Eclipsado por el acto de este jueves y los 20 años de la asunción de Néstor Kirchner, se viene otro aniversario central de la historia argentina de la segunda mitad del siglo XX: la llegada de Héctor J. Cámpora a la presidencia. Eran otros tiempos, otra sociedad, otras luchas, algunos poderes fácticos que ya estaban en ese entonces, y un optimismo por las transformaciones profundas que se buscaban concretar.

En ese contexto, las universidades florecieron como un actor social que refleja la ebullición que se vivía en esos primeros años setenta, con una reforma universitaria camporista liderada por la izquierda del peronismo y con un diagnóstico muy crítico de la universidad previa, a la que se calificaba de elitista, cientificista y al servicio del imperialismo. En contraposición, la nueva universidad se planteaba en términos de «universidad del pueblo» y «al servicio de la liberación nacional”.

Mariano Millán, docente de la UBA e investigador del Conicet, acaba de publicar junto a Juan Sebastián Califa el libro Resistencia, rebelión y contrarrevolución. El movimiento estudiantil de la UBA, 1966-1976 (Editorial Edhasa), donde reconstruyen las luchas estudiantiles en la Universidad de Buenos Aires desde la resistencia inicial contra la autoproclamada ‘Revolución Argentina’, la rebelión generalizada de fines de los ’60 y principios de los ’70, las esperanzas de los primeros meses del tercer peronismo y su posterior destrucción contrarrevolucionaria por el terrorismo de Estado cuyo germen estuvo en el propio justicialismo de derecha.

En diálogo con Tiempo destaca que «el ’73 debe pensarse en una escala temporal más amplia. En Argentina la militancia estudiantil posee una extensa y rica tradición. Este es un factor relevante para comprender las características relativamente democráticas y menos marcadamente jerárquicas de nuestras universidades en comparación con las de otros países. Se puede nombrar la Reforma Universitaria de 1918, pero también el largo proceso de radicalización que comenzó con Laica o Libre entre 1956 y 1958 y alcanzó su cenit entre 1969 y 1971/1972; y los movimientos de los largos años sesenta, en cuyo seno es difícil de exagerar el protagonismo juvenil, y el calentamiento de la Guerra Fría en América Latina luego de la Revolución Cubana».

«En paralelo existían corrientes católicas y nacionalistas que defendían una mirada jerárquica de las facultades, donde los profesores se ubican en la cima de relaciones no igualitarias ‘por naturaleza’. Desde 1918 estos grupos combatieron violentamente al reformismo universitario y su militancia, considerada una versión del comunismo y en los ’60 y ’70 se abroquelaron alrededor de la derecha peronista, articulada en espacios gremiales, militares y policiales, desde donde lanzaron ataques parapoliciales contra el activismo».

Organizaciones reciben a Cámpora en su llegada a Chubut en 1972, meses después sería presidente.

¿Qué caracterizó a las universidades nacionales durante el período de Héctor J. Cámpora?

-El período de Héctor Cámpora fue verdaderamente fugaz. En las universidades, como en tantos otros espacios, fueron las semanas de las tomas y la disputa por la orientación de las facultades en el nuevo período, tras siete años de dictadura. Es cierto que pese a la brevedad de la presidencia de Cámpora, muchos aspectos de la lucha política en estas instituciones persistieron luego de su derrocamiento. No obstante, es razonable sostener que aquellos fueron los días de mayor y más fundado optimismo para las corrientes combativas en el trienio 1973-1976. De allí que para una considerable porción de la masas estudiantiles 1973 fue un momento de esperanza, de encendidos debates sobre los programas de formación, sobre los objetivos de las profesiones y disciplinas científicas, y de participación política bajo el ala de los grandes partidos del país. También es cierto que para otra parte era una etapa caótica. Los conflictos imposibilitaban la vida académica. Según muchos testimonios, las clases en estacionamientos, la carencia de docentes idóneos o el escaso respeto a los planes de actividades evidenciaban que las autoridades no eran capaces o no deseaban organizar cursadas en condiciones adecuadas. El nuevo gobierno designó decanos y rectores interventores mayormente avalados, cuando no sugeridos, por las agrupaciones estudiantiles de la izquierda del peronismo. Estos nuevos funcionarios cesaron la represión contra el activismo. Se cancelaron las sanciones a alumnos y se consideraron a los centros y agrupaciones como actores legales y legítimos de la política universitaria. La salida de los militares del gobierno y el triunfo FREJULI eran vistos por el movimiento estudiantil como triunfos populares que configuraban un nuevo panorama político. La legalización formal, que ponía sobre el papel la realidad cotidiana de las facultades, representaba el primer paso de grandes cambios demandados y ensayados poco antes: la enseñanza y evaluación grupal, el ingreso irrestricto, el cese de los vínculos de las universidades con las corporaciones multinacionales, el juicio y separación de docentes partícipes de la represión o directivos de empresas estadounidenses, entre otras.

