La penúltima semana previa a la pelea del año en Brasil estuvo monopolizada por el tropezón discursivo de Bolsonaro al contar una anécdota en la que sugirió que unas adolescentes venezolanas se prostituían y con las que «pintó onda». Sus maniobras posteriores para reducir daños no alcanzaron para que el presidente, que edificó su figura en torno a los valores tradicionales de «la familia» y el conservadurismo religioso, quedara asociado a la palabra pedofilia.


Durante una entrevista, el mandatario intentó atacar con uno de sus tópicos clásicos: denostar al gobierno venezolano y asociarlo con Lula. Y apeló a una escena —ya la había relatado otras veces– ocurrida en una barriada popular de Brasilia: «Detuve la moto en una esquina, me quité el casco y miré a unas niñas, tres, cuatro, bonitas, de 14, 15 años». Y luego pronunció las tres palabras que desataron el escándalo: «Pintou um clima». Entonces cuenta que entró a la casa y se encontró con «unas 15, 20 chicas arreglándose. Todas venezolanas. Y yo pregunto: niñas bonitas de 14, 15 años, arregladísimas un sábado en una comunidad, ¿para qué? Para ganarse la vida».


Al toque diluviaron las críticas. La presidenta del PT, Gleisi Hoffmann, calificó a Bolsonaro de «depravado» y «criminal». El Instituto Migraciones y Derechos Humanos (IMDH) denunció que «ese tipo de declaraciones estigmatiza a la población venezolana y contribuyen a la construcción de estereotipos falsos sobre los migrantes»; y la tía de una de las jóvenes aclaró que el contexto era un curso de maquillaje en el marco de un programa de ayuda social. Mientras, el hashtag #BolsonaroPedófilo se hacía tendencia y el PT lograba convocar a una audiencia en la comisión de DD HH del Congreso para debatir el tema.
Desesperado, el presidente intentó apagar el incendio con un vivo pasada la medianoche, enredándose para explicar el asunto en un tono nervioso y alterado. Luego presentó un amparo para impedir que Lula lo utilice en su campaña y que lo mencione en el debate. La Corte lo aceptó. El líder del PT acudió a la tv con un pin de la campaña contra la violencia sexual infantil y un par de días después se despachó con todo y dijo que Bolsonaro «se comporta como si fuera un pedófilo».


Desatado el vendaval, el ultraderechista jugó dos cartas más. Difundió un video grabado culpando a «los militantes de izquierda» de tergiversar sus dichos pero también recalculando: «Si esas palabras que, por mala fe, fueron sacadas de contexto, fueron de alguna forma malentendidas y provocaron alguna vergüenza a nuestras hermanas venezolanas, pido disculpas». Aparece junto a su esposa, Michelle Bolsonaro, y la venezolana María Teresa Belandria, embajadora del gobierno de fantasía de Juan Guaidó.
La otra maniobra fue enviar a la primera dama y a la exministra de la Mujer, Damares Alaves, a reunirse con las líderes comunitarias del proyecto social que atiende a las menores migrantes, que las recibieron después de varios días de insistencia.


El traspié de Bolsonaro no solo hace mella en su (bajo) caudal de voto femenino —su machismo explícito ya no es novedad— sino que también genera ruido en su sólida base social religiosa. Por eso volvió a tomar protagonismo su esposa Michelle, quien esta semana visitó varios templos evangélicos; incluso, en un acto eclesiástico llegó a vociferar, entre lágrimas y gritos, que Lula conduce «el partido de las tinieblas» y que «en la Biblia, Dios siempre se inclina por el lado de la derecha».


La disputa por el voto evangélico se convirtió en otro eje central de la batalla electoral, teniendo en cuenta su vertiginoso ascenso (ya son más del 30% de la población) y su fuerte penetración en los sectores populares. Ante las noticias falsas diseminadas por el bolsonarismo de que Lula cerraría iglesias, el expresidente lanzó este jueves una «carta a los evangélicos» en la que aclaró que «mi gobierno no adoptará ninguna actitud que hiera la libertad de culto y plegaria o cree obstáculos al libre funcionamiento de los templos». Además, denunció «el uso político de la fe con fines electorales».


Por esos terrenos resbaladizos se mueve la campaña a una semana del balotaje. Sin debates de ideas ni confrontación de proyectos. Con ambos candidatos metidos en el fango, atrapados en las lógicas de la guerra sucia y la posverdad, para convencer a las millones de personas que aún no decidieron su voto.

Como si faltara alguien, apareció en campaña un viejo amigo…


El reencuentro del exjuez Sergio Moro y Jair Bolsonaro habría sido una de las causas del repunte en las mediciones que acercaron al presidente a su rival en intención de voto. Moro fue electo senador del partido Unión Brasil, por el Estado de Paraná, uno de los bastiones bolsonaristas. Su arribo puede significar el arrastre de un amplio sector de la clase media que no quiere a Bolsonaro, pero que apoya la cruzada «anticorrupción» que dijo encarar el exjuez que encarceló a Lula por un hecho que nunca pudo probar y cuya causa fue finalmente anulada. Sin embargo, esa jugada jurídica fue suficiente para sacar a Lula del juego político y permitir la elección de Bolsonaro en 2018, por lo que fue premiado con la titularidad del Ministerio de Justicia. Pero Moro renunció como ministro en abril de 2020, plena pandemia, denunciando penalmente a Bolsonaro por querer interferir en las investigaciones que la Policía Federal realizaba sobre el desvío de dinero y lavado de dinero del senador Flávio Bolsonaro, uno de los hijos del presidente. A Moro se lo vio entre los asesores del presidente en el debate con Lula del domingo pasado en el canal televisivo Bandeirantes y según dicen en el entorno presidencial «tuvieron sus diferencias, pero son más las convergencias».


Según la última encuesta de Datafolha Lula acumula 49% de la intención de votos totales contra 45% de Bolsonaro, 4% de votos en blanco o nulos y 1% de indecisos. Dejando solo los válidos, el resultado queda en 52% a 48%, es decir en situación de empate técnico por el margen de error.