La primera Conferencia Política de Acción Conservadora (CPAC) realizada fuera de Estados Unidos se inauguró el 18 de noviembre en Ciudad de México, bajo el lema «Dios patria y familia». Fue cerrada al día siguiente con golpes en el pecho, rosarios bendecidos, rezos y vivas a Cristo Rey. En dos jornadas, la franquicia latinoamericana de la Unión Conservadora Estadounidense vio pasar en vivo y en directo o en forma virtual a lo más selecto de la ultraderecha global, y gracias a la ofensiva de la Iglesia Católica local se radicalizó y encontró un objetivo a golpear con el mejor fervor antidemocrático: el presidente progresista Andrés Manuel López Obrador. El encuentro en el Hotel Westin de Santa Fe, una zona rica de la capital, fue una imponente muestra de opulencia.

Habían empezado haciendo blanco y burlándose del Partido de Acción Nacional, el PAN, la ultraderecha que introdujo el neoliberalismo en el país, accedió a la Presidencia en el año 2000 y en tres períodos de gobierno dictó las más retardatarias reformas económicas y políticas de la historia mexicana. «La derecha no tiene conductor, los conservadores quedamos huérfanos de liderazgo por responsabilidad de la «derechita del PAN», exclamó en la inauguración Eduardo Verástegui, un galán de telenovelas hasta ahora desconocido como dirigente político. Al igual que en los oficios pentecostales conocidos por estas tierras, el actor irrumpió en el escenario flanqueado por dos largas hileras de monjas que durante toda la conferencia operaron, además, como entusiasta claque de los disertantes.

Para que los lectores se hagan una inmediata composición de lugar, sin necesidad de entrar en mayores detalles, basta con citar algunos de los más refulgentes fascistas que estuvieron en el cónclave, una larga lista de reconocidos enemigos de los DD HH y las libertades. En persona o por Zoom dieron línea Donald Trump; el argentino Javier Milei; el expresidente de Polonia Lech Walesa; Santiago Abascal, el jefe del español Vox; los hijos de Jair Bolsonaro; el dictador guatemalteco Alejandro Giammattei; el presidenciable chileno José Antonio Kast; Steve Bannon, «pensador» de Trump; y una larga lista de etcéteras a sueldo entre los que estuvo el senador norteamericano Ted Cruz, uno de los más recalcitrantes enemigos de Cuba.

Por pura casualidad, o no, en medio de la ofensiva de la ultraderecha continental y con el mismo temario de CPAC, hasta el viernes último estuvo reunida en Montevideo la Unión de Partidos Latinoamericanos, una colateral intervencionista de la socialcristiana Fundación alemana Hanns Seidel. De Uruguay sólo estuvo el Partido Nacional (Blanco) del presidente Luis Lacalle Pou. Fueron excluidos los dos grupos mayores que lo secundan en la coalición formada para gobernar contra el Frente Amplio (el partido militar Cabildo Abierto y el antiguo Partido Colorado). Participaron, entre otros, los pinochetistas chilenos Unión Democrática Independiente y Renovación Nacional, el Partido Popular español, el presidente del PRO argentino Claudio Romero y un grupo de cubanos de Miami-Madrid.

El caso mexicano

El ascenso de Verástegui a la morada de los dioses del neoliberalismo no se debería a que, durante años, fue un hijo dilecto de Televisa sino, coinciden varios analistas, al apoyo que recibió desde EE UU. Entre sus mentores se cita al ultraconservador Raymond Leo Burke, un cardenal de fuerte presencia en el Vaticano hasta que se convirtió en enemigo de las reformas promovidas por el papa Francisco y la mirada generosa del pontífice argentino hacia las minorías discriminadas. Burke, que fue uno de los miembros de la jerarquía norteamericana que más activo para ocultar las prácticas de curas y obispos violadores, se opuso también a las vacunas contra el COVID y decía que con la inoculación se implantaba un chip, nunca dijo con qué objetivos. En agosto pasado, contagiado, salvó su vida gracias a la ciencia, conectado a un respirador artificial y lejos de su gran crucifijo de oro y piedras.