Dos polos

Millán describe el mapa político estudiantil de 1973 como algo «peculiar», con la novedad de la emergencia de la JUP, «una corriente oficialista organizada poco antes en base a numerosos grupos pequeños, que alcanzó la preeminencia en Buenos Aires. La JUP, afín a Montoneros, integraba el explosivo FREJULI, un mosaico de agrupamientos tironeado por los polos de la Tendencia Revolucionaria y la Ortodoxia. Esta corriente conquistó cargos relevantes en la educación en general y en la universidad en particular. En un plomizo clima de mutua potenciación entre interna peronista y Guerra Fría, la JUP, al igual que Montoneros, oscilaba entre el apoyo y la crítica a un Perón que poco disimulaba sus preferencias por la Ortodoxia y la convicción de que la lucha interna estaba por encima, en términos estratégicos, de la constitución de un bloque amplio de las izquierdas más allá del peronismo».

-¿Cómo fue el desempeño de la izquierda peronista universitaria en esos años?

-La izquierda del peronismo reconoció numerosas iniciativas del movimiento estudiantil preexistente, aunque no faltaron las ocasiones en que las consideraba como de su peculio. Generalmente pensaba alcanzarlas gracias a la gestión de funcionarios afines. Esta orientación suscitaba debates en una generación de activistas que no siempre habían desenvuelto una estrategia similar. Por ejemplo, los guevaristas de la revista Nuevo Hombre sostenían que la JUP destinaba el grueso de sus movilizaciones a la promoción o defensa de directores, decanos o rectores, mientras los trotskistas del PST se preguntaban si se debía “confiar en los funcionarios o en la lucha”. En paralelo, era ostensible que la huella mnémica de la antinomia entre Reformismo y Peronismo, tan aguda entre 1943/6 y 1955, producía conflictos entre la izquierda justicialista y sus aliados comunistas, de fracciones radicales y socialistas. En ciertos momentos la JUP criticó la autonomía o los centros de estudiantes, aunque no faltaron los casos donde esta corriente se abastionó allí frente a la ofensiva de la dirección partidaria.

-¿Y los docentes?

-Se han mencionado las diversas posturas estudiantiles. Pero también fueron diversos los posicionamientos docentes, hasta ahora menos analizados. Un sector conservador, llamado “continuismo” por el movimiento estudiantil, eran los profesores de extensa trayectoria, mayormente designados en facultades profesionalistas, que se encontraban ligados al poder económico y al sistema bipartidista. Por otro lado se encontraban los profesores que se radicalizaron en los años previos, muchos expulsados en 1966, con distintos tipos de relaciones con la JUP y la conducción universitaria. En tercer término se encontraban los jóvenes auxiliares, donde parecen predominar quienes defendían a la gestión del ‘73. Se trata de un aspecto relevante para comprender la estructura universitaria y las dificultades para transformarla.

Por último, es necesario pensar el año de 1973 como una bisagra entre el ’68 y el Terrorismo de Estado, algo que se nos presenta como evidente cuando recordamos los golpes de Uruguay, entre la Masacre de Ezeiza y la caída de Cámpora, y de Chile, poco antes de la elección de septiembre cuando se impuso Perón. Por ello hoy se debate si aquella experiencia universitaria fue una continuidad con las luchas de los años previos, desbaratada por una brutal e inédita la represión, o si la institucionalización y la militancia en favor de los partidos del régimen restó al movimiento estudiantil de claridad para responder la ofensiva derechista impulsada por esos mismos partidos.

