Una de las consecuencias de ir adentrándose en la segunda parte de la vida es que hay cada vez menos personas capaces de entender las comparaciones que uno usa para explicarse. A riesgo de eso, se me ocurre compartir aquí una de esas asociaciones que la cabeza no puede dejar de hacer cada vez que piensa en la extensa campaña electoral que termina (la campaña, no necesariamente la elección) el martes próximo. “Dicen que soy aburrido” decía en un spot de campaña el fallecido Fernando de la Rua, en 1999. Abrazaba la crítica que pretendía descalificarlo y la devolvía como un búmeran hacia el kitsch de la estética menemista que se despedía.

La campaña de Joe Biden puede leerse (sin importar si esto le hace o no justicia) como el despliegue de esa idea. Igual que De la Rua, ha proyectado convincentemente la necesidad del cambio de gobierno que postula, usando como judoca la fuerza del adversario. La energía que ha logrado poner en marcha demuestra que su Partido Demócrata ha sabido ponerle el cascabel al gato de la desaprobación a la gestión de Donald Trump. Biden pactó una plataforma que selló la unidad de una coalición de neoliberales y populistas a la norteamericana que trata de pesar más en la balanza política estadounidense que la coalición de nacionalistas blancos y libertarios de mercado que hoy gobierna. Lo hizo con un realismo que le faltó a Hillary Clinton hace cuatro años, con concesiones que le han asegurado la militancia de Bernie Sanders y su movimiento, sin resignar las donaciones de Wall Street y Silicon Valley.

El asunto de cómo será el gobierno de Biden, sin embargo, no parece ser el primero en el orden del día. Antes deberá atravesar los rápidos del día de la elección y sobrevivir a la tormenta del recuento. La amplitud de la victoria que se requiere para que a su contrincante no le quede más que aceptarla es demasiado grande para que sea realista anticiparla. Si un solo resultado parcial (así sea con 100 votos escrutados) en Florida y Pensilvania muestra a los republicanos en ventaja, no podremos sorprendernos si Trump se proclama vencedor. El escrutinio será probablemente lento y los resultados pueden tardar semanas en oficializarse.

El sistema político estadounidense es fuertemente contramayoritario. El Colegio Electoral no es el único reaseguro para que los menos puedan llegar a la Casa Blanca y dejar a los más mirando desde afuera. El Senado está ahí para que 120.000 conservadores de Wyoming pesen igual que siete millones y medio de progresistas californianos. Y si eso fallara, hay una Corte Suprema de Justicia con la facultad de anular leyes adoptadas por el Congreso.

Ganar la presidencia pero no el Senado puede llegar a ser una pesadilla para Biden. En un contexto de polarización como el actual no puede esperar que le autorice la expansión fiscal que supone su plataforma y que la economía estadounidense necesita con la desesperación con que necesitaba el New Deal después de la crisis del ´30. Si lo ganara, aparecen otras preguntas. ¿Cuánto estímulo fiscal están dispuestos a aceptar algunos de los propios senadores demócratas? Y, crucialmente, ¿cree realmente la facción mainstream del Partido Demócrata que la injusticia social es el principal problema de la hora en EE.UU. y que no se puede volver al laissez faire post recesión de las presidencias de Bill Clinton y Barack Obama?

Un aburrido puede ser una solución electoral. Es menos probable que ideas como las que empobrecieron a las clases medias trabajadoras y fueron una máquina de fabricar silenciosamente este trumpismo ruidoso sean una solución para la vida de las mayorías del país más poderoso de la Tierra.

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