A Alicita S.

Parece mentira: los chicos del rock también cumplen años.

Le pasó a Charly y en pocos días –nada casualmente en la antevíspera del Día de la Música– le sucederá a León Gieco, un ser todo corazón, coherente, solidario, empático con las mejores causas, incluso aquellas a las que muchos consideran perdidas. Todo el que se acerque a su vida y a su obra atrapará los sonidos campestres de Cañada Rosquín, allí donde empezó todo cuando en un acto escolar, por el 25 de Mayo, le tocó bailar y cantar la «Zamba de mi esperanza» para, de inmediato, pasar a coquetear y entender los inefables ritmos bailables de la orquesta característica de su papá.

¡Qué cosa este muchacho! ¿Cómo hace, con tanto candor, con tanta sensibilidad, siendo tan abierto y sumador, rajándole al poder?

Y claro: es un artista, el que desde joven se propuso dormir lo más cerca posible de la guitarra y soñar con canciones.

El arte de Gieco respetó absolutamente la impronta sumatoria que bien lo define como ser humano. Juntó, sin prejuicios y con alegría a Bob Dylan con Antonio Tormo; los bailes en Cañada y pueblos vecinos con la revista Pelo en Buenos Aires; a Pete Seeger con el acordeón a piano; a Woodie Gutrie con Almafuerte y Attaque 77; las guitarras, acústicas o eléctricas con la armónica. Ahora (y ya es un ahora demasiado largo, al decir de cualquier seguidor que lo extraña y se muere por aplaudirlo nuevamente), por distintos motivos, todos atendibles y entendibles, pasa el mayor tiempo sin declaraciones, sin apariciones públicas, sin recitales. En silencio, prepara su nuevo disco. Es probable que el inminente cumpleaños le exija una reaparición.

Humilde, desinteresado, defensor de valores muy poco en boga, un hombre bueno como dijeron de él las Madres y las Abuelas, Nito, Peteco y Charly. Lo suyo fue, desde sus comienzos, crear y probar, incentivar y sumar y, cada vez que es posible, proteger a los que más necesitan. Alecciona sobre alguno de sus temas: «Hombres de hierro» representa las secuelas de la dictadura; «Semillas del corazón» son mis hijas, pero también todos los hijos, y especialmente los hijos de los desaparecidos. Y «Solo le pido a Dios» abre un abanico inmenso dentro del que caben dolores, injusticias e impunidades.

Contó que a «Solo le pido a Dios» lo tenía en su cabeza y entre cuerda y cuerda de su guitarra, desde 1978, cuando Argentina y Chile se sacaban chispas por un quítame allá estas fronteras. Para hacerla, sostuvo, pensó en los que se habían tenido que ir del país, como Mercedes Sosa. Pero también en él mismo, representado en los versos que dicen:

Solo le pido a Dios

que el dolor no me sea indiferente.

Cuando entre el inicio de las acciones bélicas en Malvinas y la rendición, por imposición de los Estados Mayores Conjuntos de cada fuerza, el tema se convirtió en una especie de segundo himno nacional, esa intervención lo asqueó tanto que dejó de cantar hasta 1985. Cuando, más adelante, grabó «Bandidos rurales», un tema de extensión poco usual que habla de personajes fronterizos entre la política, la anarquía y la delincuencia, aclaró: “Me parezco a Bairoletto y Mate Cocido porque gano plata en un lado y la distribuyo en otros”. Lo dijo quien es una figura excepcional de la civilidad, de la democracia, de la cultura y de la música popular.

Alcanzó objetivos trascendentes: preparar muy bien un micro y salir a las rutas a experimentar. Lo soñó, lo concretó y por eso pudo contarlo: “Quedarme un largo rato en cada sitio, armar un banco de datos artísticos, musicales, culturales y antropológicos. Sueño con un Ushuaia-La Quiaca eterno, provincia por provincia, pueblo por pueblo, artista por artista, para armar una antología de creadores desconocidos o postergados y de melodías que sería un pecado que se perdieran por bellas, valiosas y populares”. Lo hizo con De Usuahia a La Quiaca y volvió a hacerlo con Mundo Alas.

Sin ir tan lejos (durante esos dos proyectos recorrió 22 provincias y miles de kilómetros), llegó a escuelas primarias con recitales informales para sacudirle la modorra a la hora de música y para probar que todos podemos cantar un poco mejor. Los músicos del rock no solo le reconocen las oportunidades, los espacios, la disponibilidad y la permanencia. Uno de ellos le dijo una vez: “Para nosotros sos un grosso, porque uno te empezó a escuchar cuando estaba en la panza de nuestras viejas”.

Hoy hay que ir a votar. Cada uno llegará al cuarto oscuro con su propia luz, con su convicción. Yo tengo la mía y entraré más confiado todavía porque en estas horas, mientras preparaba esta columna, me llené de música de León. Soy El argentinito que escuchando a Gieco ascendió a La colina de la vida y se sintió en El país de la libertad y afortunadamente muy lejos de los Hombres de hierro. Su música no es para Pensar en nada porque, a artista y oyente, nos pone De igual a igual.

Hoy volvemos a votar. Confiemos: si todo sale como deseo, Hoy bailaré. Y si no, al fastidio buena cara porque La cultura es la sonrisa.

*Leoncito: la afectuosa forma en que, desde siempre, Mercedes Sosa llamaba a León Gieco.