Nacional y popular

-¿De qué se trató el proyecto de la Universidad Nacional y Popular de Buenos Aires?

-En los años ’70 hubo muchas iniciativas de resistencia, pero también de creación de nuevas formas pedagógicas, de formación más en general, de cuestionar y repensar el sentido de las profesiones, las ciencias y las artes, aquí en nuestro país y en otras naciones. Hay que pensar en ese concierto el proyecto de la Universidad Nacional y Popular de Buenos Aires (UNPBA), es decir las políticas promovidas en 1973 por las autoridades universitarias y la militancia estudiantil de la izquierda del peronismo, sobre todo la JUP, que fueron defendidas por parte del radicalismo, por el comunismo, e incluso concitaron atención expectante en otras corrientes marxistas.

-¿Cuál era el diagnóstico?

-Se caracterizaba a la Argentina como un país dependiente y/o semi-colonial que estaba en el camino hacia la liberación nacional y social. La única posibilidad de que las universidades contribuyeran a la buena consecución de ese tránsito histórico radicaba en una transformación de sus estructuras, que pusiera fin a su colaboración con el sistema oligárquico-imperialista, y las ponga al servicio de los intereses de la nación y del pueblo. El primer paso era la ruptura de las relaciones de la universidad con el imperialismo, las multinacionales y los recursos que aportaban sus fundaciones, los cuáles sólo podrían aceptarse cuando no existiera ningún tipo de condicionamiento. Asimismo, la universidad debía abrirse al pueblo, con la eliminación de todo requisito para la inscripción excepto la educación secundaria, con la apertura de oferta académica compatible con los horarios de la clase trabajadora y una política de becas. Las facultades debían cesar a todos los profesores que trabajaran para los monopolios transnacionales o para el aparato represivo. Al mismo tiempo, debía cuestionarse la separación entre trabajo manual e intelectual, con la inclusión de prácticas laborales desde el comienzo, la adopción de formas pedagógicas menos teóricas, elaboración grupal y la complementación entre docencia y extensión. Las universidades debían producir conocimiento útil para los trabajadores y para el Estado argentino. Y debía existir libertad para el activismo estudiantil.

-¿Hasta qué punto pudieron avanzar con esas ideas?

-Tuvieron intentos de puesta en práctica dispares. Buena parte de la docencia de Arquitectura, Filosofía y Letras o Exactas y Naturales se mostró abierta cuando no partícipe de los cambios. Es cierto que no faltaron debates conceptuales o sobre los modos en los cuales se pensaba alcanzar ciertos fines. Por ejemplo, los comunistas cuestionaron la concepción nacionalista/peronista de la ciencia que en ocasiones la reducía a mero instrumento del imperialismo y pusieron en valor a la revolución científico-técnica del mundo contemporáneo. El tono cambió cuando empeoró la situación política. En ese momento ya se habló abiertamente el carácter doctrinario de ciertas actividades y contenidos. Asimismo, en otras facultades como Derecho o Económicas, los cambios fueron más resistidos por los profesores. Algunos denunciaron el carácter ideológico de las prácticas y los criterios de favor político de las designaciones docentes.

-¿Y cuál fue la posición del Ejecutivo?

-El gobierno nacional alternó intentos de moderar el proyecto de la UNPBA con actitudes de rechazo. No se asignaron más recursos para conseguir los nuevos objetivos. Las designaciones permanecieron en el plano de los interinatos y sujetas a la disputa dentro del gobierno y del partido. El rector Rodolfo Puiggrós, emblema de la UNPBA, fue destituido a principios de octubre del ’73, el mismo día que apareció el tristemente célebre “Documento Reservado” que proclamaba una guerra contra la infiltración marxista. Puiggrós había renunciado porque le señalaron que Perón, que todavía no era presidente, lo había solicitado. En una reunión posterior con el caudillo justicialista se aclaró la situación, pero el rector no fue repuesto en el cargo. Puiggrós fue reemplazado por el secretario académico Ernesto Villanueva, también de la izquierda del peronismo, quien permaneció al frente de la universidad hasta la sanción de la nueva ley, en marzo de 1974.

