“Con un enfoque vertiginoso, que no le pide nada a las convenciones de género, Zelmar Acevedo Díaz se interna en una empresa tan desmesurada como la que desencadena la guerra, ya mítica, de la llamada Triple Alianza con el Paraguay. No rinde homenaje a los terribles hechos históricos que hicieron la desgracia de ese país sino que los transforma por la gracia de una prosa por momentos lírica, siempre acechante, que suspende la respiración y parece no tener fin. (…) No se trata de una novela histórica, convencional por definición, sino de un gran relato de múltiples planos, una experiencia de ´sin aliento´ que lleva a transcurrir por esas páginas de las que brotan fantasmas, seres que conforman su drama, una especie de sin destino tan atrayente como abrupto, orgullo y coraje, pasión y conciencia, desafío que parece incomprensible y que, sin más, genera escritura del más alto nivel.” 

Este juicio corresponde nada menos que a Noé Jitrik, uno de los mayores críticos argentinos y se refiere a la novela El piano de Chopin (Voria Stefanovsky Editores). Zelmar Acevedo Díaz, por su parte, es un escritor tan poco convencional como su novela que habla de un hecho histórico sin ser una novela histórica. Su trayectoria como escritor se aparta de la noción de “carrera literaria”. Desempeñó los más variados oficios sin siquiera sospechar que muchos de ellos tenían que ver la escritura. Fue, por ejemplo, cartero, es decir que se dedicó a llevar a domicilio historias, quizá de amor, de odio, de nostalgia, ensobradas y estampilladas. También fue lavacopas, barman, obrero, técnico en corrección de textos literarios y encuadernador. En la redacción de Tiempo Argentino, donde se realizó la charla, le explicó a la entrevistadora los pormenores de la aplicación de letras, líneas y arabescos dorados a las tapas y lomos de los libros, un viejo y maravilloso oficio casi extinguido que forma parte del arte de la encuadernación. 

Entre 2007 y 2013 se dedicó a vender en trenes nocturnos cuadernillos armados por él mismo con sus cuentos. Asegura que el slogan de la Feria del Libro “del autor al lector” se realizó en los vagones de la manera más literal y perfecta. Sus lectores, noche a noche, le hacían comentarios de sus textos, le daban opiniones y esperaban ansiosos las siguientes entregas, ya que los cuentos se renovaban cada tres semanas. Más tarde, contando las cajas de ganchitos que había gastado para abrochar los cuadernillos, calculó que había vendido cerca de 60.000 ejemplares y, lo más importante, había logrado vivir de la literatura. Sus lectores viajeros de trenes suburbanos sabían que Acevedo Díaz ya era por entonces un escritor multipremiado en su propio país y en el exterior. Había recibido, por ejemplo, el Premio Casa de las Américas de novela en la Habana, uno de los galardones más prestigiosos de las letras cubanas y también había sido premiado en España. 

¿Dónde naciste? Te lo pregunto porque En el piano de Chopin hay una presencia muy fuerte del paisaje, de la selva. 

-Soy porteño de pura cepa, pero siempre me he identificado con el interior. Soy un hijo de la pampa, tal vez por mis largas vacaciones en el campo de niño y adolescente. Allí pasaba mucho tiempo andando a caballo y en bicicleta. El campo es una referencia importante en mi vida. Eso se trasluce en mi literatura. Aproximadamente la mitad de mis cuentos son rurales. 

-Tuviste oficios muy diversos, además de dedicarte a la literatura. 

-Sí, en la década del 80 era empleado postal, ganaba muy mal y decidí estudiar una carrera corta para redondear mi magro sueldo. El primer intento que hice fue estudiar algo relacionado con la carrera de corrector de textos. Comencé a estudiar normativa de la lengua en la Universidad de Belgrano, pero justo vino la época de la hiperinflación de los últimos años del gobierno de Alfonsín y tuve que irme de la facultad porque me resultsaba imposible sostenerla. Fui entonces al Instituto Superior de Estudios Lingüísticos y Literarios donde estaban las profesoras que habían sido las fundadoras de la carrera de corrección de textos en la Universidad de Belgrano. Al final todo resultó bien porque el instituto tenía un gran nivel académico. Estudié dos años al cabo de los cuales me hice tarjetas y comencé a recorrer todos los diarios, las revistas, las editoriales, incluso las embajadas que no eran de lengua española para conseguir trabajo como corrector. 

