El 6 de abril de 1999 La Nación publicó los resultados de una encuesta a referís y futbolistas de Primera División. Se les había preguntado, entre otras cosas, quién era el mejor árbitro del país. Eran tiempos de cambios en el referato argentino. Javier Castrilli había pegado un portazo apenas tres meses después de dirigir en el Mundial de Francia. Su renuncia fue estruendosa: reveló aprietes, radicó denuncias en tribunales, expuso en el Congreso. Algo olía muy mal en la AFA. La salida de Castrilli dejó un espacio que no sería fácil de llenar. Algunos vimos en un joven juez de ascenso meteórico a una suerte de sucesor, el mismo que en la encuesta fue elegido como el mejor árbitro de la Argentina: Fabián Madorrán.

Sin embargo, Madorrán estaba lejos de festejar el resultado. Mientras colegas y jugadores lo ponderaban, él recorría los medios de comunicación desmintiendo un rumor que se había extendido en el mundo del fútbol: su homosexualidad. La revista El Gráfico del 20 de abril de aquel año dedicó cuatro páginas al tema. Si el título era tragicómico («Lloré mucho cuando me tildaron de homosexual»), la bajada hoy difícilmente pasaría el filtro de cualquier editor: «Un caso humano, lacerante y descarnado. El juez internacional Fabián Hugo Madorrán enfrenta una calumnia que atormenta sus días». No hay remate. A fines de 1999 Madorrán culminó su derrotero negacionista en el programa Fútbol virtual, del viejo ATC. El conductor era Guillermo Marconi, por entonces (y todavía) secretario general del SADRA, el sindicato de árbitros al que Madorrán pertenecía. En ese reportaje Fabián dejó una frase que se me grabó a fuego: «Quisiera salir en los medios deportivos por un cuestionamiento a mi forma de arbitrar, porque me equivoqué en un penal o en una expulsión y no por el tema de mi sexualidad». Madorrán se defendía, por poco pedía clemencia. Su delito: ser puto.

En 1999 yo tenía 19 años y daba los primeros pasos en el arbitraje de AFA. Dirigía futbol de salón, divisiones formativas del ascenso, fútbol femenino. También lidiaba con mi homosexualidad: estaba saliendo del clóset, en puntas de pie, no fuera cosa que los pasos se escucharan en los pasillos de la Dirección de Árbitros y significaran razón suficiente para que me dieran de baja. Durante los (pocos) años que ejercí pude ver cómo en las aulas del sindicato, en el cuarto piso de AFA, en las veredas de la calle Viamonte, Madorrán era el chiste fácil, receptor de todas las burlas. El mensaje disciplinador no dejaba dudas: las maricas en el fútbol tienen lugar como bufones. No importa qué tan bien desempeñen su labor sobre el terreno de juego. Como bien dice el escritor Alejandro Modarelli, ser gay y conseguir sustraerse a la vergüenza del veredicto no está permitido. En el fútbol, para un gay fuera del clóset le está destinada la extranjería permanente.

Las declaraciones de Fabián funcionaron para mí como un golpe de gracia. Si un árbitro FIFA no podía optar por decir públicamente que era homosexual, si lo acosaban micrófono en mano para hacerlo «confesar», si lo seguían para ver qué hacía y a dónde iba durante las noches, ¿qué nos quedaba a los que recién subíamos los primeros pisos de ese rascacielos que era la carrera arbitral?

Cuando de adolescente rumiaba estas cosas me sentía tomado por una mezcla de furia y de impotencia. Quería que Fabián pudiera ser árbitro internacional sin tener que seguir el guión que el secretario general de su sindicato (que también era el mío) empujaba a interpretar en un programa de televisión. Deseaba que el mundillo arbitral pusiera énfasis en resaltar que Fabián Madorrán había sido elegido el mejor árbitro de la Argentina. Quería que Fabián tuviera la posibilidad de agradecer la distinción diciendo: «Sí, soy homosexual, ¿cuál es el problema?». Porque quería tener yo también la posibilidad de hacerlo. Pero Madorrán estaba en Fútbol virtual, obligado a actuar un papel triste para poder continuar con su carrera.

Hoy puedo volver sobre las cosas que pensaba, sin mucha claridad, a finales de 1999. Lo que no está permitido en el fútbol es mostrar signos de «debilidad». Y para mucha gente la homosexualidad está asociada a la falta de valor y de carácter, a la vulnerabilidad; a ser débil. Cualquiera sabe que un varón futbolista (o dirigente, árbitro, entrenador) puede ser evasor de impuestos, apologista de la dictadura o deudor de cuota alimentaria; todo eso merecerá un reproche por lo bajo o, a lo sumo, una condena minoritaria. Pero basta que se instale el rumor de que es homosexual (o que en algún período de su vida estuvo deprimido, o que siente miedo antes de disputar partidos trascendentales, cualquier forma de aquello que es visto como «debilidad») para que ese rasgo pase a ser el que lo define, la única faz de su personalidad que de allí en adelante importe; y para que su carrera quede al borde de la extinción.

Cuando Fabián tomó la decisión de matarse yo ya había colgado el silbato. No tuve el estoicismo ni la capacidad de adaptación de otros árbitros, sobrevivientes del sistema que aún hoy dirigen desde el clóset. Me enteré del suicidio de Fabián en el call center en el que trabajaba y recuerdo que rompí en llanto. Sentí que por segunda vez me arrancaban esos sueños de juventud, demasiado pronto.

Tenía 21 años cuando me fui de AFA. No estaba dispuesto a entregarles quince o veinte años de mi vida a unos hombres rancios a cambio de nada. Los arrebatos de frustración por una decisión sin retorno y tomada tan prematuramente me acompañaron durante un período muy largo. Soñaba que dirigía partidos y me despertaba sobresaltado y con angustia. Ser árbitro de fútbol había sido mi anhelo desde que era chico. Estaba terminando la adolescencia y ya era un exárbitro. Toda una anomalía.

Dos décadas necesité para volver sobre esa experiencia malograda, quitarle la carga de frustración y convertirla en libro: Fuera de juego verá la luz en los próximos días a través de la editorial Tren en movimiento, algo que vivo como una suerte de reparación. A la vez me impresiona que, a pesar del tiempo que transcurrió, el fútbol masculino profesional de AFA sigue resultando inexpugnable para las personas que no somos cis-heterosexuales. «El mejor árbitro es el que pasa desapercibido» nos decían una y otra vez en las clases. Cierto o no, de ninguna manera ese axioma puede trasladarse a nuestro ser y a nuestros vínculos. No es justo para Fabián Madorrán, para mí, ni para nadie. Creo que es necesario que varones jugadores, dirigentes, entrenadores y árbitros en actividad visibilicen otras identidades de género y orientaciones sexuales que no tienen por qué «pasar desapercibidas». Todo lo contrario. La muerte de Fabián Madorrán –el único árbitro de elite argentino que se quitó la vida– nos interpela. ¿De qué sirvió? ¿Cuántas carreras, sueños e ilusiones siguen quedando en el camino? Lejos de un lamento, es un llamado a la acción para hacer caer lo que ya cruje y que el fútbol, ahora sí, sea para todos.

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