No hay certeza sobre si la cuestionada y mundialmente rechazada anexión de Cisjordania volverá a aparecer en la agenda del gobierno de Benjamin Netanyahu. El descontento y las protestas, tanto en localidades palestinas como israelíes, no cesan, incluso dentro de territorio cisjordano, donde colonos y palestinos se unieron en un único reclamo: «Anexión No».

Cisjordania es un territorio ocupado por Israel desde la Guerra de los seis días (1967). Ni la ONU ni el derecho internacional avalan este régimen por considerarlo ilegal. Si bien se trata de un territorio gobernado oficialmente por la Autoridad Nacional Palestina (ANP) desde 1994, en los hechos, Israel mantiene el control sobre la mayor parte de su suelo.

Los colonos israelíes son aproximadamente 500 mil y residen en más de 140 asentamientos establecidos por decisión unilateral del gobierno israelí sobre una tierra históricamente habitada por palestinos, los cuales hoy superan los 2,5 millones en esa región. 

Israel ejerce el control por medio de la fuerza, pero los planes de Netanyahu son la anexión del 30% del territorio. Este acto, considerado como una proclama de “soberanía” de parte de Israel, está prohibido por las leyes internacionales. Su gobierno sólo cuenta con el respaldo de la administración de Donald Trump.

El secretario general de la ONU, Antonio Guterres, pidió a Israel que descarte los planes de anexión y un panel de 50 expertos en Derechos Humanos de este organismo condenó la medida por estar basada en “una visión de apartheid en el siglo XXI”.

Desde antes de la creación del Estado de Israel (1947) se cometieron los crímenes más atroces contra los habitantes palestinos. Durante décadas millones debieron abandonar sus hogares y padecieron la destrucción de sus viviendas, pero, sobre todo, la aplicación sistemática de una política segregacionista. Según el historiador israelí Ilan Pappé, las masacres son el resultado del odio y la venganza, y su accionar se adapta a lo que se define como «limpieza étnica».

La ONU ha votado decenas de resoluciones condenando no sólo el avance ilegal del Estado de Israel, sino también los múltiples abusos cometidos contra los palestinos. Pudo hacerlo ante la mirada de la comunidad internacional por la protección de Estados Unidos.

La anexión de Cisjordania aparece como el punto de partida para la aplicación del “Acuerdo del siglo”, un proyecto de la administración Trump avalado por el gobierno de Netanyahu que dice buscar “el fin al conflicto entre Israel y Palestina”.

La simple lectura de sus partes públicas da cuenta de otro escenario: propone legalizar la ocupación que Israel viene realizando desde hace más de cinco décadas, así como la pérdida de soberanía palestina, a cambio de incentivos económicos y limitadas concesiones territoriales. Las autoridades palestinas rechazaron este plan desde el comienzo. A pesar de la negativa de la comunidad internacional, el gobierno anunció que el 1 de julio se iniciaría la anexión. Pero hay también factores internos que obstaculizan su implementación. Netanyahu quedó debilitado luego de las últimas elecciones al no conseguir apoyo para gobernar con comodidad y debe compartir el poder con el frente encabezado por el exjefe del Estado Mayor, Benny Gantz. A pesar su apoyo a la anexión, Gantz tiene posiciones encontradas con las del primer ministro.

El rechazo de la mitad de los israelíes y la mayoría de los palestinos expresa la impopularidad de la medida a nivel interno. Desde el miércoles se vienen registrando protestas en Gaza, Haifa y la misma Cisjordania, donde colonos y palestinos se unieron al reclamo contra la anexión a través de la organización Shorashim-Judur (términos hebreo y árabe para «raíces»).

El expansionismo israelí (y la existencia misma del Estado de Israel) está fundado principalmente en argumentos de orden religioso. El laicismo de algunas expresiones y figuras locales, como el exministro de Defensa, Avigdor Lieberman, comenzó a tejer una red de contención a la política de Netanyahu, lo cual, a mediano plazo, puede conducir a su eventual desgaste.