Muchos hablan de “Charcamata”, foto en mano. Pocos han llegado a este puntito que ni se ve en un mapa. Es un alero con pinturas rupestres que está en uno de los cañadones que se extienden durante 100 km en el noroeste santacruceño y que tallaron las glaciaciones, el viento y el tiempo y convirtieron a la región en un anclaje de la naturaleza en estado puro. 

Desde las localidades de Los Antiguos y Perito Moreno en el extremo norte de este territorio y la franja que abrazan la gran Ruta Nacional 40 y la Ruta Escénica 41, todo al pie de la cordillera, son claves los pueblos de Lago Posadas, Bajo Caracoles y el Parque Provincial Cueva de las Manos con su Sitio Patrimonio de la Humanidad. 

Foto: FOTOS REWILDING/ ZOYEN TURISMO

El río Pinturas nace en el Lago Buenos Aires (Gral. Carreras del lado chileno) y es en parte de su traza que el paisaje del triásico ofrece paisajes exclusivos. En la Región está el Parque Nacional Patagonia. Diversas extensiones fueron alguna vez estancias, donde la Fundación Rewilding Argentina (relacionada con la ex Land Trust del millonario estadounidense Douglas Tompkins) compró campos y diseñó diversas Reservas Naturales con la visión de integrar un gran área natural binacional que, por ahora, tiene distintos portales de acceso en la inmensidad que abarca. 

Pero es el ingreso al novedoso Portal Cañadón Pinturas -de acceso libre y gratuito- el que permite disfrutar de un sinfín de opciones de trekking. Nada más llegar desde la Ruta Nacional 40 a unos 48 kilómetros al sur de la localidad de Perito Moreno, está el centro de informes. A cinco minutos, hay un sitio para estacionar  vehículos o las motor home. Se llega incluso caminando a un primer sendero, “Tierra de Colores”, para disfrutar en familia (con ganas de caminar, obvio). Pero vamos por más. Al sendero sólo se accede con guía autorizado: Claudio Figueroa es el único experto que conoce hasta la entraña misma de la tierra.

Por aquí se conjugan las historias tehuelches y mapuches. Es una travesía mitad en 4×4 y mitad a pie para sentirse un pionero en un territorio inhóspito al que nos gusta decirle Patagonia Infinita.

El horizonte está todo el tiempo o se adivina al fondo del cañadón cuando pega alguna vuelta el río, que es apenas un hilo en algunos tramos. Cuesta imaginar a los primeros ganaderos que llegaron aquí un siglo atrás, cuando hoy lleva toda la vida hacer este viaje que se realiza quizás, una vez o nunca. 

Para Claudio Figueroa, -tercera generación crecida en la región-, el campo y la naturaleza están impregnados en su ADN. Se crió en la zona de Gobernador Gregores a donde llegaron sus abuelos yugoslavos hace un siglo. Nació y creció en la región. Además, estudió turismo y cuando los campos laneros de la zona cambiaron de dueños, fue uno de ellos al que le interesó esta movida. 

“A Charcamata fui en 2009 con el dueño del campo, quien también era el dueño de la estancia Los Toldos en aquel momento. Hasta hoy, es mi lugar en el mundo”, le dice a Tiempo mientras maneja la 4 x4 en la que va un grupo de cuatro con la expectativa de ver lo desconocido.

La excursión comienza en La Posta de Los Toldos, un refugio puesto en valor con amoroso diseño interior bien de campo, rústico chic y con la atención justa para quien ama las travesías. Es uno de los hospedajes de este Portal Cañadón Pinturas, que antes fue un puesto de estancia y que, además, a unos 500 metros de distancia,  cuenta con sitio de acampe para los motor home con instalaciones de duchas y cocina. Impecable.

La aventura

Son las 9, y Figueroa, experto en turismo, llega puntual. Nos mira rápido para aprobar vestimenta, calzado y abrigo y que todos estemos cómodos para caminar ¿Agua? Todos. Comienza la experiencia de este lugar donde siempre se siente como la primera vez, el paisaje está intacto desde hace miles de años. 

Cuesta imaginar alrededor de 80 aleros que albergan estos cañadones de 30 metros de altura de los cuáles sólo es famoso el sitio Cueva de Las Manos, Patrimonio de la Humanidad. Nosotros vamos a otro, también en esta zona de cañadones y adonde se viaja todo un día para acceder y volver.

En la travesía, hay varias estancias privadas como Las Buitreras y La Madrugada que ni se ven, salvo el nombre en los croquis. Pero aquí, por un camino vecinal que sólo conoce nuestro guía, la inmensidad cobra fuerza y dimensión. Es meseta el paisaje y por momentos se ven guanacos y choiques (el ñandú petiso de la Patagonia). El relato es ideal para este viaje porque llega hasta los pueblos originarios. “Más adelante vamos a cruzar por uno de los puestos de la estancia donde vive Tiburcio Sayhueque, su bisabuelo fue el cacique Valentín Sayhueque”, explica y cobra mística el viaje.

