Haití fue el primer país independiente de las Américas y el primero del mundo que abolió la esclavitud. Por su libertad tuvo que pagarle a Francia una indemnización dantesca durante un siglo y medio. Luego siguió un largo derrotero de golpes de Estado, injerencias y ocupaciones extranjeras que lo fueron convirtiendo en uno de los territorios más empobrecidos del planeta. Hoy, casi cinco de sus 11,4 millones de habitantes padecen inseguridad alimentaria y el reciente Informe Global sobre Crisis Alimentaria lo incluyó por primera vez en la lista de los siete países que enfrentan riesgo de hambruna. Un drama de larga data pero que se profundizó en los últimos años: uno de cada cuatro niños y niñas sufre desnutrición crónica y en 2023 la cifra trepará un 30%, según estimaciones de Unicef.

La agudización reciente de esta crisis humanitaria tiene su raíz en la imposición del «modelo gangsteril», es decir, la proliferación de bandas criminales creadas desde el Norte para controlar territorios, negociados y mantener sumisa a la población. Un experimento «exitoso» en países como México, El Salvador o Colombia que se expande en silencio por toda América Latina.

La Oficina de las Naciones Unidas para los DD HH reportó esta semana que en los primeros cuatro meses del año fueron asesinadas 1446 personas. 12 por día. Además se registraron 393 heridos y 395 secuestrados. Números que reflejan un incremento del 28% respecto al mismo período de 2022.

Volker Türk, alto comisionado de la ONU para los DD HH, advirtió ante el Consejo de Seguridad del organismo: «Haití está al borde del precipicio. La incapacidad del Estado para garantizar los derechos humanos ha socavado por completo la confianza de la gente. El contrato social se ha derrumbado. La anarquía actual exige una respuesta contundente».

¿Por qué la ONU muestra ahora su preocupación? En diálogo con Tiempo, Henry Boisrolin, integrante del Comité Democrático Haitiano en Argentina, explica: «Un sector de la comunidad internacional, que apoya al gobierno haitiano, busca a partir de la publicación de estas cifras empujar a que el Consejo de Seguridad apruebe una nueva intervención militar, como fue la Minustah».

El mismo Volker Türk consolida esa tesis con su clamor urgente: «Las instituciones haitianas necesitan apoyo inmediato a través del despliegue de una fuerza de apoyo especializada y respetuosa de los Derechos Humanos, con un plan de acción integral».

La aclaración de «respeto a los Derechos Humanos» huele a cola de paja. La Misión de Estabilización de la ONU en Haití (Minustah), que ocupó el país desde 2004 a 2017, dejó un tendal de denuncias de crímenes, violaciones a niñas e incluso fue la responsable de introducir el cólera que mató a más de 30 mil haitianos y haitianas.

Otros organismos también vienen alertando de esta situación pero remarcando la responsabilidad estatal y denunciando la injerencia extranjera. La Plataforma de Organizaciones Haitianas de DD HH (Pohdh) reveló que, en poco más de un año, unas 100 mil personas tuvieron que huir de sus hogares, sobre todo de los barrios populares de Puerto Príncipe, ante el recrudecimiento de la violencia. La organización denunció que el gobierno haitiano «no muestra ni voluntad ni interés en combatir a las pandillas». Las familias con mejor suerte lograron huir del país, otras regresaron a sus provincias de origen pero muchas más tuvieron que refugiarse en plazas y campamentos en condiciones inhumanas.

Otra organización humanitaria, la Fundación Je Klere, registró 2845 muertes violentas desde julio de 2021, o sea desde que asumió el gobierno Ariel Henryen (de forma muy cuestionada) tras el magnicidio de Jovenel Moïse. La plataforma enumera infinidad de secuestros, violaciones, robos, incendios, incluso cómo las pandillas matan y queman cadáveres descuartizados a plena luz del día.

Ante la inacción o complicidad de la policía local, en algunas barriadas se conformaron brigadas de vigilancia juveniles que intentan repeler a las pandillas, también a los tiros. La experiencia divide aguas entre las organizaciones populares locales, que han perdido su potencia movilizadora por el terror inoculado en la población.

«Nos convirtieron en un país invivible»

Boisrolin caracteriza el escenario actual como «una nueva fase en la espiral de violencia marcada por la descomposición del sistema neocolonial. Es decir, desde hace dos o tres años el pueblo viene sufriendo el accionar de estos verdaderos escuadrones de la muerte, que constituyen instrumentos de la élite haitiana y de la comunidad internacional, principalmente de los Estados Unidos, para doblegar al movimiento popular, sembrar el terror y evitar un levantamiento».
En el seno de la ONU se viene presionando para el envío de una nueva fuerza armada internacional. Las experiencias anteriores dan por tierra que esa sea la solución. Más bien todo lo contrario. Boisrolin advierte: «Hace 30 años que mandan misiones y sólo empeoraron las cosas. Violaron, masacraron, manipularon elecciones, nos trajeron el cólera. Nos convirtieron en un país invivible. Por eso creemos que la única salida es recuperar nuestra soberanía y nuestro derecho a la autodeterminación, es decir, encontrar una respuesta haitiana que rompa con este sistema neocolonial».