Alicia Graciana Eguren Viva (no “Vivas”), “la flaca”, nunca pasó desapercibida. Frente a ella no había lugar para los términos medios: o se la amaba o se la odiaba. Generaba pasiones o atraía cóleras. Ese fue su signo distintivo, junto al inconformismo y la vocación de caminar por realidades grandes, turbulentas, trascendentes. Parecía más alta de lo que era en realidad (su 1,65 era engañoso). Poseía unos ojos de color castaño oscuro: color “miel”, según algunos testimonios, directamente negros según otros. Ojos grandes, vivaces, indiscretos con un toque de melancolía y muy brillosos. Ojos francos y, al mismo tiempo, enigmáticos. Tenía una sonrisa triste e irónica y cuando sonreía se le notaban los incisivos superiores, por eso para John será “Conejo”.

Era atractiva y seductora por varios motivos: por la cadencia de sus movimientos, por su manejo del lenguaje, por su expresión; por su “vanidad justificada”, al decir de John; porque era intrépida e inteligente, aguda y penetrante, apasionada e intransigente, altiva y misteriosa, cálida y sensible, descarada y tímida o “solar y desenfrenada”, como ella sabía autodefinirse.

Pero Alicia, que había nacido promediando la década de 1920 y que, como toda mujer política argentina del siglo XX, estaba expuesta al machismo y sus escollos, también sabía ser “dura”, severa en sus juicios, arrebatada, exigente, ascética; por momentos acorazada, emocionalmente austera. “El llanto no ha sido hecho para mí, o yo para el llanto”, le escribió a John el 21 de julio de 1956. “Aborrezco a los charlatanes que tiemblan ante la muerte”, le escribió a Marcelo Sánchez Sorondo, el 28 de octubre del mismo año. Ambas cartas fueron escritas en la cárcel.

Alicia era casi como una reencarnación femenina del monje dominico florentino Girolamo Savonarola: obstinada en los quehaceres tendientes a realizar su utopía; siempre lanzando rayos contra el poder, el abuso y la injusticia; siempre apostrofando fariseos; inflexible ante la cobardía y la tibieza; intransigente con las debilidades humanas. Incluso con aquellas “demasiado humanas”. Su magnetismo tenía un toque de acero. Su seguridad parecía arrolladora. Habitaba en Alicia un núcleo religioso, místico y hasta mesiánico, más o menos acentuado según las coyunturas históricas y/o personales. Vale decir que hablamos de mística y de mesianismo apelando a sentidos que no son peyorativos, en tanto y en cuanto remiten a la idea de un renacimiento.

Alicia, plena de energía, plena de pasión virulenta, hacía todo con determinación. Sobre todas las cosas: amaba y militaba con determinación. Ponía el cuerpo y el alma en todo lo que hacía. Ejercía libremente su encanto y su firmeza en todos los órdenes de la vida. Nunca se entregaba, tomaba posesión. A nadie le cedía su yo profundo e independiente. Vivía libremente su vida. Jamás se subordinó a la despiadada dictadura de la mirada de las otras y los otros.

Alicia no pasó inadvertida en la década de 1940 cuando, siendo una joven estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, sobresalía como una de las escasas mujeres militantes de un grupo nacionalista. Mucho menos pasó inadvertida cuando, promediando esa misma década, se hizo peronista muy temprano, en una instancia en la que el peronismo apenas asomaba como movimiento político, y en un ambiente social y cultural donde esa opción político-existencial constituía una verdadera herejía.

¿Cuántas jóvenes burguesas y cuántos jóvenes burgueses, que leían y hablaban inglés y francés a la perfección, que asistían a Universidades, fueron capaces de comprender la naturaleza del naciente peronismo? Alicia podría haber sido comunista, socialista y hasta anarquista. Nada de eso iba abiertamente en contra de las exigencias sociales de su entorno. Eran alternativas perfectamente aceptables y digeribles por los círculos ilustrados de la Argentina de aquellos años. Eran “desenfrenos” tolerados. Pero hacerse peronista, en ese tiempo y en su medio, era una acreditada anomalía. Era como hacerse leprosa y paria. O espantapájaros y prófuga. Una falta de delicadeza. Un acto de mal gusto. 

