A 28 años de su presentación en el Festival de Venecia (fue la elegida para abrir el certamen de 1995) y otros tantos de su estreno porteño en el Ambassador, de la calle Lavalle, y en el América, de Callao y Santa Fe, dos salas que hace tiempo no existen, Caballos salvajes, la segunda película dirigida por Marcelo Piñeyro llegó, remasterizada, a la plataforma Netflix. Queda en el recuerdo que fue vista en cines por más de un millón de espectadores y que durante años, antes de convertirse en material de streaming, se exhibió en televisión abierta y circuló como película de culto en cassettes VHS o en CD. «Tras Tango Feroz, Piñeyro optó por el formato road movie, idealista, anarquista sostenido por el paisaje patagónico”, dicen en el Diccionario de Films Argentinos, sus autores Raúl Manrupe y María Alejandra Portela.

José, el viejo anarquista que vuelve a un banco para reclamar «la suya» y Pedro, el joven ejecutivo de cuentas que, de un minuto para el otro, cambia de vida son los protagonistas de esta película de aventuras filmada en bellos escenarios patagónicos. Uno, que sabe casi todo, viene de soportar varias trastadas que le hizo la vida. El otro, que tanto tiene por aprender, no sospecha que está en el kilómetro cero de lo desconocido. José y Pedro («Muy bíblico lo nuestro», coinciden) entablan una huida no deliberadamente planeada en la que deberán enfrentarse con el más secreto de los poderes: el económico.  De eso sabe mucho más el entrado en años que el que tiene todo por delante. Cuando el joven tilda a su socio-cómplice de marxista y comunista recibe la oportuna corrección: «Soy anarquista». Por su parte, José se refiere con mucha ternura a Pedro, como alguien que «vio mucho cine». Mientras escapan hacia el sur del destino con una fortuna, producto de dinero mal habido por otros, esos dos mundos difíciles de juntar, se van aceptando, acoplando, hasta consolidarse cuando aparece Ana, una ladrona de baja estopa, pero capaz de darle clase a los dos. Ella es la responsable de cambiar el chip emocional de ambos y el color del pelo de su par generacional.

A Pedro (Peter, para los amigos del tenis) no le interesa la política. José solo quiere recuperar unos cuantos miles de dólares que “los negocios sucios del sistema” le habían escamoteado. Los tres terminan coincidiendo y entonando ese himno de la guerra civil española que, cándidamente a los ojos de hoy, propone “que la tortilla se vuelva, que los pobres coman pan y los ricos mierda mierda”.

De a poco,  sin poder mirar atrás, encaran esa carrera que les cambiará la existencia para mejor y mientras se catequizan entre sí. Apenas se sorprende con su imagen en una pantalla Pedro pregunta con angustia: «Estamos en televisión, ¿cómo nos vamos a defender?». Apoyado en su experiencia, José le asegura que no hay mejor defensa que entender el mundo en que nos toca vivir: «Hay corporaciones que se reparten países», ejemplifica. «Esta plata es mía. Ellos son los ladrones y nos roban todos los días».

A Pablo le cuesta aceptar al sistema corrupto hasta que entiende que es una víctima más. La financiera en la que soñaba hacer una carrera para, primero, ser aceptado por su padre, es «una fachada de manejos mafiosos». Ninguna acción sería la misma sin Ana que, de buena para nada, pasa a ser la verdadera protectora de los intereses de los prófugos. Esta clase de consideraciones incluidas en una película rodada en pleno menemismo es lo que, a casi tres décadas de su presentación, la muestra como cuestionadora y a la luz de la vida de hoy, la confirma como muy útil y dolorosamente actual.

Nada de lo que plantea está superado, desubicado o extemporáneo. Es más: cuando se hizo, faltaban seis años para el drama del 2001 cuando, como le pasó a José, miles de ahorristas fueron perjudicados por instituciones creadas para cuidarlos. Hace unas pocas ediciones, en este mismo diario, Marcelo Piñeyro le decía a Adrián Melo que veía a esta película enfrentada al neoliberalismo en boga y en acción. Y, en relación a su trabajo más reciente, la serie El Reino, ironizaba: «La pensamos como una distopía neoliberal casi extrema. Me da pánico que, con todo lo que pasa termine viéndose como un documental». Lo cierto es que ni el tiempo pasado y mucho menos la realidad argentina, pese a estar encerrada en circularidades agobiantes, le birlaron contenido y mensaje. Al contrario, sigue mostrando en un primer primerísimo plano esa clase de valores de los que el neoliberalismo se ufana de prescindir: la solidaridad, el compañerismo, la salvación que nunca puede ser en soledad. En este sentido, la escena en que deciden compartir la parte del león con los trabajadores en conflicto laboral de un pueblo, y en especial por la forma lúdica que eligen para repartirlo, es elocuente y justifica el mote con que los medios empiezan a identificarlos: los indomables.

La realización de Piñeyro, en cuyo guión se nota tanto el estilo de la recordada Aída Bortnik, está respaldada por un elenco fenomenal: Héctor Alterio, Leonardo Sbaraglia, Cecilia Dopazo, Fernán Mirás, Antonio Grimau, Daniel kuznieka, Mónica Scaparone, Cipe Lincovsky, Federico Luppi y muchos más. La película dejó para la historia una frase que, realzada por la música de Cuentos de los bosques de Viena, de Strauss, interpretada por la The Philadelphia Orchestra, pronuncia el personaje de Alterio frente al mar. Ocurre en dos momentos, el primero a la hora y 17 minutos y el segundo, cerca del final, a la hora y 56 minutos. Todos la dijimos en estos años o la tuvimos en la cabeza alguna vez: ¡¡¡La puta que vale la pena estar vivo!!! 

En estos días, al verla nuevamente, quien esto firma, descubrió otro bocadillo que en la acción llega con la enjundia de un caballo salvaje: «Se puede hacer algo para estar completamente vivo antes de estar definitivamente muerto. Sin embargo, no debería: los dos ganamos la apuesta». Para descubrir de qué clase de apuesta saldada se trata habrá que volver a verla. Un buen plan para repensar los tiempos que corren y, especialmente, los que pueden venir.