El pasillo abre su boca malherida sobre la avenida Perito Moreno, a pasitos de la Capilla Santa María Madre del Pueblo. Postal postrera del arrabal proletario al sur porteño: containers explotados, el lodazal, los gendarmes con caras de pocos amigos, la rancheada de pibes a la espera de la última cena en el comedor de la iglesia. Se escapa la tarde de un invierno que ya llegó para quedarse en la Villa 1-11-14, el conglomerado popular más populoso de la opulenta Buenos Aires. El que sale en los diarios sólo cuando hay un hecho policial. El invisible, aunque tenga casi la población de Colegiales. El que en realidad se llama Barrio Ricciardelli. El que sigue esperando su urbanización.

Diluvia en el Bajo Flores. Arriba, se cae a pedazos el cielo gris tramado por una nervadura de cables tendidos con la anarquía de la urgencia. Abajo, el pasillo angosto tapizado de barro lleva al corazón del barrio. Gorrito, bufanda, pulóver, camperón. Doña Rosita ya no sabe qué más ponerse para derrotar el frío. «Si me cortan la luz cada dos por tres… Cuando llegué al barrio, allá por el 91, se prendía madera para hacer fueguito. Esto era río, campo, caballos, barro. Treinta años después, estamos casi igual. Nunca se urbanizó», levanta temperatura la vecina de la manzana 5.

Rosita tiene 67 años. Llegó a la Argentina desde el hermano Perú en los tiempos dulces del amargo menemato. Se gana el pan de cada día cocinando. Sus cevichazos, caldos de gallina, sopas de mote y mil y un platos más de la fecunda gastronomía andina han alimentado a generaciones. «Por supuesto, señor, que extraño a mi Lima… sus papas, su pescadito fresco, pero acá peleamos un futuro para la familia. Por eso da bronca cuando nos discriminan y nos dejan sin derechos. Esos que dicen que hay que entrar con lanzallamas. Si somos cocineras, costureras, obreros, vendedores de ropa, trabajadores decentes que hacemos crecer la ciudad», expone Rosita, pasada por agua en el pasillo estrecho, cerca de un temible desagüe apenas cubierto por unas maderas a punto de declinar.

Antes de seguir su ruta, la cocinera amasa las penurias que castigan al barrio siempre olvidado: «Los caños de agua que no dan abasto, los incendios por las conexiones eléctricas truchas, las cloacas tapadas, la inundación, la falta de comida en los comedores, y ni le hablo de la inseguridad». Rosita tiene miedo por los robos; vive enrejada. Muy cerca de su casa, el lunes asesinaron a un catequista para robarle el auto. Si se corta la electricidad –cuenta– a veces es como una guerra a la luz de las velas, en la «ciudad más segura de Latinoamérica».

La boca de uno de los pasillos del barrio.
Foto: Diego Díaz
Rosita y su pelea contra el invierno.
«Nadie se salva solo»: las paredes de la barriada.
Foto: Diego Díaz

El barro de la historia

40 mil personas cobija el Barrio Padre Rodolfo Ricciardelli. Son guarismos de un censo realizado por el Instituto de Vivienda de la Ciudad (IVC) en 2018. Para los vecinos se queda corto: suman casi el doble, 80 mil almas. Antes de la pandemia, el 40% eran inquilinos. El 98% de las viviendas del barrio tenía conexiones informales a la red cloacal, el 94% usaba garrafas y el 97% estaba conectada sin medidor a la red eléctrica.

Visto desde las alturas, el barrio es un laberinto organizado, lleno de cortadas, trasversales, islas repletas de casas que suben hasta los cuatro pisos, placitas secas, restaurantes y tiendas variopintas. Se estira frente al Nuevo Gasómetro por Perito Moreno, desde Fernández de la Cruz hasta Varela, Bonorino y más allá. Una ciudad pujante en la ciudad de la furia cambiemita.

Villa miseria, de emergencia, vulnerable. Villa Bajo Flores, Medio Caño, Evita, 1-11-14. «Ricciardelli desde 2019. Ese es el nombre que elegimos los vecinos. Nuestra identidad marcada por un cura villero que se opuso a las topadoras, a la erradicación, y que luchó con nosotros», subraya el electricista Mario Franco, delegado de la manzana 10. Con 25 años en el vecindario, don Franco da cátedra de historia barrial: «Hay que remontarse a la década del ’30 del siglo pasado, cuando se instalaron los primeros pobladores, en plena crisis económica. Fue creciendo y en los ’70, durante la dictadura, Videla y Cacciatore quisieron erradicarla. Agarraban a los vecinos y los mandaban al Conurbano, a las provincias, a la frontera. Pura violencia. Pero el padre Ricciardelli se plantó frente a las topadoras con una bandera argentina y una eclesiástica y les dijo ‘acá no pasan’. Quedaron en pie 30 casitas y la iglesia. Nuestro barrio no lleva el nombre de un político oportunista o de un empresario generoso, sino el de un cura que se la jugó por los villeros».

