“Alpurpurado cuello” creí durante toda la niñez que decía la canción “Aurora”. Existe un diccionario de la Real Academia de la Infancia en que las palabras que nacen de un malentendido despliegan un sentido particular. Pertenecen a una lengua secreta que sólo tiene un hablante: nosotros mismos. Como sucedió con la muerte de Cristina Calderón Harban, la última hablante nativa de la lengua Yagán, si desapareciéramos o creciéramos de golpe y olvidáramos los recuerdos viejos, la lengua secreta se perdería para siempre y con ella se perdería también un mundo.

Durante toda la primaria creí que el alpurpurado cuello al que se refería el autor de “Aurora” era un cuello excesivamente  almidonado, como el de mi propio guardapolvo. Mi madre hacía uso y abuso del almidón Colman “con blanqueador óptico”, un  polvo blanco que se disolvía en agua caliente. Venía en una cajita amarilla y roja que hoy, con el revival de lo vintage, se vende como una antigüedad módica en Mercado Libre. Mi madre lo usaba con tal exceso, era tanto lo que alpurpuraba el cuello del guardapolvo que, más que un apresto, el almidón era para mí un instrumento de tortura. Le debo al alpurpurado excesivo la dermatitis que mi cuello padeció durante toda la primaria.

Una prenda “azulunala”, en cambio, era una prenda almidonada lo justo y necesario, una prenda que no torturaba ninguna porción de la anatomía.  Este vocablo también había entrado en mi diccionario de infancia a partir de “Aurora”. Debo decir en mi defensa que mi entendimiento no era menor que el de mis compañeras de escuela, sino que la letra de “Aurora”, traducida de una ópera italiana, es bastante confusa. Además, como la mayoría, fui ágrafa hasta la mitad de los seis años por lo que, aunque hubiera visto la letra escrita, no hubiera podido reconocer que decía “Azul un ala / Del color del cielo/ Azul un ala del color del mar”.

Por otra parte, no sé si es cierto como escuché decir alguna vez, que la ontogenia reproduce la filogenia, es decir que reproducimos individualmente la historia evolutiva de nuestra especie. Pero sí es cierto que los signos de puntuación no se introdujeron en la lengua sino hasta bien entrada la Edad Media. Las palabras se escribían promiscuamente pegoteadas unas con otras como las dicta la oralidad. Por eso se leía en voz alta, para poder entender. La lectura silenciosa, que hoy es la más común, fue una conquista tardía. En este sentido, en mi ignorancia escrituraria, como mis ancestros, también yo decidí serle fiel a la oralidad durante mucho tiempo. Por su parte, mi madre decidió serle fiel al exceso de almidón Colman. Nunca logró entender que al cuello del guardapolvo había que azulunarlo y no alpurpurarlo hasta la dermatitis y la asfixia. 

No busco justificarme, pero una de mis hermanas también malentendía las letras de una canción patria, nada menos que la del Himno Nacional. Así, mientras la profesora de música aporreaba el piano sin piedad y el himno llegaba a su momento culminante, ella cantaba emocionada  “Coronados de gloria vivares o juremos con gloria morir”. En este caso, no se trataba de crear una palabra nueva a partir de lo que le dictaba la oralidad, sino, sencillamente, de remplazarla por otra parcialmente parecida. No sé a qué obedecía su malentendido, pero pienso que quizá la convocatoria “vivamos” le parecía excesiva  e ilógica porque, de hecho, ya estábamos viviendo sin que el himno nacional nos conminara a hacerlo. O, tal vez, inteligente como era, entendió prematuramente que la convocatoria era excesiva y retórica. Nadie puede proponerse vivir de una determinada manera, porque se vive como se puede. Nunca sabré a ciencia cierta por qué se resistía a la palabra “vivamos”. Pero fue consecuente con su decisión: ya no está para preguntárselo. 

No creo que el malentender canciones esté inscripto exclusivamente en el ADN de mi familia. Se trata, más bien, de una potestad  creativa de la infancia. Un compañero de escuela y amigo de mi hija, por ejemplo, también desentendía graciosamente una canción. No se trataba de una canción patria, aunque sí de un himno uruguayo no oficial, Amándote, de Jaime Roos. Cuando luego de “algún día sabrás / lo que ha sido vivir / amándote, amándote, amándote”, Jaime canta “y fue así que me dijo no te enamores de nadie…”, el amigo de mi hija entendía “y un cacique me dijo…” Es que estaba en la edad en que las historias de indios -la expresión “descendientes de pueblos originarios” no figura en el diccionario de la infancia de mi generación- son mucho más fascinantes que las historias de amor.

Creo que no conozco a nadie que en la niñez no haya malentendido la letra de una canción. La mismísima Carmen Baliero escribió una canción que se llama «Azulunala» en el que intercambia los versos de Aurora creando sentidos diferentes.

Como todo hecho, también el malentender debe tener un motivo. Es indudable que en la sustitución que supone el malentendido hay un acto de rebeldía, un germen de creatividad, una expresión del carácter enigmático de la vida, una voluntad de dejar estampada nuestra firma en el gran libro de visitas del mundo, un deseo de “intervención”, como está de moda decir, en la consagrada obra del lenguaje.

Pero, sobre todo, es un rito de iniciación, un ejercicio preparatorio para lo que vendrá porque, como dice Juan Villoro, “la vida es un malentendido que no siempre logramos descifrar”. No importa cuánto nos esforcemos en develar el enigma del mundo, siempre surgirá un alpurpurado cuello ante lo que no podemos comprender.