Mariano Millán.

Cuenta Millán que el movimiento estudiantil había sido central en la lucha contra la dictadura, pero la nueva y frágil democracia lo marginó de la gestación de la ley universitaria. La “Ley Taiana”, producto de un acuerdo entre peronistas y radicales en el Congreso, reconoció el ingreso irrestricto y la participación estudiantil en el cogobierno, aunque prohibió la práctica política en los claustros e indicó la arbitraria figura de la “subversión” como causal de intervención.

«No se trataba de aspectos accesorios, sino de un peligro que se cernía sobre la militancia estudiantil y la UNPBA en el contexto de los golpes de Estado en Buenos Aires y Córdoba, del endurecimiento del Código Penal, las modificaciones de la Ley de Asociaciones Profesionales en favor de las direcciones sindicales, la expulsión de los diputados de la Tendencia y las reuniones de Perón en la Quinta de Olivos con dirigentes juveniles de ultra-derecha», acota.

-¿Cómo siguió el proyecto de la universidad nacional y popular al año siguiente?

-Entre marzo y agosto de 1974 se debatió cómo adecuar la UNPBA a la nueva ley. Sin embargo, las condiciones políticas presentaron escollos de consideración. La tensión entre Perón y Montoneros produjo la fractura de la Lealtad, que cuestionó muchas de las prácticas de la JUP. Al mismo tiempo, el ingreso récord de 1974 no fue recibido en condiciones adecuadas: no había espacio o docentes designados, cuando no ya planes de estudio. Al respecto, las autoridades denunciaban las dificultades financieras. Se estima que cerca de la mitad de los nuevos inscriptos abandonaron los estudios en pocas semanas. Por otro lado, el encono del presidente envalentonó a las fuerzas derechistas, como puede leerse en la revista El Caudillo. A su vez, en varios casos las autoridades igualaron “las violencias”, como el rector Solano Lima, cuando pidió a los estudiantes “ahorrar sangre de los argentinos”. La expulsión de Montoneros frente a la Casa Rosada el 1° de Mayo, resultó el punto de llegada de estas tendencias.

¿Y tras la muerte de Perón?

-Tras la muerte del presidente, su viuda, Isabelita, reorganizó el gabinete y nombró a Oscar Ivanissevich, quién aceleró la escalada. Comandos parapoliciales atentaron contra la decana de Filosofía y Letras Adriana Puiggrós, asesinaron al profesor Rodolfo Ortega Peña y a Pablo Laguzzi, hijo del rector interino afín a la JUP. A su vez, en Derecho Montoneros anunció su pasaje a la clandestinidad, acción que comenzó una larga crisis con sus aliados comunistas y radicales. La Misión Ivanissevich, como la llamaron sus contemporáneos, fue una cruzada represiva sin precedentes: más de 30.000 docentes despedidos, más de 100 universitarios asesinados y/o desaparecidos y decenas de carreras cerradas.

Alberto Ottalagano, quien se proclamaba fascista, fue nombrado al frente de la UBA. Cerró varias facultades, anuló las modificaciones a los planes de estudio, estableció un régimen de celadores parapoliciales y persiguió a la militancia estudiantil. En el marco de un gobierno democrático, había comenzado el terrorismo de Estado.

La Universidad de La Plata, una de las que tuvo mayor activismo estudiantil en esos años.

Para fines del ’74 y comienzos del ’75 se fracturó el principal activo de la JUP en el movimiento estudiantil: la aquiescencia con su diagnóstico. Atrás quedaba el consenso positivo de otras corrientes respecto de la gestión comenzada en mayo de 1973 y se extendía un cuestionamiento del sectarismo de Montoneros y su agrupación universitaria. El MOR y Franja Morada aplicaban a la JUP lo que ésta aplicaba al ERP: la violencia ultraizquierdista, ajena a las masas, es una excusa perfecta para la violencia de la derecha. Eran los embriones de la teoría de los dos demonios, de gran repercusión en los ’80.