-¿Y cómo te fue?

 -Nunca me llamó nadie, pero ahí empecé a darme cuenta de deficiencias graves en mi escritura. En definitiva la carrera me sirvió para eso, para pulir mi propia literatura. Yo soy de transgredir la normativa, pero una cosa es hacerlo desde el conocimiento, es decir, hacerlo exprofeso y otra es hacerlo por ignorancia. En este último caso solo se trata de un accidente. Luego, ante el fracaso laboral como técnico de corrección de textos, comencé a estudiar encuadernación. Sin saberlo, sin darme cuenta, siempre estuve vinculado a la cuestión del libro. Fue un momento en que los grandes diarios comenzaron a sacar fascículos para encuadernar, por lo que en poco tiempo armé una pequeña empresa. 

-¿Dónde aprendiste a encuadernar? 

– Me enseñó un viejo encuadernador italiano. Arreglé que él me enseñaba a encuadernar y yo trabajaba gratis para él. Así lo hicimos durante más de un año. Iba a su taller todos los días, de lunes a viernes. 

-Eras como un aprendiz del Renacimiento.

-Claro, fue un regreso al Renacimiento. Con el cambio de siglo la actividad comenzó a decaer porque los diarios dejaron de sacar colecciones para encuadernar y de pronto me vi, con más de 50 años, con un taller fundido. Me encontré con una situación económica precaria en una edad en la que es muy difícil insertarse en el mercado laboral. Se me ocurrió armar cuadernillos con mis cuentos. Comencé a ofrecerlos primero en la calle, pero no me fue muy bien porque cada vez que le hablaba a alguien parecía que tenía una 45 en la mano porque la gente se asustaba. Después empecé a ofrecerlos en los bares. Ahí me fue mejor, pero la gente estaba en otra, tomando café, leyendo el diario, conversando con alguien y mi aparición era inoportuna. Me puse a pensar en qué lugar la gente está en situación de espera y se me ocurrió ir a vender a los trenes. Fui al Urquiza y me los sacaron de las manos, pero enseguida vino la gente de seguridad y me dijo que no se podía vender nada con el tren parado en la estación, que tenía que hacerlo con el tren en movimiento y en otro horario. Entonces comencé a ir de noche y vendía 50 o 60 cuadernillos diarios. Me fui después a la línea Mitre que va al Tigre. Lo tomaba en Lisandro de la Torre y me iba hasta San Isidro o Beccar. Se comenzó a formar una especie de círculo de lectores. La gente me pedía que sacara cuentos nuevos, lo que me obligaba a escribir. Fue un fenómeno editorial que tenía una forma muy casera. Siento una enorme agradecimiento por esa gente que mes a mes compraba mis cuentos a veces no para ellos sino para un amigo o un compañero de oficina. Había gente que llevaba anotada la lista de los que había comprado para no comprar repetido. 

-¿Cuándo comenzaste a escribir? 

-En eso fui tradicional. Comencé de adolescente, a los 13 o 14 años escribiendo cosas aberrantes que eran ensayos y algunas poesías. Incluso llegué a editar un libro de poesía. Un día le dije a un amigo “creo que edité el peor tomo de poesía que se haya editado en la Argentina” y mi amigo me dijo “no seas tan pedante, no es fácil escribir el peor tomo de poesía”. Cuando leí literatura latinoamericana, Alejo Carpentier, Vargas, Llosa, García Márquez… destruí todo lo que había escrito y comencé de nuevo. Escribí una novela que se llama La dama de cristal. La ofrecí en todos lados y fracasé. En un último intento la mandé al concurso de Casa de las Américas y un día estando en el campo con mis primos, me llama mi madre llorando emocionada porque había leído en Clarín que la novela había ganado el premio en Cuba. Con ese y otros premios armé un curriculum y puse una foto mía en los cuadernillos para que la gente supiera que quien vendía en los trenes era el propio autor. Muchos se preguntaban qué hacía un autor con esos premios vendiendo en los trenes en una situación casi de indigencia, aunque los vendedores no son indigentes y a veces ganan muy bien. No sólo me ganaba la vida, sino que era una actitud militante  en el sentido de la estimulación de la lectura, en el regreso al libro. Más de un pasajero me comentó que había retomado la lectura a partir de mis cuentos. Otros se sentían identificados con situaciones o personajes. No me voy a olvidar nunca de uno de los primeros cuentos que saqué. Se llamaba El hombre que quedó solo y hablaba de un hombre que un día regresa a su casa y encuentra que en lo que había sido su hogar había un supermercado y no encuentra ni a su familia, ni a sus amigos, ni a sus compañeros de trabajo. Toda su vida se desmorona. Una pasajera me dijo que le había llevado el cuento a su psicóloga y le había dicho “así es como me siento”. Creo que ese cuento fue un ejemplo de militancia porque el lector podía expresarse a través de la literatura de otro. 

