El hombre debía andar por los 60 años. Pelo totalmente blanco, un aire de cierta elegancia y una ropa que bien podría haber sido de empleado bancario en día de feriado. Con un tono firme pero nada estridente, dijo que vendía pañuelos kleenex. “Para una persona de mi edad conseguir un trabajo con contrato es casi imposible”, dijo, justificándose. El metro, a esa hora, estaba lleno. El día había estado lluvioso y frío, algo raro para la primavera madrileña. Había rostros cansados pero también malhumorados, fuera de lo común en los transportes de la ciudad, donde suelen escucharse buenos músicos que reciben alguna moneda por su talento y hacen bromas con los pasajeros.

Hubo quien miró como con desgano. El resto parecía estar metido en su mundo. Mucho ebook, celular y hasta libros de papel entre los que estaban sentados. Mucho hastío a esa hora de la tarde entre los de a pie. “Yo sé que quizás el cambio deba venir de nosotros, de lo que votemos este domingo. Y si no, no sé”, dejo caer, en un rasgo de melancolía que el pasaje no quiso compartir. “Son dos paquetes de papel tissue, esto me ayuda mientras no consigo algo más firme”, murmuraba El Hombre.

El Recién Llegado escuchó sin disimulo. En los subtes porteños son decenas los que venden chucherías o hacen música para buscarse “la diaria”. El Hombre miraba al coche lleno con ansiedad y clavó la mirada en el Recién Llegado. “A voluntad”, seguía presupuestando. “A voluntad” le repitió al Recién Llegado, que hurgaba en los bolsillos para palpar cuántas monedas tenía y esperaba que, frente a él, le pusiera un precio a su humillación. El Hombre miraba sin decir nada, con una sonrisa amable.

El Recién Llegado sacó las monedas más chicas, calculando al tacto que serían de 50 centavos, sintiéndose un miserable por regatear en silencio. ¿A cuánto cotiza la voluntad en el Metro de Madrid? Quizás en Buenos Aires un par de billetes de 10 pesos podrían tranquilizar la conciencia, quién sabe, pero en esta España que va a las elecciones más determinantes en décadas como somnolienta, sin demasiadas expectativas, qué moneda habrá que poner en la mano de ese tipo que, por el gesto, se ve que nunca imaginó terminar vendiendo pañuelos kleenex en un Metro atestado de gente que vuelve del trabajo con tan poca esperanza como él. No queriéndose ver en ese espejo incómodo si la crisis sigue golpeando a las puertas.

Sacó tres monedas y vio la cara de sorpresa.

-¿Es mucho no?

-Sí, claro, es mucho.

Corroboró que las de 50 centavos son más grandes. Mentalmente supo que eran 150 pesos argentinos. El Hombre dudó. Ofreció caramelos para compensar. El Recién Llegado pensó en caries, diabetes y esas menudencias y con la mano alzada le dijo que no. El Hombre sacó otro paquete de kleenex y lo depositó en las piernas del Recién Llegado. “Es lo menos que corresponde”, dijo, con un gesto de dignidad, y se perdió rápidamente entre la multitud que bajaba en la estación Alonso Martínez. «