Netflix lanzó a principios de mes «Nobel», la serie noruega creada por Mette Bølstad, Stephen Uhlander y Per-Olav Sørensen para la NRK -la corporación de radiodifusión pública de Noruega- ganadora del Prix Europa 2016 como mejor miniserie del año.

El team creador tiene un antecedente de gran calidad: Kampen on Tungtvannet (The Heavy Water War: Stopping Hitler’s Atomic Bomb, en inglés, Operación Telemark en español), otra miniserie que contaba sobre el proyecto de armas nucleares y la planta de agua pesada que Alemania intentó construir en Noruega durante la Segunda Guerra Mundial.

Nobel remite de inmediato a Homeland, porque su trama cuenta el regreso de Afganistán del teniente Erling Riiser, miembro -como francotirador- del Comando Especial de las Fuerzas Armadas de Noruega, «FSK», una fuerza creada especialmente para la seguridad cotidiana de los ciudadanos de ese país Afganistán. Que no son una rareza: allí hay petróleo y gas, y donde hay petróleo y gas, los intereses noruegos están en juego. Erling regresa a Oslo, allí lo esperan con entusiasmo su mujer y hijo; ella, Johanne, a la sazón jefa de gabinete del Ministro de Relaciones Exteriores de Noruega. Lo que habrá es una historia que se despliega como racimo sobre las múltiples vicisitudes que produce una intervención de este tipo.

Con apenas un capítulo, el juego está explícito; pero falta el famoso por qué. En los siete siguientes, se verá una delicadeza por el asunto político, humano y militar de la que carecen la mayoría de las series dedicadas al “rubro” de guerras contra el terrorismo o fuera del propio territorio. Todas han sido marcadas de alguna manera por la influencia de la ficción estadounidense, que más allá de sus distintos niveles de calidad, tiene su marco de referencia en un sentimiento cultural fuerte en Estados Unidos: que el Tío Sam (el estado), además de esquilmar las finanzas particulares de los ciudadanos, se mete sin tino ni derecho en sus asuntos personales. De ahí que Homeland resultara una gema en ese panorama: si bien con situaciones extremas -desde el inicio hasta voladuras de edificios poco verosímiles-, estuvo guiada por la búsqueda de la sutileza que explica la complejidad.

Puede decirse que Nobel toma a ésa como la lección principal de Homeland, y la profundiza. Se aleja de toda estridencia y profundiza y privilegia las relaciones personales y los intereses que en ellas se juegan. Y lo hace básicamente porque su partido se juega en otra cancha, por decirlo de alguna manera. La política europea responde a otras modalidades que la norteamericana, y hacer creíble la corrupción, el yerro político, la falta de transparencia, necesita de otras formas narrativas. De ahí que Nobel resulte tan eficaz tanto en su planteo como en su desarrollo y resolución.

Se verá entonces que Erling y Johanne comandan dos visiones del mundo diferente que no por eso resultan antagónicas y menos enemigas (por algo son matrimonio y familia). La una militar, pero estrictamente encolumnada al poder político -el bien superior, para ellos, es el mismo que el de los políticos, o sea, la libertad y el bienestar de los ciudadanos-; la otra política, pero sin subestimar las ideas y perspectivas militares tanto de los hechos como de las situaciones. La miniserie registra los problemas que situaciones extremas como puede ser la participación en un guerra puede traer a esa armonía que, si bien nunca es del todo estable, en tiempos de paz resulta más fácil de lograr, o al menos acercarse. Y en tanto que no se ven como enemigos ni antagónicos, confían uno y otro en que los guía el objetivo del equilibrio, y en consecuencia aquellos actos de las personas que resulten equivocados para las distintas situaciones serán vistos y juzgados como la aplicación de una perspectiva inadecuada a la solución que el problema requiere antes que como una intención de perjudicar o afectar el interés general. Lo que hay, en otras palabras, son actos de corrupción, no mecanismos institucionales que hacen de la corrupción un sistema. Por eso los controles institucionales son tan estrictos y exigentes.

De ahí que por momentos la serie no parezca que trata problemas tan urgentes y dramáticos como el terrorismo y la paz, sino de la “normalidad” cotidiana. Y eso, pese al ánimo que despierta su desenlace, es una verdadera bendición: en un mundo audiovisual en el que incluso las series procedentes de latitudes disímiles suelen parecerse muy poco a la expectativa que despierta el deseo, el surgimiento de series como Nobel abriga la esperanza de que, si bien no todo, algunas varias cosas, sobre todo las fundamentales, pueden ser distintas.