El compact lo trajo a casa un amigo de mi hermano. Compañero del colegio marista. ¿Cómo se llamaba? Ya me voy a acordar. Era buen guitarrista. Filoso, ruidoso, poco virtuoso. Al pibe le gustaba el hardcore de la Costa Este gringa: Cro-Mags, Agnostic Front, Sick of It All y toda esa pandilla salvaje nacida y criada en Nueva York, la “gran puta de Babilonia y madre de todos los engendros”, decía Joseph Mitchell, cronista mayúsculo de la isla de la perdición.

Me acordé. Federico, así se hacía llamar el dealer de discos. La obra magna sobre la que echó un haz de luz era la ópera prima de los californianos Rage Against The Machine. El disco fue publicado el 3 de noviembre de 1992. Cumple 30 primaveras. Yo era un mocoso de 13 pirulos cuando llegó a mis manos ese juguete rabioso. Años arltianos. Me da saudade.  

Terremoto bailable y político

Volemos a la costa brava de los Estados Jodidos. “The West is the best”, cantaba Morrison en los ’60, sobre la tierra bañada por el nunca manso Pacífico. No se equivocaba el Rey Lagarto, aclaro yo, en lo que a hardcore y punk se refiere. Black Flag, Dead Kennedys, Circle Jerks y siguen las firmas del parnaso oeste HC de los ’80. En paralelo entró en escena el rap, el hip hop, o cómo cuernos quieran llamarlo. Terremoto bailable y político arriba del río Bravo.

Elipsis hasta principios de los noventa. Sea paciente lector-lectora, ya casi llegamos al crac de 1992. El vaquero Bush padre allá y el menemato por acá. Fin de la Guerra Fría, fin de la Historia según Fukuyama. Hola globalización. Hola neoliberalismo. En el gran norte, ola de violencia racial. Mejor dicho tsunami. ¿Se acuerdan de Roadney King? El tachero negro que molieron a palos cuatro policías blancos en Los Ángeles, la ciudad que no tenía ángel de la guarda. Más bien puros demonios azules que salían a cazar afroamericanos. En abril y mayo, LA se transformó en un infierno poco encantador por las revueltas contra la violencia étnica. Saqueos y marchas de la bronca. Decenas de muertos, miles de heridos, 4000 milicos armados hasta los dientes que no pudieron apagar tanto fuego. Furia, mucha furia contra el Estado blancoide asesino hijo del Ku Klux Klan. La banda de sonido para ese abismo la puso Rage Against The Machine. Su debut puede resumirse en esa palabra: furia. Una línea que susurra Zack de la Rocha en “Freedom”, el tema que cierra el álbum, se tatuó en mi mente desde la primera vez que la escuché: la furia es un regalo.

Ludismo

Desde la cuna aprendió Zack de la Rocha que en la vida hay que pelearla. Lo mamó de su viejo, el muralista y activista chicano Beto de la Rocha. También cuando le contaban las andanzas y desandanzas de su abuelo, José Isaac de la Rocha Acosta, cuadro  pesado de la Revolución Mexicana. El poeta cachorro se formó en la universidad de la calle del under desangelado de LA escuchando dosis desparejas de The Clash, Bad Brains y Run DMC. De pibito tubo una banda, Inside Out, grupo de culto de la escena hardcore local.

Tom Morello nació en el afro Harlem pero en realidad tenía raíces que llegaban hasta el continente negro. Era hijo de Ngethe Njoroge, miembro activo de Mau Mau, la guerrilla que peleó a morir por la independencia de Kenia. Su mamá, Mary Morello, era una activista social con más batallas callejeras que Norma Pla. En 1987, doña Mary fue la impulsora de Parents of Rock and Rap, una orga que luchaba contra la censura en los años victorianos de Reagan. Tom llegó a la Costa Oeste en las postrimerías de los años ochenta con una licenciatura con honores en Ciencia Política por la Universidad de Harvard y un posgrado en guitarra forjado en cátedras musicales variopintas como Led Zeppelin, Bob Dylan y Public Enemy.

