Con una década y monedas de vida, las criptomonedas se han transformado en el nuevo símbolo monetario que resplandece entre la historia y la fábula del joven siglo XXI. “Criptomoneda” es una palabra compuesta por el prefijo griego kruptos (escondido) y la palabra latina moneta (herramienta para facilitar intercambios). Precisa el Diccionario de Oxford: “una moneda digital que emplea técnicas de cifrado para reglamentar la generación de unidades de moneda y verificar la transferencia de fondos, y que opera de forma independiente de un banco central”. En criollo, una moneda virtual que permite el intercambio y la inversión, por medio de un cifrado y descifrado de claves, sin la presencia cara a cara de los agentes económicos ni el visto bueno del Estado.

Son hijas legítimas del cruce entre la criptografía y las tecnologías digitales, con internet y la ideología libertaria aportando a la gestación. Bitcoin fue la primogénita, fecundada en 2009 por desarrolladores ciberpunks. Es la divisa virtual hegemónica, domina más del 40% del ecosistema cripto contemporáneo, en un universo en el que conviven más de 10 mil monedas sin cuerpo físico. Hasta hace pocos meses, cada día repartía una generosa torta verde de casi 100 mil millones de dólares. La burbuja se viene pinchando, pero al mismo tiempo distritos como Mendoza la suman como pago oficial de los tributos.

“Son una propuesta de moneda digital basada en algún tipo de criptografía y metodología blockchain de almacenaje de información. Esto las hace disruptivas, descentralizadas, ‘inhackeables’”, me aclaró hace unos meses el economista Ignacio E. Carballo, especialista en la materia. Bitcoin fue la primera en plantear la descentralización, es decir que no la emite ningún banco central. Se rige de manera algorítmica, ahí irrumpe el protocolo blockchain para almacenar la información. Detalla Carballo: “Este libro contable con todas las transacciones está descentralizado en toda la red. Por más que alguien, un Estado o una persona, quiera hackearlo, no se puede. Hay que tener el control sobre más de la mitad de la red para controlarlo. Así, por primera vez en la historia, hay una propuesta de moneda global, descentralizada y digital. Hubo otras alternativas, pero esta vez es de magnitud. A medida que más personas ingresan en este mundo, más poder logra”.

Las leyes básicas con las que se arma el código, cómo opera, la relación entre los nodos, los fundamentals, fueron legados por el desarrollador Satoshi Nakamoto, padre fundador de la comunidad Bitcoin. Corría el 1 de noviembre de 2008, pleno estallido de la crisis financiera global. Nakamoto (¿él, ella, ellos, ellas?, es un pseudónimo) envió un mensaje a una lista de correo sobre criptografía. En el mail adjuntó un paper titulado “Bitcoin: Un Sistema de Efectivo Electrónico Usuario-a-Usuario”, que explicaba el protocolo y su funcionamiento. Pocos meses después, el 3 de enero de 2009, se puso en marcha el software de código abierto para hacer correr los nodos de la moneda. Fue la “emisión” de los primeros bitcoins y el “golpe” inaugural de la minería.

El bloque 0, “Bloque Génesis”, fue minado por el propio Satoshi Nakamoto. Contenía las 50 monedas virtuales seminales. También una declaración de principios: “Canciller al borde del segundo rescate para los bancos”. Era el título central en la portada física del diario londinense The Times esa mañana. Un mensaje poco encriptado. Crítica frontal a los bancos, gobiernos e intermediarios corruptos que habían provocado un nuevo crack económico mundial.

Nakamoto minó criptos algunos años más. Logró atesorar una buena cantidad de bitcoins hasta que desapareció sin dejar rastros en 2011. Nunca más se supo de él. Para sus feligreses, el universo cripto se alimenta de una fuerza disruptiva que va más allá de lo económico. También de unos 121,36 teravatios-hora (TWh) de electricidad al año. Más que el consumo anual de Finlandia, Suiza y la Argentina. Es sombrío el impacto medioambiental.

En paralelo, su ideología se materializa en prácticas políticas, sociales, culturales. Un infinito “emocionante”, que “crece día a día”, repleto de “gente inteligente” con fe ciega en la “innovación tecnológica”, muchos capitales de riesgo y demasiadas “grandes esperanzas”. En este mundo conviven las tribus libertarias, los anarcocapitalistas y los ortodoxos “bitcoiners”. Liberales y reaccionarios. También las globales tecno-élites privilegiadas y sus vecinos pequeños ahorristas de barrio. No hay que olvidar a los infatigables traders, mineros, cueveros, buscavidas. Al final de esta historia, o fábula, casi todos buscan lo mismo. Salvarse.

Los bitcoiners postulan que las criptomonedas nos llevarán de la mano a una era dorada de crecimiento, redistribución y prosperidad económica. Es una ideología particularmente fuerte en los Estados Unidos, y de crecimiento continuo en la Argentina. Según los fieles, las monedas virtuales y los blockchains crean mercados radicalmente libres, regulados por softwares de código abierto. Decretan la muerte del Estado y la construcción de una nueva tierra prometida. El lingüista Noam Chomsky tienen una mirada muy crítica del movimiento: “Es un sistema doctrinario que, si alguna vez se implementa, llevaría a formas de tiranía y opresión cuasi sin precedentes en la historia de la humanidad.”