-¿Cómo llegás a El piano de Chopin? 

-Son ideas que me acecharon durante años como si el nacimiento de ese texto amplio, de gran envergadura, necesitara una maduración previa para ser escrito. Siempre me había interesado esa guerra escondida, metida debajo de la alfombra, una guerra que no se nos había enseñado en la escuela secundaria y que no figuraba en la historia de nuestro país. Quizá me interesó por esa condición oculta, sombría. Por otra parte, la figura de Francisco Solano López es tan particular que no hubo que trabajar mucho para transformarlo en un personaje literario maravilloso. Él es en sí mismo un personaje literario. Cuando descubrí que tenía entre mis manos una criatura de esa envergadura y una geografía de grandes dimensiones me di cuenta de que tenía una novela que prácticamente ya estaba escrita. A medida que escribía, me iba encontrando con elementos que me iban sorprendiendo. Cuando Solano López habla en primera persona comenzó a aparecer un lenguaje muy peculiar que parecía que no era mío, que no me pertenecía, que me era dictado por el fantasma de Solano López. 

Es un lenguaje creado, inventado por vos, no la reconstrucción del lenguaje que se hablaba en ese momento histórico. 

-Sí, me importaba un bledo cómo se hablaba en ese momento en el Paraguay. No hice una investigación, Solano López fue inventando su propio lenguaje. Incluso en un momento comenzó a aparecer rimado, lleno de aliteraciones, de concatenaciones, de neologismos, arcaísmos. Me pregunté quién me dictaba ese texto, de dónde salía ese lenguaje. A mis amigos les digo que la novela me la dictó Solano López que necesitaba alguien que pusiera los dedos sobre el teclado. “Mitifican los mitristas,  los argentinos mienten. Pero qué significa la verdad en una tierra arrasada donde los vencedores son todo y los vencidos, nada.” ¿De dónde salió eso? Por momentos la novela salía con un gran espíritu lírico. Yo soy un gran lector de poesía y es posible que eso haya alimentado esta novela. Está alimentada de voces de poetas que en el conjunto se hacen inidentificables. Al surgir este tipo de lenguaje lírico, sentí que la novela regresaba a su origen que es el poema épico. 

-No parece la novela de un autor rioplatense. El texto tiene un barroquismo que la mayor parte los autores del Río de la Plata no tiene.

 -Sí, la literatura del Río de la Plata es bastante europeizante, viene de los barcos. En la novela aparece mi amor por la literatura latinoamericana, por los autores brasileños, colombianos, venezolanos, mexicanos…Es cierto lo que decis. El piano de Chopin no parece escrita por un argentino así como La dama de cristal no parece escrita por un hombre, a tal punto que como mi nombre no es tan común, el jurado de Casa de las Américas dudaba si era el nombre de un hombre o de una mujer. Me encarné en el personaje femenino.

 -Es un fenómeno parecido al de Solano López. 

-Sí, en ambos casos logré meterme dentro de personaje y tomarlo desde una posición endodérmica. Eso es, posiblemente, lo que los hace vivos y creíbles. Los cuentos, sin embargo, exigen otra dinámica. La brevedad no te da tiempo de construir un personaje tan definido, pero siempre trato de no escribir desde afuera sino desde el propio personaje, desde sus impresiones, sensaciones y emociones.