Esos círculos ilustrados muy rápidamente construyeron mitos inferiorizadores sobre el peronismo y sobre las y los peronistas: una “mitología gorila”. Concebían al peronismo como un fenómeno patológico del orden de la simulación y la farsa. Veían la ampliación del espacio público como una expansión de los sitios a ensuciar por el pueblo los domingos y los días feriados. Consideraban que las políticas estatales tendientes a disminuir un poco las desigualdades sociales –no a erradicarlas– eran pura demagogia. No podían aceptar el ingreso de la clase trabajadora a la república burguesa, su república burguesa. Un ingreso insospechado de alterar algún orden fundamental y que apenas demandaba una pequeña cuota de la renta agraria. Tal era la cerrazón de ciertas fracciones de la clase dominante argentina, y de la pequeña burguesía que suele orbitarla, que ni siquiera aceptaban pagar ese módico precio del acuerdo y la adaptación que evitaba toda transformación radical de las estructuras sociales y les garantizaba el orden por la vía de la institucionalización de los conflictos sociales. No querían hacerse cargo de los costos de la anestesia. Sentían pánico ante cualquier gesto de afirmación de una identidad por parte de las y los de abajo. Para esos círculos el peronismo encarnaba unas fuerzas oscuras que creaban un contexto de vejaciones y aquelarre. Era como un agente totalmente extraño al cuerpo social. Era la invasión de los parientes pobres y desarrapados, que se adueñaban de la sala y el comedor “con aire de desafío y los zapatos sucios”, al decir de Ezequiel Martínez Estrada.

Alicia tampoco pasó desapercibida cuando, en frenéticas expediciones, irrumpía provocativa en ambientes ásperos, nada aconsejados para las mujeres de su condición social (según el reparto social de lo que una mujer podía o no). Menos desapercibida pasó cuando, siendo muy joven, se convirtió en coeditora y codirectora de la revista Sexto Continente, un ambicioso proyecto cultural vinculado al peronismo. Su presencia dejaba un halo de desconcierto, especialmente en los seres convencionales.  

Años más tarde, cuando un golpe cívico-militar derrocó al gobierno democrático del general Juan Domingo Perón, en un momento aciago para las y los peronistas, Alicia profundizó su compromiso político. Esa será otra invariante en su vida: irá a fondo en las horas más difíciles, se aferrará a la esencia de su conducta colectiva. Cuando las circunstancias llevaban a otras y a otros a atemperar sus posiciones, ella respondía extremándolas. Cuando “las papas quemaban”, en medio del desbande, ella sacaba a relucir sus convicciones con orgullo recargado. “Su Conejo es un ser ávido e insaciable. En la adversidad y la lucha se enciende y aguza”, le escribe a John, el 13 de julio de 1956. Alicia no tenía emociones tibias. Para ella los términos medios eran el anticipo de una defección. Esta invariante no se limitó a una simple permanencia de algún aspecto particular, sino que se delineó como una función central organizadora de toda su existencia.

Alicia supo vivir inserta en relámpagos. Vivió rápida, ansiosa y furiosamente. Con una confianza ciega en la voluntad humana, especialmente en la propia; en la voluntad como fundamento de la acción histórica. Padeció la cárcel, la tortura y el exilio. Jugó un rol clave en la Resistencia Peronista. En 1956 fue identificada por los marinos represores como “la temeraria”. Ya, desde comienzos de la década de 1960, alentada por la Revolución Cubana, pero sobre todo por su lectura del proceso histórico argentino, intensificó la apuesta: se transformó en socialista revolucionaria, en partidaria de la transformación radical de las estructuras y las superestructuras de la sociedad capitalista. Se instaló durante un tiempo en Cuba: combatió como miliciana, adquirió nuevos saberes teóricos y prácticos, se perfeccionó en las artes agudas de la conspiración. Trabajó junto a Ernesto Che Guevara (y junto a John) en el proyecto de creación de un frente de liberación continental. Militó fervientemente en favor de la revolución en Nuestra América y en el “Tercer Mundo”. Volvió a la Argentina para intervenir activamente en la construcción de la unidad de los sectores revolucionarios.

Podría haber elegido otro camino. Podría haberse convertido en una “intelectual comprometida”, pero decidió ser una militante revolucionaria. Fue una especie de matriarca de la militancia revolucionaria de las décadas de 1960 y 1970. Una personalidad que, si bien pertenecía a una generación anterior, pudo ser asimilada sin inconvenientes por la “nueva izquierda” y por las distintas expresiones contraculturales que cuestionaron todas las jerarquías tradicionales. A diferencia de otras precursoras y otros precursores, Alicia alcanzó la plenitud en el entorno que ayudó a edificar. No sólo contribuyó a desbrozar el camino que luego transitarían las mujeres militantes revolucionarias más jóvenes, sino que, además, caminó con ellas. Supo ser discípula de sus hijas.

Alicia, por lo tanto, no podía pasar desapercibida para la última dictadura militar argentina (1976-1983). Fiel a sí misma, fiel a un proyecto colectivo, fiel a una generación de militantes y combatientes, firmó sus ideas con su propia sangre. Está desaparecida desde el 26 de enero de 1977. Queda como símbolo de lo que Fanny Arango-Keeth llamó el “cuerpo historizado de la matria”; esto es: el “sujeto femenino e histórico como punto de encuentro de una configuración discursiva eufórica en la construcción de la matria”. La matria como espacio –real y utópico– libre de patriarcado, como proyecto de sociedad integralmente emancipada.

