Es mentira que me puse a decir que era de Bell Ville. A lo mejor, después lo dije en algún bar y de ahí quedó.

La mayoría conserva su foto de aquellos días. Ellos y Kempes. Ellos y el Mundial.

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En las primeras páginas de 78, Historia oral del Mundial (Sudamericana, 2018), Matías Bauso afirma que gran parte de lo que creemos saber de Argentina 78 es erróneo: los hechos históricos quedan relegados frente a mitos y falsedades afianzadas a base de repeticiones sin sustento; atravesadas por el contexto político y deportivo.

Durante este tiempo volví a la primera foto que vi de la vuelta, la que compartió Lucas Terenzani en Facebook en 2010, a sus comentarios. Recordé una frase del escritor español Javier Cercas que el periodista Andrés Burgo rescató en su libro El partido (Tusquets, 2016): “Anteponemos nuestros recuerdos a lo que realmente sucedió”. Comprendí que para Kempes había sido sólo su vuelta, pero para muchos la vuelta fueron días, semanas, que sobrevivieron años. 

Luego de cuarenta años, Claudia Bustos, una de las que comentó la foto de Terenzani, todavía juega con esa idea: “Nací en diciembre de 1976 y en el 78 no llegaba a tener dos años  por lo que siempre pensé que lo que vi en esa foto no era más que un sueño, pero es muy vívida para mí la sensación de verlo pasar en el autobomba de los bomberos. Será que como mi papá era bombero siempre mis recuerdos están ligados a las autobombas”, me cuenta por Facebook.

Me contacté con muchos de los que comentaron la foto de Lucas Terenzani, el paso del tiempo y la emoción de sus (desordenados) recuerdos forman una verdad parcial de los agitados días de junio y julio de 1978.

Entre los nuestros faltan los registros escritos, aparecen fotos familiares. Sobran los olvidos (algunos oportunos), los vacíos, los relatos diversos. Todos habitan una zona de grises, un mosaico de recuerdos donde manda la memoria, a veces selectiva, que recorta y pega.

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Cronológicamente, la historia de la vuelta ocurrió entre el lunes 26 de junio y la madrugada del 15 de julio de 1978, el día que Mario Alberto Kempes cumplió 24 años; pero en el corazón de muchos todavía sigue sucediendo.