En los ’90, cuenta Mario, impulsados por el padre Ernesto Narcisi, otro veterano del Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, los vecinos le dieron forma al Cuerpo de Delegados Único: «Hicimos una marcha grande al centro, en el 2000, antes del estallido. Hubo huelga de hambre para exigir la urbanización. Así se logró la Ley 403, que nunca se cumplió». Ni Ibarra, ni Macri, ni Larreta movieron un dedo. Puros parches puso el Estado porteño en la barriada durante estos 23 años. Entonces, la lucha continuó en el Bajo Flores: «Reclamamos desde el 2012, pero nunca fuimos escuchados. En 2017 empezamos a trabajar los vecinos en un proyecto de reurbanización».

Se presentó en la Legislatura el pasado jueves. Un 13 de julio. No es azar. Es la fecha que recuerda el fallecimiento del padre Ricciardelli, cuyos restos descansan en la capilla Madre del Pueblo. El proyecto es participativo y busca generar consensos para que todas las familias puedan tener una solución habitacional digna. Propone que se garanticen los servicios básicos: luz, agua, gas, desagües; al mismo tiempo que contempla obras en los centros de salud y la construcción de escuelas. Don Mario cierra la clase: «Nos enseña la historia que nunca hubo voluntad política para mejorar la vida en el barrio. Basta de discriminarnos. Queremos vivir mejor».

El barro y las pisadas de los vecinos del Bajo Flores.
Foto: Diego Díaz
Mario Franco, delegado del barrio.
Bajo la lluvia en el Bajo Flores.
Foto: Diego Díaz

Falsas promesas

Suena cumbia y algún reggaetón al palo cerca de la calle Riestra. La obra eterna: un arreglo de cloacas, un caño maestro roto, zanjas por todos lados, parecen trincheras de la Primera Guerra Mundial. «Meses llevan, se tiran la pelota los políticos entre ellos. Cortan el agua cada dos por tres. Necesitamos la infra, los servicios básicos», remarca Rocío Mazuelos, delegada vecinal e integrante del colectivo Sabores y Saberes sin Fronteras. Hace 33 años vive en el barrio: manzana 15, casa 89. Ni una gotita sale de la canilla de la cocina. Aunque Rocío le rece, la imagen del Señor de los Milagros que adorna la casa no hace fluir el líquido vital: «Se acuerdan de nosotros en campaña. Los candidatos hacen la promesa, se sacan la fotito y nunca más vuelven».

Ema Velasco vende lustrosas verduras en la frontera de las manzanas 18 y 19. «Cebolla morada, papa negra, papa blanca, remolacha, lleve casero». La venta viene floja: «Tanta lluvia… se inunda, un río se hace. En verano, es un criadero de mosquitos», dice la señora, custodiada por un esténcil de la Virgen de Luján tatuado en la puerta de su hogar. «No viene nadie acá, como si fuéramos de segunda, pero somos trabajadores de primera».

Pegado al horno que marea cuatro pollos al spiedo, cerca de Bonorino, Don Teodoro dice que no queda otra. El tornillo de la noche cae pesada como el aguacero en el Bajo Flores. 40 años en el barrio lleva sobre el lomo el albañil. Con su fallecida esposa Miriam, levantaron su casa ladrillo por ladrillo: «Ella murió hace tres años, era delegada, luchó toda su vida para conseguir la urbanización, pero no la pudo ver, por eso también sigo luchando». Al despedirse, deja un mensaje para los candidatos de todos los colores: «No nos usen de escalones para subir a sus cargos. Una vez arriba, se olvidan de los de abajo. Siento que las villas somos como peldaños, nos pisan y dejan atrás». «

Rocío Mazuelos, delegada de la manzana 15.
Las calles del barrio del Bajo Flores.
Foto: Diego Díaz
Riachuelo: la otra deuda

Pronto se cumplen 23 años desde que la Legislatura porteña aprobó la Ley 403 que creó el Programa de Planeamiento y Gestión Participativa para que ejecute un Plan Integral de Urbanización del Barrio Ricciardelli. Nunca se llevó adelante. El proyecto de reurbanización presentado por los vecinos y vecinas abarca también a sectores aledaños como Rivadavia 1 y 2; Illia 1 y 2; y Bonorino 1, 2 y 3. Agrega el delegado Mario Franco: «No se cumple la ley ni tampoco el fallo en la Causa Mendoza, que obliga al Estado a trabajar en el bienestar de los vecinos afectados por la contaminación del Riachuelo y relocalizar a los más afectados. No puede ser rechazado el proyecto, están en juego nuestras vidas».