La portada de la obra.

Vindicación de la aventura

La tragedia, inevitablemente, conspira contra la aventura y ratifica las críticas amargas y solemnes al “aventurerismo”. Pero, a pesar de todas las refutaciones, no alcanza a desdibujarla del todo. Aquí, lejos de los lugares comunes de la política, lejos de la ecolalia de las jergas instituidas, planteamos una vindicación de la aventura. Porque la aventura es consustancial a la experimentación, a la creación, a la búsqueda de una gratificación por parte de la realidad.

La aventura invita a vivir cuerpo a cuerpo con la historia. Como un corazón que se desborda, plantea el retorno a una especie de estado de antigua y plena libertad. Nunca es ceguera. Produce una apertura por la que se cuela el mundo, por la que ingresan el misterio y el enigma de las otras y los otros. Permite el coqueteo con universos que nadie vio y con experiencias que nadie vivió. Al colocar al sujeto frente a una experiencia límite, lo arranca de sí mismo. La aventura contribuye a crear una ilusión de verdad que produce la poesía del movimiento; de esta manera permite traspasar códigos y asuntos trajinados, agotar los sentidos instituidos y producir otros nuevos.

La aventura está emparentada con el ideal, el romance y la batalla; con la fe, el mito y la heroicidad; con la transformación, con la capacidad de hacerse, deshacerse y consumirse en el riesgo, en la felicidad y en el dolor. Porque claro, la aventura, siempre al borde, puede devenir desventura en cualquier encrucijada.

La aventura, por lo general, no es sin libertad y sin  generosidad. Hay en ella un ejercicio de darse sin cálculos y prevenciones.   

Las revoluciones, en buena medida, son aventuras colectivas. Toda aventura individual cobra un sentido especial cuando entronca con una aventura colectiva. Cuando las líneas de fuga se mancomunan, cuando se realzan las conexiones nuevas, cuando estallan los estratos.

Entonces, la aventura es inherente a una política revolucionaria. Es el repudio de la perfecta unanimidad de los días semejantes. Es el antídoto contra las flores venenosas del estancamiento y la pasividad. Es la negación del determinismo y es una refutación del tiempo. Del tiempo que nunca trabaja espontáneamente para nosotras y nosotros. La aventura es lo único que puede reemplazar al tiempo con éxito. No es justo asociar la aventura con las lógicas instrumentales y elitistas del jacobinismo, a las heroínas y a los héroes “sin sujeto”. Menos en el caso de Alicia. Su aventura fue colectiva, lo mismo que su tragedia. Tampoco es justo contraponerla a las militancias proletarias suntuosas.

En un emblema de la revolución mundial como el Che, Julio Verne y Karl Marx van de la mano. Alicia es una especie de mixtura femenina entre Phileas Fogg y el Capitán Ahab. Nos referimos a los respectivos protagonistas de La vuelta al mundo en 80 días, de Verne y de Moby Dick de Herman Melville. La antiaventura es la política entendida como realización de verdades preestablecidas, como adaptación a lo que es y está, como gestión de lo dado, como inmediatismo, como “turismo”.

Alicia es un personaje sthendaliano (¿o salgariano?), que encuentra la felicidad en el movimiento perpetuo, en la acción, en el acto de recrearse a sí misma en la embriaguez de la aventura. Un quijote femenino. Una dama errante, orgánicamente nómada e inquieta. Por eso, con una “pasión de unidad y eternidad” nunca saciada, hará y exigirá promesas de maravillas, por eso despreciará “lo retaceado e insignificante”.

Alicia intrépida, atrevida, buscará ubicarse en el centro mismo de la aventura. Desde allí ejercerá su magisterio herético y solidario.      

Mazzeo es docente e investigador.
El autor

Miguel Mazzeo nació y vive en Lanús Oeste. Profesor de Historia (Filosofía y Letras-UBA) y Doctor en Ciencias Sociales (UBA). Docente e investigador en la UNLa e investigador del IEALC, en Ciencias Sociales (UBA). Docente en espacios de formación (escuelas, cursos y seminarios) de organizaciones populares y movimientos sociales. Escritor. Publicó artículos y libros en Argentina, Perú, Chile y Venezuela. Se destacan: Introducción al poder popular. El sueño de una cosa (El Colectivo, 2007); ¿Qué (no) Hacer? Apuntes para una crítica de los regímenes emancipatorios (Anarres, 2011); El socialismo enraizado. José Carlos Mariátegui: vigencia de su concepto de Socialismo práctico (Lima: FCE, 2013); El hereje. Apuntes sobre John William Cooke (El Colectivo, 2016).