Al grupete seminal hay que sumarle ritmo: el bajista Tim Commerford y el baterista Brad Wilk. Hay equipo, señores y señoras. Pero todavía falta un nombre. De la Rocha rescata del olvido el título de una canción adolescente garabateada en algún cuaderno: Rage Against The Machine.  “Rabia contra la máquina”, “lucha contra el sistema”, ludismo puro. “Quería pensar en algo metafóricamente que describiera mis frustraciones respecto a los Estados Unidos, hacia su sistema capitalista y cómo ha esclavizado, explotado y creado una situación muy injusta para mucha gente”. Es palabra de Zack.

El debut fue en octubre del ’91. Hay un video en Youtube que los muestra prendidos fuegos en un patio universitario. ¡Dos personas saltando! No entendían nada los pibes de claustro. Se sabe, las universidades van a iluminar al pueblo el día que ardan.

American Composite fue su primer demo. Salió en diciembre del ’91 y se conseguía en los recitales por 5 dólares. Vendieron 5000 copias en poquitas semanas. Epic, filial de Sony, los fichó al toque. Entraron al estudio de la mano del productor Gggarth Richardson (Chili Pepper, Melvins, L7) y el ingeniero Andy Wallace, dedos de oro del metal de los años ochenta y obrero sonidista del mimado Nevermind de los Nirvana.

Los cuatro forajidos mezclaron punk con rap, metal con funk, hardcore con hip hop, et. al. Una ensalada condimentada por los incisivos poemas del chicano De la Rocha y los retoques volados de Morello.  “Ningún sampler, teclado o sintetizador han sido usados durante la grabación de este disco”, advertía el librito del album. Con aires de DJ, Morello llevó a otro planeta los sonidos que sacaba de su guitarra. Esa que llevaba pintarrajeada la frase “Hay que armar a los sin techo”.

A lo bonzo

La portada del disco merece un párrafo aparte. Una imagen literalmente incendiaria del fotorreportero Malcolm Browne, tomada en Saigón en 1963. El monje Thích Quảng Đức arde a lo bonzo como protesta contra la política de represión de la religión budista en Vietnam del Sur por parte de su presidente Ngô Đình Diệm. ¿Cómo olvidarla?

Esclavos, latinos, indios, obreros, pobres. Hay cadáveres en los pagos del Tío Sam. Las canciones de RATM narran, como sacadas de un libro del historiador Howard Zinn,  la otra historia de los Estados Unidos. El disco abraza clásicos de clásicos fogosos. La primera molotov es “Bomtrack” y la más postrera “Freedom”, la del video que clama libertad para el activista indianista Leonard Peltier. No hay que olvidar otras perlas como “Take The Power Back”, la explosión de “Bullet in the Head” y el groove de “Know Your Enemy”, con el aporte en voces de un tal Maynard James Kennan y la percusión de “rulitos” Perkins de los Jane’s Addiction.

“Killing in the Name Of” es otra historia. Una pieza que condensa todo el ideario de los RATM. Morello detalla: “Es una canción que cobró vida propia más allá del grupo. Ya es uno de los principales himnos rebeldes del rock para las personas que están en primera línea tratando de cambiar el mundo. Frederick Douglas, un esclavo liberado que se convirtió en abolicionista, escribió en su autobiografía: ‘El momento en que me liberé no fue cuando me liberaron físicamente de mis cadenas. El momento en que me liberé fue cuando el amo dijo que sí y yo dije que no’. ¡Y de eso se trata esa canción! Se trata de hacer frente a la autoridad ilegítima dondequiera que levante la cabeza. A veces, pueden ser los padres o puede ser la escuela, su lugar de trabajo o en su gobierno». 

A Federico lo rajaron del colegio poco tiempo después de pasarnos el disco. No tuvimos muchas noticias suyas y su recuerdo se perdió en la más recóndita memoria de los hombres. Algunos años más tarde supe que se hizo hare krishna. A veces lo imaginaba recitando el maha mantra en un loop eterno. Hoy lo recuerdo cantando otro mantra. Rabioso, haciendo fuck you en el frío patio de la escuela y gritándoles a los curas los versos de Zack: “andate a la mierda, no voy a hacer lo que me digas”.