La tónica de los encuentros de México y Montevideo fue repetitiva: la libertad religiosa, el anticomunismo según el modelo primitivo de la Guerra Fría, el populismo, los sistemas electorales de todos los países donde pierde la derecha, el posicionamiento contra las políticas de género, los mapas del mundo teñidos de rojo comunista. Todos se aplaudieron entre todos. Ningún orador lo dijo expresamente, pero de alguna forma quedó a la vista que todos creen que no hay una sola derecha. Primero, asoman vertientes ultraconservadoras ligadas a la derecha católica. Una segunda es una derecha hípercapitalista impulsada y protegida por los sectores empresariales neoliberales. Y hay una tercera, religiosa también, pentecostal, cargada de fundamentalismos.

En Montevideo, el encuentro no fue acompañado por movilizaciones callejeras, aunque a tono con la experiencia de Brasil, el bolsonarismo pregona que «tenemos que robarle las calles al populismo». En México intentaron, pero sólo lograron instalar dos stands en el ingreso al hotel, apenas un puñado de fanáticos que sostenían que AMLO ataca a la Iglesia Católica y busca limitar la libertad de culto. En realidad, lo que se propondría es normatizar la instalación de pesebres navideños en las oficinas públicas. «Amigos –dijo el politólogo Carlos Ramírez– esto es el principio y vienen por nosotros, que somos los nietos de los cristeros que no pudieron fusilar». En su delirio, Ramírez hacía referencia a la Guerra de los Cristeros (1926-1929), un cruento enfrentamiento con 250 mil muertos promovido por los católicos fanáticos que se negaban a aceptar ciertas regulaciones en la vida de las iglesias.  «

Enemigos de AMLO

Desde que los primeros curas bajaron de los barcos, acompañando con su afilada cruz a las espadas genocidas de los conquistadores, la Iglesia Católica mexicana da cíclicas muestras de una incapacidad, congénita podría decirse, para convivir con la democracia sin los privilegios del poder. Ahora, el objeto de su odio es el presidente Andrés Manuel López Obrador,  el líder que llegó a gobernar su desquiciado país tras décadas de neoliberalismo salvaje y sumisión política, económica y militar a los mandatos llegados desde EE UU. A raíz del asesinato de dos sacerdotes jesuitas el pasado 20 de junio, dos mexicanos más entre los cientos de miles de víctimas de la estrategia represiva dictada desde el norte, la Iglesia volvió a mostrarle los colmillos a un gobierno popular.

Sin rodeos, puede decirse que AMLO tiene un nuevo enemigo, más allá de las multinacionales de la energía y del agua, de unas autoridades electorales que digitan a las instituciones a medida de la ultraderecha, de los traficantes de armas y de drogas. Y tener a un enemigo como ese es intranquilizador. Si lo sabrán los argentinos. Aliada al más rancio conservadurismo ataca al gobierno porque, inocentemente, es cierto, ofrece «abrazos, no balazos» para enfrentar al narcotráfico. Y cuando ya no sabe cómo desestabilizar, ordena a los centros educativos jesuitas que exijan garantías de una vida sin agresiones para las mujeres. Lo planteó el 25/11, el Día por la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, instaurado hace 41 años pero que la Iglesia mexicana asumió anteayer por primera vez.

Después del 20 de junio comenzó un ida y vuelta creciente. La Iglesia dijo que el pacifismo de AMLO va contra la gente. AMLO retrucó golpeando donde más les duele a los obispos: su antigua apuesta por la guerra (1926-1929), su identificación con el gobierno represor de Felipe Calderón (2006-2012) y, yendo más atrás, su comunión con la dictadura de Porfirio Díaz (1884-1911). «Cuánta hipocresía», sintetizó. La Conferencia Episcopal se defendió y el arzobispo de Guadalajara terció, acusando a AMLO de ser cómplice de los narcos, que cobran un peaje para que la Iglesia pueda celebrar sus oficios. Por ahora, la disputa tuvo su último capítulo la semana pasada cuando AMLO dijo que, «además de hipócrita, el prelado es mentiroso», y advirtió que «no por ser religiosos estos señores son infalibles».