El paisaje cambia a medida que subimos y descendemos de la meseta. Figueroa señala el río, que en un recodo se ensancha pero aún mantiene una capa de hielo en la mañana de otoño. 

Las estancias que aún perduran “son parte de la historia de la ganadería regional”, cuenta como al pasar mientras estudia rápido el río que de lejos era un hilo. De cerca es ancho, profundo y corre fuerte. Del otro lado se ve un monte de árboles aún verdes y otros dorados que resguardan la casa sencilla de campo donde vive Sayhueque. No vamos a molestar, sale humo de la chimenea, debe tener un fuego encendido para resguardarse del frío.

Seguimos viaje hasta que el camino trepa casi hasta arriba de la meseta y dibuja otra curva gigante en el paisaje que, en el fondo, revela otro monte de árboles y se adivina una casa. Media hora pasa hasta que llegamos, cruzamos de nuevo el río, rogando que no se quede el vehículo, y los caballos sueltos, unos criollos fuertes, se alejan al tranco. 

Nadie por aquí ni por allá. Parece abandonado. Avanzamos por una huella hasta una tranquera que muestra el camino, ahora, hacia un cañadón cerrado. El viaje es a los tumbos. De difícil el acceso. Detiene la marcha y anuncia: “Ahora seguimos de a pie”.

Paso a paso

Cada uno con su botella de agua y un abrigo en capas. Cuando pega la sombra hace frío de verdad. Cuando pega el sol, también. El guía va atento y mira hacia la cima rocosa de un lado y del otro por si asoma un chinchillón anaranjado, uno de los roedores gigantes (Vizcacha de la Patagonia) que habita la zona, pero está muy escondido. 

Hay una primera parada y sirve de descanso. Trepamos unos metros sobre una explanada natural de roca y la sombra se pone bien fría cuando ingresamos a un alero en la montaña. Han trabajado arqueólogos y vemos las primeras pinturas rupestres sobre sus muros. Es tan difícil llegar que estremece la intimidad de estar parado junto la pared de piedra mirando en solitario esa huella pintada por el hombre hace siete mil años. 

El guía se sonríe tranquilo y explica la importancia del suelo, la roca, la formación, y uno aprende de “fallas geológicas”, de “ignimbrita” de “meseta Basáltica” de paredones de 300 metros de altura. El temor es que aparezca un puma, pero casi creés que también puede aparecer un dinosaurio. 

Charcamata

La experiencia continúa, siempre a pie. El cielo turquesa, alguna nube lo nubla y uno mira desde abajo y al costado en un sinfín de cañadones, que parecen laberintos diseñados por un gigante. “Me dejan acá y me largo a llorar”, dice una rezagada ante la inmensidad y lo infinito del paisaje.

El verde es intenso cuando hay más agua y por momentos juegan a hacer reflejos la piedra y las algas, los musgos y el cielo. Es realmente emocionante la experiencia, por su simpleza, la de caminar en la naturaleza. 

De pronto, el paisaje se abre, el ancho del cañadón es como de cien metros, nos vemos más pequeños que nunca y la montaña tiene al pie una boca gigante. “Es ahí”, dice el guía y ya está adentro. Enorme el “alero” de unos 80 metros de largo, 40 de alto y 20 de profundidad. Hace mucho frío en la sombra, aprovechamos el mediodía y nos sentamos al sol a probar las “viandas”: tarta, sándwich y fruta, que todos devoramos. El sol se apura y nosotros también: queremos ver todas las pinturas rupestres en el alero gigante de Charcamata.

“Lo que están viendo no ha sufrido la intervención humana actual, ni el cañadón, ni el cauce, ni este alero”, explica Claudio. Cada vez que llega, se da cuenta que estar tan cerca, en la intimidad del lugar, en silencio, viendo y re-descubriendo cada vez algo nuevo es lo que le hace sentir que es “su lugar” en el mundo.

Manos, puntos, guanacos, choiques, pumas, figuras geométricas. Hay de todo para ver. Es despacio hasta que se acostumbra la vista y de pronto son cientos de pinturas estampadas sobre la piedra, en los muros, en el techo. Son miles de años, ahí mismo, un peliculón al alcance de tus manos. 

Hay que guardar energía porque el regreso, también a pie. Una hora, vadeando el río y siguiendo el cauce que forma la huella. Los muros parecen más amables ahora que los conocemos. Te miento si digo que fue más rápido el regreso. Mirás otros detalles, te entretenés con alguna florcita silvestre. Una planta que jamás viste y esos cañadones que se repiten hasta el infinito y la idea fuerte de ser pionero en ese camino, en esa huella, es la verdadera experiencia. 

Se abre el paisaje y vemos el vehículo. En la cajuela, hay heladeritas con agua fresca, jugo y hasta café o té que reconfortan el alma. Hay un premio: una dulzura que elabora una emprendedora local, un brownie cubierto de chocolate que tiene la forma de la huella del guanaco. Adentro. Y como si fuera en super ocho, todo de nuevo pero rápido y pasado al revés. En el regreso a uno se le mezclan las imágenes como si un día fuera una semana ¿Te pasó? Lo imaginé.