La adopción del bitcoin como moneda de curso legal en El Salvador plantea una serie de interrogantes. Se trata del primer país que le concede ese status a una criptomoneda pero con un ingrediente adicional: El Salvador decidió en 2001 dolarizar su economía abandonando su propia moneda, el Colón, y resignando de esa forma su potestad de definir en forma autónoma su política monetaria.

La adopción del bitcoin como moneda de curso legal, en estas circunstancias, implica una sutil ruptura con la hegemonía del dólar en su economía interna aunque, claro, sin que eso resulte en una recuperación del control de esa política monetaria que, por el contrario, quedará expuesta a un activo que exhibe una volatilidad sin parangones. 

Pero ¿qué son las criptomonedas?

Se trata de activos digitales inmateriales, únicos e irrepetibles, cuyo cifrado criptográfico impide su copia y ofrece altos niveles de seguridad que la habilitan formalmente como pieza de intercambio. Los ciudadanos de El Salvador solo necesitarán instalar una aplicación en sus celulares para realizar los pagos de bienes y servicios con una billetera virtual haciendo uso de un QR.

Se trata de algoritmos matemáticos producidos en forma virtual y descentralizada por programadores conocidos como “mineros”. Su valor, sin embargo, está lejos de reflejar la cantidad de trabajo que lleva producirlos ni los elevados costos energéticos que conlleva su minado y conservación en servidores. Tampoco existe entidad monetaria oficial que les de respaldo y, por lo tanto, a diferencia del resto de las monedas, no expresan reservas en divisas ni, mucho menos, metales preciosos como el oro y la plata tal como fuera en los orígenes de los sistemas monetarios. No existen Bancos Centrales ni Estados que oficien de garantía fiduciaria sobre ellas. Su existencia enigmática llega a tal punto que se desconoce si el creador del protocolo de minado del bitcoin, Satoshi Nakamoto, es efectivamente una persona real.

En rigor, su cotización depende exclusivamente de la confianza que el mercado deposita en ellas y, por ese motivo, resultan instrumentos propicios para la especulación financiera y, a la vez, exhiben una enorme volatilidad. Su cotización, por caso, evolucionó desde alrededor de US$ 10 mil en marzo de 2020 hasta los U$S 63 mil en abril de este año para desplomarse hasta U$S30 mil en junio y nuevamente recuperarse hasta los alrededor de US$45 mil actuales.

En el fondo, su creciente cotización y volumen de operaciones expresa las dificultades de la economía real para desarrollar una valorización del capital a través de la producción de bienes y, por eso, no es casual que hayan surgido en el marco de la crisis financiera de 2008. Su protagonismo en los mercados se extiende de la mano de la creciente debilidad y pérdida de centralidad de la divisa norteamericana a nivel global.

Estas características son las que explican su volatilidad y muestran el grado de exposición al que el gobierno de El Salvador está dispuesto a someter a su débil economía que cuenta con un PBI de apenas 25 mil millones de dólares. Un activo de esas características difícilmente haya encontrado la madurez necesaria para oficiar como reserva de valor y, todavía menos, como pieza de intercambio. El presidente salvadoreño Nayib Bukele justificó la decisión como una vía para bancarizar a su población y eludir los impuestos que rigen sobre las remesas que recibe el país de ciudadanos residentes en el exterior y que representan el 22% del PBI. El monto que anualmente apuesta a retener no llega a los U$S 500 millones. Sin margen para ejercer una política monetaria propia, con una economía atrasada y dependiente, el experimento se parece más bien a una aventura que, de naufragar, golpeará a los trabajadores y sectores más empobrecidos.