-¿Qué queda hoy en día de aquellas iniciativas e ideas de universidad?

-Entre los funcionarios universitarios y del Estado no encuentro casi nada del espíritu transformador de los ‘70. Es verdad que algunos dirigentes de aquellos años reivindican varias experiencias en las facultades, pero generalmente toman distancia de las formas de ejercicio de la política que las hicieron posibles o probables, porque no debemos olvidar que muchas de las iniciativas del ’73 se intentaron llevar a la práctica durante un período brevísimo. A su vez, varias de estas personas han sido funcionarios por décadas y en ese rol hicieron muy poco por implementar transformaciones como las que proponían en su juventud. Incluso hay quienes consideraron como ineluctables muchos mecanismos del neoliberalismo como la evaluación externa (CONEAU), la separación institucional de la docencia y la investigación científica, alojada en organismos carentes del demos universitario (CONICET), ni que hablar de los acuerdos con empresas transnacionales.

Soy más proclive a pensar que el hilo de continuidad es más visible en la generación militante de fines del siglo XX y principios del XXI, cuando el movimiento estudiantil vivió un ciclo de alta combatividad. En este momento me encuentro trabajando sobre ese período y es notorio que la izquierda estudiantil, tanto la marxista como la autonomista, no sólo se veían herederas de las luchas de los ’70, sino que varias de sus iniciativas y formas de acción se le parecían en algunos aspectos. Hablo de quienes confrontaron el ajuste y los intentos del gobierno peronista de Carlos Menem por reformar las universidades en un sentido neoliberal con la movilización y la acción directa. Fue una generación muy solidaria con el movimiento piquetero, con las fábricas recuperadas, con las luchas ambientales y luego también con las de las mujeres y las disidencias. Sin embargo, ese es un sector que retrocedió bastante en los últimos años.

El libro de Mariano Millán y Juan Sebastián Califa.

-¿El sector universitario argentino supo ser de vanguardia en la región en esas décadas de los ’50 a los ’70?

-El sistema universitario argentino durante la Guerra Fría fue uno de los más masivos e inclusivos de América Latina, con una actividad destacable en la investigación y divulgación de la ciencia. Este sistema fue terreno fértil para la socialización política e intelectual de las juventudes y las izquierdas. Desde ese punto de vista podría pensarse que sí, que fue de vanguardia en esta parte del mundo. Pero debe entenderse que ese sistema no era “100% argentino”, sino que aquello observable en las principales facultades de ciencias del país eran nodos de redes transnacionales, donde los y las argentinas se formaban, competían y colaboraban con colegas de otros países, entre los cuales se cuentan los de Latinoamérica, naturalmente. Basta con asomarse a las ediciones de EUDEBA o a las controversias sobre el “cientificismo” y los aportes de las fundaciones de las multinacionales para comprender este aspecto.

-¿Por qué se conoce tan poco de la reforma universitaria planteada en 1973?

-Los cuadros civiles y militares de la burguesía argentina ejercieron el terrorismo de Estado para transformar el país, la nominación de Proceso de Reorganización Nacional, con la que denominaron su régimen, no era una invención fantasiosa, pues llevaron adelante un genocidio “reorganizador”. Se propusieron desterrar todas las tradiciones de lucha y sumergirlas en el olvido. Las universidades eran un espacio con más de 60 años de conflictos, donde emergieron prácticas que interpelaban las jerarquías, que convocaban a la participación política, que invitaban a la reflexión y debate sobre la realidad nacional e internacional. Por eso habían sido uno de los terrenos más fértiles para las izquierdas en nuestro país. La reorganización conservadora tenía como requisito destruir ese espacio y reorientarlo hacia la difusión de los valores occidentales y cristianos y hacia la formación de profesionales útiles para la acumulación de capital. Por ello se perpetraron varios miles de secuestros y desapariciones, se “redimensionó” el sistema con un achicamiento de la matrícula, se vigilaron las facultades con agentes de inteligencia, se eliminaron contenidos “ideológicos” y se suprimió el demos universitario con la anulación del co-gobierno y la prohibición de las agrupaciones, centros y federaciones.