En la elección de 2018 los brasileños no se equivocaron. Votaron a Jair Bolsonaro a sabiendas de que le estaban dando carta blanca a un ultraderechista que nunca ocultó sus amores por los genocidios. Así, en un solo acto, consagraron presidente a un sujeto de antecedentes peligrosos y, también, al primer gobierno de la Historia que se manifestó explícitamente contra la defensa de la Amazonia, el gran pulmón del mundo y hábitat de los casi un millón de indígenas de las 300 etnias que, con su cultura y sus lenguas vivas, conforman uno de los mayores reservorios de la diversidad sociocultural del mundo. El 8 de junio, el Ministerio de Salud reveló que en esa vastedad abandonada, la tasa de afectados por el coronavirus más que duplica la de San Pablo, epicentro brasileño de la pandemia.

Las estadísticas oficiales dicen que en los dos últimos años la sangría migratoria en la selva profunda se situó por encima del 12%, mientras se registra un repoblamiento continuo en las grandes ciudades próximas, como Manaos y Belem. El número de habitantes en Japurá, por ejemplo, un poblado “muy pintoresco”, donde los indígenas viven en casas flotantes, se redujo un 15%. Survival International, un movimiento global de defensa de los pueblos indígenas, señaló que la política de preservación esbozada con la creación de 424 “áreas indígenas” no fue acompañada por la instalación de escuelas y hospitales, la construcción de redes sanitarias y la promoción de actividades generadoras de empleo,

Así, la Zona Franca Manaos, parque industrial desarrollado por la dictadura (1964-1985), se convirtió en imán para migrantes. Decenas de etnias viven en barrios marginales. Los distritos que fueron privilegiados con inversiones: Coarí (Amazonas) se fue de 38 mil a 85 mil habitantes con la radicación de la estatal Petrobras Gas, y Altamira (Pará) pasó de 100 mil a 150 mil por la construcción de la represa de Belo Monte, una mala decisión de Dilma Rousseff. Ese gobierno del Partido de los Trabajadores hizo suyo un proyecto producto de la fiebre desarrollista de la dictadura para generar energía embalsando al río Xingú. Energía de las áreas paupérrimas para las ciudades ricas.

“La ausencia del Estado aceleró la mortalidad en territorios indígenas. Esta guerra no significa el exterminio de la totalidad de la población brasileña o de la Humanidad, pero puede significar el exterminio de la totalidad de muchos pueblos indígenas”, dijo Survival. Dos décadas después de la delimitación de tierras y los parques naturales, la concentración de la inversión pública y privada en áreas urbanas deja un vacío en el bosque que facilita el accionar de las bandas criminales. Más aún cuando Bolsonaro anuncia que distritos como Japurá integran una lista de los que el gobierno propone extinguir por baja poblacional.

Bolsonaro lo dice con todas las letras. De alguna manera y por distintas formas de actuar, el presidente electo en 2018 marca una continuidad con lo ocurrido con los tres gobiernos del PT. A la decisión de construir Belo Monte sin evaluación previa del daño eventual, Lula se le anticipó cuando lanzó el plan Bolsa Familia –entrega de un salario social a unos 13 millones de familias–, que si bien arrojó el mejor efecto en el nordeste y en los suburbios empobrecidos de Río, tuvo resultados indeseables en la Amazonia, donde en los hechos se convirtió en una invitación a emigrar hacia los ya saturados centros urbanos. Lula quiso satisfacer también a los actores económicos que sueñan con el índice total de bancarización, pero resultó que no hay bancos en la selva.

El vacío generado en el bosque por las políticas erróneas, ambientó la aparición en las áreas fronterizas de la Familia del Norte, un grupo que desnuda en toda su dimensión la situación de abandono que padecen determinadas regiones. La banda apareció de golpe, en 2017, con una virtual declaración de guerra al Primer Comando Capital (PCC), el más poderoso cartel brasileño. En esa ocasión, asesinó en una cárcel de Manaos a 56 reclusos del PCC.. El transporte de marihuana y cocaína sigue por la ruta tradicional peruana y colombiana, a lo largo del río Solimões, hasta Manaos, pero quedó abierta otra ruta a través de los ríos Japurá, Iça y Negro, con escala en Japurá, una de las ciudades con peor calidad de vida y salud desde que Bolsonaro expulsó a los médicos cubanos de la brigada solidaria Henry Reeve.

                   
Fordlandia

Desde que los colonizadores europeos irrumpieron con su mortífero arsenal, el destino de América quedó sellado por el signo violento de la cruz y de la espada. Brasil, donde se extiende el 63% de los siete millones de kilómetros cuadrados de selva amazónica, les tocó a los portugueses, que inauguraron una fase brutal de la Historia en la que los madereros, los buscadores de oro y los esclavistas impusieron su marca. Dominaron esa inmensidad sin horizontes y allí se quedaron, mientras los árboles de madera fina, el oro y los diamantes no exigieron más esfuerzo que el de “disciplinar” a  la mano de obra barata y deshacerse de ella cuando, en algún quilombo, aparecía un indio o un negro revoltoso.

Así sigue siendo, aunque ahora son la minería y la agroindustria las que mueven el péndulo de las masacres, las multinacionales suizas, canadienses y norteamericanas, Bunge, Cargil y las colaterales de Monsanto. Es como en los tiempos recientes en los que los gobiernos promovían el coloniaje, dando o entregando a precio vil la tierra indígena para que reinaran allí nuevos aventureros. A veces, empresas con delirantes proyectos de ocupación, como la famosa y prontamente difunta Fordlandia, desarrollada por Henry Ford en los años 30 del siglo pasado. Cuando forestó 25 mil hectáreas con hevea brasiliensis, el árbol del caucho, para romper con el monopolio británico-holandés y satisfacer las exigencias de su ya famoso Ford-T.