El 1 de marzo de 1870, un cabo brasileño atravesó con una lanza al mariscal Francisco Solano López en la batalla de Cerro Corá. «¡Muero con mi Patria!», fueron sus últimas palabras, y no se equivocaba. «¡O, diavo do López!» (Oh, el diablo de Lopez»), dicen las crónicas que gritaba el soldado brasileño mientras, aterrorizado, pateaba el cuerpo sin vida del hombre contra el que durante cinco años habían luchado en una guerra que los generales dijeron que iba a ser un paseo de tres meses, a lo sumo. Iniciada formalmente en febrero de 1865 con la declaración de guerra a Buenos Aires, la llamada por los revisionistas Guerra de la Triple Infamia terminó el 9 de marzo de 1870 con la rendición de los últimos jefes militares paraguayos, hace de esto 150 años.

En el secreto de cómo hizo ese pueblo para resistir ante los países más grandes de entonces -la República Argentina, el Imperio de Brasil y la República Oriental del Uruguay, con la ayuda del Imperio Británico– está precisamente el origen del odio que generó en las élites liberales y el motivo para destruir a una orgullosa nación. Desde José Gaspar de Francia hasta el mariscal López, Paraguay había ido creciendo en un aislamiento estratégico y en cuanto pudo, silencioso, y se estaba convirtiendo en una potencia industrial pero por sobre todas las cosas, autónoma. Violentando los preceptos básicos de que estas regiones debían ser proveedoras de materia prima y consumidores de productos elaborados.

Cerrado, con una presencia determinante del Estado, era en la segunda mitad del siglo XIX el único país verdaderamente organizado del Plata. Tenía una población bastante homogénea que compartía tradiciones estrechas de patrimonialismo y solidaridad comunal, un idioma, el guaraní, y una identidad muy definida, forjada entre la tradición de los pueblos originarios y la impronta de los jesuitas desde la ocupación europea.

El servicio militar era obligatorio y en los cuarteles se juntaban ricos y pobres, sin distinciones. Descalzos, debían servir a la Patria, «porque los pies desnudos son todos iguales», había dicho Francia, el Karaí Guasú (Gran Jefe).

A fines de 1864, las tropas imperiales brasileñas, al mando de general José Luis Mena Barreto, se apoderaron de la ciudad uruguaya de Melo, con intenciones de arbitrar en la política oriental. Solano López, en el poder desde 1862, a la muerte de Carlos Antonio, quiso atacar el mal de raíz, cruzando a Río Grande, luego de pedir permiso al gobierno argentino. Pensó, quizás ingenuamente, que Bartolomé Mitre aceptaría el paso de tropas por Corrientes.

Pero no, el porteño era más afín a otros intereses y Paraguay se vio envuelto en su guerra final contra los dos países más poderosos de Sudamérica y ese inestable Estado tapón de la otra orilla del Río de la Plata. Así y todo, cuando periodistas ingleses publicaron un escandaloso tratado secreto de la Triple Alianza para repartirse los despojos de Paraguay, surgieron reacciones a favor de la causa paraguaya.

Ejércitos enteros desertaron para no combatir contra un pueblo hermano. Queda la histórica Proclama de los Pueblos Libres del riojano Felipe Varela: «¡Abajo los traidores a la Patria! ¡Atrás los usurpadores de las rentas y derechos de las provincias en beneficio de un pueblo vano, déspota e indolente! ¡Soldados federales! nuestro programa es la práctica estricta de la Constitución jurada, el orden común, la paz y la amistad con el Paraguay, y la unión con las demás Repúblicas Americanas».

Se calcula que en la guerra murieron alrededor de 700 mil paraguayos, algo así como el 90% de la población. Los campos eran de la comunidad, mientras que ahora el 85% de la tierra agrícola está en manos de sólo el 2,5% de los propietarios. De la mano de los reclamos de pequeños agricultores y pobladores originarios en 2008 el exobispo Fernando Lugo fue ungido presidente de Paraguay. Fue lo más progresista que gobernó esa nación en estos 150 años. Un golpe parlamentario lo expulsó del poder en 2012. «

La batalla de las camisetas

Abraham Lincoln fue el primer presidente proveniente del Partido Republicano de EE UU, aunque hoy cueste creerlo. Si se compara su ideario de hoy con la lucha contra la esclavitud, hay un abismo. O mejor dicho, una grieta que sin dudas le costó la vida al mandatario a manos de un actor durante una representación en el Teatro Ford de Washington DC. (abril, 1865), cuando terminaba la Guerra de Secesión.

Por esos días, en el Paraguay arreciaba la Guerra de la Triple Alianza, que unos seis meses antes había despuntado sus primeros cañonazos cuando Solano López decidió intervenir en contra de lo que consideró una invasión brasileña a Uruguay, lo que hacía temer por el cierre del estuario del Plata, la vía de acceso a Asunción a través del río. 

Pero no es casual que estos dos episodios estén así encadenados. La guerra en el Norte era entre dos visiones del mundo: una de perfil capitalista burgués, la otra, de corte feudal esclavista. En el Sur se plantaba algodón, en el norte de elaboraban prendas de vestir. Al decir de Jauretche, la Guerra de las Camisetas.

Los sureños sabían que por eso peleaban, por eso no querían abandonar el esclavismo y en un momento de la contienda cortaron el insumo a las hilanderías británicas, con la idea de forzar al imperio a apoyarlos con armas y pertrechos. O para que los reconocieran como nación independiente. No contaban con que la esclavitud había pasado de moda, y que incluso las presiones para que Pedro II de Braganza la aboliera eran enormes.

De modo que si las hilanderías británicas necesitaban fuentes alternativas de algodón, para eso servían los territorios paraguayos, según habían mostrado los científicos devenidos espías que por algo habían perseguido desde José Gaspar de Francia hasta Don López. Pero antes debían hacer caer el sistema estatal, apropiarse de las tierras y hacer otro estado tapón al norte de Buenos Aires, para limitar el dominio brasileño. Otro algodón entre cristales, listo para competir con los algodones del norte. Para cuando el fin del Paraguay era un hecho (1870), Ulysses Grant, el general victorioso en la Guerra de Secesión, era el 18º presidente de EEUU. Un representante suyo, el general Banks, le dice en el Washington DC al plenipotenciario de López, Gregorio Benítes, leal a una causa sin futuro: “Nuestras simpatías están con el pueblo paraguayo.  Esa guerra es la última faz de la dominación de la Europa monárquica en el continente, debemos hacer todo para impedirlo”. Pero ya no había tiempo. Le injerencia de EE UU se haría sentir en los tiempos más cercanos, pero aún no estaba maduro ese imperio. «